– Lo único impropio que hay aquí es un Papá Noel muerto en el sótano -dijo Erlendur con una sonrisa.
Vio a la técnica de laboratorio que había conocido en la cocina. Salía del bar del hotel en la planta baja, con su bolsa de muestras en la mano. Erlendur saludó al director con un movimiento de cabeza y se acercó a la mujer, que estaba de espaldas a él y se dirigía hacia el guardarropa que había al lado de una de las puertas del hotel.
– ¿Qué tal van las cosas? -preguntó Erlendur.
Ella se dio la vuelta y lo reconoció al instante, pero siguió su camino.
– ¿Eres tú quien está al mando de la investigación? -preguntó mientras entraba en el guardarropa y cogía su abrigo de una de las perchas. Pidió a Erlendur que cogiera un momento la bolsa de muestras.
– Me dejan participar -dijo Erlendur.
– La idea de que les tomaran una muestra de saliva no les ha gustado a todos -dijo la mujer-, y no me refiero solo al cocinero.
– Antes que nada queríamos excluir a los empleados, para así poder concentrarnos en otra cosa. Creía que os habían dicho que les dierais esa explicación.
– Sí, pero se queda corta. ¿Tenéis algo más?
– Valgerdur es un antiguo nombre islandés, ¿verdad? -dijo Erlendur, sin responder a su pregunta.
Ella sonrió.
– ¿No puedes hablar de la investigación?
– No.
– ¿Te molesta que Valgerdur sea un nombre antiguo?
– ¿Que si…? No, yo… -balbuceó Erlendur.
– ¿Me querías decir algo en particular? -dijo Valgerdur, alargando la mano para recoger su bolsa.
Sonrió a aquel hombre que estaba delante de ella vestido con un chaleco de lana con botones, debajo de una chaqueta gastada con las coderas raídas y que la miraba con ojos llenos de tristeza. Los dos tenían más o menos la misma edad, pero él parecía diez años mayor que ella.
Erlendur dejó escapar la frase sin darse plena cuenta de lo que hacía. Aquella mujer tenía algo. Y no había visto que llevara alianza.
– Me gustaría saber si te podría invitar a cenar esta noche, en el bufé. Es muy apetitoso.
Lo dijo sin saber nada de ella, como si le pareciera perfectamente imposible que la respuesta fuera positiva, pero lo dijo, a pesar de todo, pensando que ella probablemente se echaría a reír, que estaría casada y tendría cuatro hijos, una vivienda unifamiliar y una casa de veraneo, que había organizado las fiestas de graduación de sus hijos y que incluso acababa de casar a su hijo mayor y esperaba poder envejecer en paz con su amado esposo.
– Muchas gracias -respondió Valgerdur-. Es una invitación tentadora. Pero… lo siento. No puedo. Pero gracias de todos modos.
Cogió su bolsa, que seguía en manos de Erlendur, dudó un instante y lo miró, pero se apartó y salió del hotel. Erlendur se quedó en el guardarropa, pasmado. Hacía años que no invitaba a una mujer. El móvil empezó a sonar en el bolsillo de la chaqueta. Lo sacó despacio, pensando en otra cosa, y contestó. Era Elínborg.
– Está entrando en la sala -dijo, casi susurrando al teléfono.
– ¿Qué? -dijo Erlendur.
– El padre, está entrando acompañado por sus dos abogados. Como mínimo eso es lo que necesita para ser exculpado.
– ¿Hay gente? -preguntó Erlendur.
– No, poquísima. Creo que están la familia de la madre del niño y unos cuantos periodistas.
– ¿Qué pinta lleva ese hombre?
– No se le nota nada alterado, como siempre: traje de chaqueta y corbata, como si fuera a una fiesta. Carece por completo de conciencia.
– No, no -dijo Erlendur-. Claro que tiene conciencia.
Erlendur había ido al hospital con Elínborg para hablar con el muchacho en cuanto lo permitieron los médicos. Por entonces estaba ya en tratamiento en la planta de pediatría, con otros niños. En las paredes había dibujos hechos por los propios niños, juguetes en las camas, padres junto a las cabeceras, con aspecto de cansancio por las noches sin dormir, tremendamente preocupados por sus hijos.
