– En realidad, yo no conocía a Gulli -dijo el hombre, que se presentó como Rósant-. Es espantoso lo que le pasó. ¿Tenéis alguna pista?
– No -dijo Erlendur, cortante. Tenía el pensamiento ocupado en la técnica de laboratorio y en el padre que había agredido a su hijo, y pensaba también en su propia hija, Eva Lind, que había dicho que no era capaz de seguir aguantando. Sabía lo que aquello significaba, aunque en su fuero interno confiaba en equivocarse-. Mucho trabajo en las fiestas, ¿verdad^
– Tratamos de sacarles el máximo provecho. Intentamos reservar tres personas por silla en el bufé, lo que a veces resulta muy difícil, porque algunos creen que si han pagado por el bufé es que se lo pueden llevar entero. El crimen del sótano no nos ayuda, precisamente.
– No, claro -dijo Erlendur, con indiferencia-. Ya que no conocías a Gudlaugur, debes de llevar poco tiempo trabajando aquí.
– Sí, solo dos años. No tenía mucho trato con él.
– ¿Quién crees que podía conocerle mejor, aquí en el hotel? O en este mundo, en general.
– Pues realmente no lo sé -dijo el jefe de camareros, pasándose el dedo índice por el negro bigotito del labio superior-. Yo no sé nada de ese hombre. La gente de limpieza, quizá. ¿Cuándo sabremos lo de la saliva?
– ¿Sabremos qué?
– Quién estuvo con él. ¿No es para una prueba de ADN?
– Sí -respondió Erlendur.
– ¿Tenéis que enviar las muestras al extranjero?
Erlendur asintió con la cabeza.
– ¿Sabes si recibía visitas en su cuarto del sótano? Personas no relacionadas con el hotel, por ejemplo.
– Aquí hay mucho ir y venir. Así son los hoteles. Las personas son como hormigas, entran y salen, suben y bajan, nunca hay tranquilidad. En la escuela de hostelería nos decían que un hotel no es un edificio, ni unas habitaciones ni un servicio, sino las personas. Un hotel no es más que eso, personas. Nada más. Tenemos que hacer que se encuentren a gusto. Que se encuentren como en su casa. Eso son los hoteles.
– Intentaré recordarlo -dijo Erlendur, y le dio las gracias.
Comprobó si Henry Wapshott había vuelto al hotel, pero resultó que no. En cambio, el jefe de recepción se había incorporado a su puesto y saludó a Erlendur. Otro autocar había aparcado frente a la puerta del hotel, lleno de viajeros que se apiñaban en el vestíbulo, y el jefe de recepción dirigió a Erlendur una sonrisa de incomodidad y se encogió de hombros, como si no fuera culpa suya no poder charlar un rato con él y tener que esperar a otro momento más apropiado.
7
Gudlaugur Egilsson había empezado a trabajar en el hotel en 1982. Entonces tenía 28 años de edad. Antes había desempeñado diversos trabajos, el último de ellos como portero en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando decidieron contratar un portero con carácter fijo en el hotel, solicitó el puesto. Eran tiempos de crecimiento del turismo. Habían ampliado el hotel y*habían contratado más personal. El antiguo director no recordaba con exactitud por qué habían elegido a Gudlaugur. Lo que sí recordaba es que no se presentaron muchos aspirantes al puesto.
Causó muy buena impresión al director del hotel. Parecía caballeroso y cortés, con un gran espíritu de servicio, y resultó ser un empleado digno de confianza. No tenía familia, ni mujer ni hijos, lo que causó algunas preocupaciones al director del hotel porque estaba comprobado que los padres de familia solían ser trabajadores más fieles. Y por lo demás, a Gudlaugur no le gustaba hablar de sí mismo ni de su pasado.