Elínborg se sentó al lado del muchacho, que tenía la cabeza vendada y al que apenas se le veía la cara, solo la boca y los ojos, que miraban llenos de suspicacia a los policías. El brazo estaba enyesado y colgaba de un gancho. Debajo de la sábana se adivinaban los vendajes que le habían colocado después de la operación. Habían conseguido salvar el bazo. El médico les dijo que no había problema si querían hablar con el chico, pero que el muchacho quisiera hablar con ellos era ya otro cantar.
Elínborg empezó hablando de sí misma, le dijo quién era y cuál era su trabajo en la policía, y que quería atrapar a quienes le habían hecho aquello. Erlendur estaba a cierta distancia de ella, observando. El muchacho miraba fijamente a Elínborg, quien sabía que no debería hablar con él a menos que estuviera presente su padre. Habían acordado una cita con el padre en el hospital, pero había pasado ya media hora y no se había dejado ver todavía.
– ¿Quiénes fueron? -preguntó finalmente Elínborg, cuando consideró llegado el momento de entrar en materia.
El muchacho la miró y no dijo nada.
– ¿Quiénes te hicieron esto? No pasa nada si me lo dices. No podrán volver a pegarte nunca más. Te lo prometo.
El muchacho miró ahora a Erlendur.
– ¿Fueron los chicos del colegio? -preguntó Elínborg-. ¿Los mayores? Ahora sabemos que dos de los que te podían haber pegado son chicos problemáticos. Ya le pegaron una vez a un niño como tú, aunque no le hicieron tanto daño. Ellos dicen que no han hecho nada, pero sabemos que estaban en la escuela a la hora en que te atacaron. Estaban saliendo de la última clase.
Mientras Elínborg hablaba, el muchacho la observaba en silencio. Elínborg había ido a la escuela, había hablado con el director y con los profesores, y luego fue a casa de los dos chicos, y allí se enteró de sus condiciones de vida y les oyó afirmar que no le habían hecho nada al muchacho. El padre de uno de ellos estaba en la prisión de Litla-Hraun.
En ese momento entró un pediatra en la habitación. Les dijo que el niño necesitaba descanso y que tendrían que volver más tarde, Elínborg asintió y se marcharon.
Erlendur también acompañó a Elínborg a visitar al padre del niño en su casa, ese mismo día. El padre les explicó que había tenido que acudir a una videoconferencia urgente con empleados de Alemania y Estados Unidos, y que por eso no había podido reunirse con ellos en el hospital. Surgió de modo totalmente inesperado, dijo. cuando finalmente quedó libre, Elínborg y Erlendur ya se habían ido del hospital.
Mientras les contaba todo esto, el sol invernal entró por las ventanas del salón e iluminó el mármol del suelo y la alfombra de la escalera que llevaba al piso superior. Elínborg se levantó y siguió escuchándole, cuando vio la huella de una mancha en la alfombra de la escalera y otra en el escalón de más arriba.
Unas manchitas pequeñas, casi imperceptibles, de no ser por el sol de invierno.
Unas manchas que habían conseguido borrar casi del todo de la alfombra y que a primera vista no eran sino unos pequeños relieves en la tela.
Unas manchas que resultaron ser pequeñas huellas de pisadas.
– ¿Estás ahí? -dijo Elínborg al teléfono-. ¿Erlendur? ¿Estás ahí?
Erlendur volvió en sí.
– No dejes de informarme de cómo va -dijo, y terminaron la conversación.
El maître del hotel era un hombre en la cuarentena, flaco como un palo, vestido con traje de chaqueta negro y deslumbrantes zapatos de charol negro. Estaba estudiando la lista de reservas para la cena en un cuartito al lado del comedor. Cuando Erlendur se presentó y le preguntó si podía molestarle un momento, el maître levantó la vista de su ajado cuaderno de reservas y dejó ver un bigote fino, negro, y las oscuras raíces de una barba que, seguramente, tendría que afeitarse dos veces al día, tez morena y ojos castaños.