Poco después de empezar a trabajar en el hotel, fue a ver al director para preguntarle si había allí algún alojamiento que pudiera utilizar mientras encontraba casa nueva. Le habían notificado con muy poco tiempo que tenía que dejar el apartamento donde vivía realquilado y se encontraba prácticamente en la calle. Hizo lo posible por provocar compasión, y le indicó al director que en el corredor del sótano del hotel había un trastero donde quizá, tal vez, podría instalarse hasta encontrar un nuevo alojamiento. Fueron los dos a echar un vistazo al trastero. Se usaba para guardar objetos heterogéneos, y Gudlaugur dijo conocer otro lugar donde se podrían almacenar, aunque, de todos modos, la mayor parte era mejor tirarlos.
De este modo se acordó que Gudlaugur, portero y más tarde también Papá Noel, se mudaría al trastero del sótano, donde vivió hasta el día de su muerte. El director del hotel estaba convencido de que no permanecería allí más de unas cuantas semanas. Es lo que le dio a entender Gudlaugur, y el trastero no invitaba a usarlo como residencia por tiempo prolongado. Pero la búsqueda de vivienda nueva fue demorándose y, poco a poco, empezó a parecer normal que Gudlaugur viviera en el hotel, especialmente porque su trabajo era más de conserje que de simple portero. Con el tiempo, resultó práctico que estuviera siempre disponible, de día o de noche, por si se producía alguna avería que necesitara la intervención de alguien con buenas manos.
– Poco después de que Gudlaugur se mudara a vivir al trastero, dejó el puesto el director anterior al actual -dijo Sigurdur Óli, sentado en la habitación de Erlendur, al contarle la entrevista con el antiguo director. Había pasado buena parte del día y empezaba a anochecer.
– ¿Sabes el motivo? -preguntó Erlendur. Estaba recostado en la cama, mirando el techo-. El hotel estaba recién ampliado, había contratado un montón de empleados, y entonces él se marcha. ¿No te parece algo peculiar?
– No me lo planteé. Veré lo que me dice, si crees que eso puede tener algún interés para el caso, por mínimo que sea. Y no tenía ni idea de que Gudlaugur hiciera de Papá Noel. Eso fue después de su época, y para él resultó un auténtico mazazo enterarse de que había aparecido muerto en el trastero.
Sigurdur Óli recorrió con la mirada aquella habitación vacía.
– ¿Tienes intención de pasar aquí las vacaciones? -preguntó.
Erlendur no le respondió.
– ¿Por qué no te vas a casa?
Silencio.
– La invitación sigue en pie.
– Te lo agradezco mucho, y transmite mi agradecimiento a Bergthóra -dijo Erlendur, pensativo.
– ¿En qué piensas?
– En nada que te afecte, si es que estoy… pensando en algo -dijo Erlendur-. Me fastidian las navidades.
– Pues yo tengo intención de marcharme a casa -dijo Sigurdur Óli.
– ¿Qué tal va el asunto del niño?
– No va, en realidad.
– ¿Es problema tuyo, o de ambos?
– No lo sé. No nos hemos hecho los análisis todavía. Pero Bergthóra ya ha empezado a hablar de ello.
– ¿Pero realmente quieres tener un hijo?
– Sí. No lo sé. No tengo ni idea de qué es lo que quiero.
– ¿Qué hora es?
– Las seis y media pasadas.
– Vete a casa -dijo Erlendur-. Yo me encargo de nuestro Henry.
Henry Wapshott había regresado al hotel pero no estaba en su habitación. Erlendur pidió que le avisaran, subió a su planta y llamó a la puerta de su habitación, pero no obtuvo respuesta alguna. Se preguntó si debería hacer que el director del hotel le abriese la habitación, pero para ello necesitaría una orden judicial de registro, lo que podría demorarse hasta bien entrada la noche, además de que no era seguro que Henry Wapshott fuese el Henry con quien Gudlaugur tenía una cita a las 18:30.
Erlendur estaba en el pasillo evaluando sus posibilidades cuando un hombre de entre cincuenta y sesenta años de edad surgió de un recodo y se dirigió hacia él. Llevaba una gastada chaqueta de tweed, pantalones color caqui, camisa azul con corbata de color rojo vivo. Era medio calvo, con el cabello entrecano peinado cuidadosamente de un lado al otro del cráneo.