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Wapshott miró a Erlendur.

– ¿Sabe cuál es mi especialidad? -repitió.

Erlendur sacudió la cabeza. No estaba seguro de haber comprendido bien lo de las bolsas de vomitar. ¿Y qué era eso de las muñecas Barbie?

– Mi especialidad son los coros infantiles -dijo Wapshott.

– ¿Los coros infantiles?

– Y no solo los coros infantiles. Mi particular interés son los niños de coro.

Erlendur vaciló, no sabía si había comprendido lo que decía aquel hombre.

– ¿Niños de coro?

– Sí.

– ¿Colecciona discos de niños de coro?

– Sí. Naturalmente colecciono otros discos, pero los niños de coro son… ¿cómo expresarlo?… Mi pasión.

– ¿Y qué tiene que ver Gudlaugur con todo eso?

Henry Wapshott sonrió. Alargó un brazo para coger una cartera de cuero que llevaba consigo. La abrió y sacó una pequeña funda que envolvía un disco de 45 revoluciones.

Sacó sus gafas del bolsillo de la pechera y Erlendur vio que se le caía una hoja de papel al suelo. Se agachó a recogerla y vio el nombre Brenner's impreso en letras verdes.

– Muchas gracias -dijo Wapshott-. Una servilleta de un hotel alemán. El coleccionismo es una manía -añadió como para excusarse.

Erlendur asintió.

– Pensaba pedirle que me firmase un autógrafo en la funda -dijo Wapshott al tiempo que entregaba el disco a Erlendur.

En la parte delantera de la funda figuraba en letras doradas, formando un arco, Gudlaugur Egilsson, y había también una foto en blanco y negro de un jovencito de no mucho más de doce años, peinado y engominado primorosamente, y algo pecoso, que sonreía a Erlendur con una sonrisa un poco forzada.

– Poseía una voz asombrosamente sensible -dijo Wapshott-. Pero luego llega la pubertad y… -Se encogió de hombros, como rindiéndose ante lo inevitable-. En su voz se percibía tristeza y nostalgia. Me extraña que no haya oído hablar usted de él, que no sepa quién era, si está investigando su muerte. Tiene que haber sido un nombre conocidísimo en su época. Según mis averiguaciones, puede decirse que fue un niño prodigio muy conocido.

Erlendur levantó la vista hacia Wapshott.

– ¿Un niño prodigio?

– Sacó dos discos, uno cantando él solo, y otro en el que canta con una escolanía. Tiene que haber sido un nombre muy famoso aquí en Islandia. En su época.

– Un niño prodigio -repitió Erlendur-. ¿Cómo Shirley Temple, quiere decir? ¿Un niño prodigio de ese tipo?

– Probablemente, a la escala de ustedes, me refiero, a escala de Islandia, un país poco poblado y un tanto aislado. Tiene que haber sido de lo más famoso, aunque ahora parece que todos lo hayan olvidado. Naturalmente, Shirley Temple era…

– La pequeña princesa -se dijo Erlendur en voz baja.

– ¿Cómo?

– No sabía que hubiera sido un niño prodigio.

– Hace muchísimos años ya.

– ¿Así que grabó discos?

– Sí.

– Y usted los colecciona.

– Estoy intentando conseguir copias. Estoy especializado en niños de coro como él. Tenía una voz infantil magnífica.

– ¿Niño de coro? -dijo Erlendur como hablando para sí mismo. Vio en su imaginación el póster de La pequeña princesa e iba a preguntarle a Wapshott más detalles sobre Gudlaugur, el niño prodigio, cuando algo se lo impidió.

– Ah, estás aquí -oyó Erlendur por encima de él, y levantó la mirada. Detrás de él estaba Valgerdur, sonriente. Ya no llevaba la bolsa de muestras en la mano. Llevaba puesto un fino abrigo negro de cuero que le llegaba hasta las rodillas, y por debajo un bonito jersey rojo, y se había maquillado con tanto esmero que casi ni se notaba-. ¿Sigue en pie la invitación? -preguntó.

Erlendur se puso en pie de un salto. Wapshott se quedó allá abajo.

– Perdona -dijo Erlendur-, no me había dado cuenta… Naturalmente-. Sonrió-. Naturalmente.

8

Entraron en el bar que se encontraba al lado del comedor, después de comer en el bufé todo lo que les apeteció, para terminar con un café. Erlendur la invitó a una copa y se sentaron los dos en un reservado, en la parte más interior del bar. Ella dijo que no podía quedarse mucho tiempo y Erlendur entendió sus palabras como una cortés advertencia. No es que hubiera pensado invitarla a su habitación, eso ni se le había pasado por la cabeza y ella lo sabía perfectamente, pero percibía cierta inseguridad en el comportamiento de la mujer, notaba un muro defensivo como el que percibía en las personas a las que tenía que interrogar. A lo mejor ni ella misma era consciente de ello.

A la mujer le resultaba de lo más interesante charlar con el policía de homicidios, y quería saberlo todo acerca de su trabajo y de cómo atrapaban a los criminales. Erlendur le respondió que se trataba principalmente de un aburrido trabajo de oficina.

– Pero los delitos se han vuelto más violentos -dijo ella-. Eso dicen los periódicos. Delitos más horribles.

– No lo sé -respondió Erlendur-. Los delitos son siempre horribles.

– Siempre se está oyendo algo sobre el mundo de la droga y los matones, y cómo agreden a los jóvenes que deben dinero por la droga, y si no pueden pagar, agreden incluso a sus familias.

– Sí -dijo Erlendur, que a veces sentía una seria preocupación por Eva Lind, precisamente por esos motivos-. El mundo ha cambiado mucho. La violencia es más brutal.

Guardaron silencio.

Erlendur intentó sacar algún otro tema de conversación, pero no conocía nada a las mujeres. Aquellas con las que tenía más trato no podían ofrecerle, de ningún modo, lo que podría llamarse una velada romántica como aquella. Elínborg y él eran buenos amigos y colegas, y entre ellos existía un aprecio mutuo que había ido creciendo por su colaboración a lo largo de muchos años y por la existencia de experiencias comunes. Eva Lind era su hija, por la que albergaba serias preocupaciones. Halldóra era la mujer con quien se casó hacía ya una generación y de la que se había divorciado, y no había quedado más que odio. Esas eran las mujeres de su vida, aparte de algunas relaciones esporádicas que no llegaron a convertirse en otra cosa que decepciones y complicaciones.

– ¿Y qué me dices de ti? -preguntó en cuanto estuvieron sentados en el reservado-. ¿Por qué cambiaste de opinión?

– No lo sé -respondió ella-. Hacía muchísimo que no recibía una invitación. ¿Cómo se te pasó por la cabeza invitarme a cenar?

– No tengo ni idea. Se me escapó lo del bufé como a un tonto. Yo también llevo mucho tiempo sin hacer estas cosas.

Los dos sonrieron.

Le habló de Eva Lind y de su hijo Sindri, y ella le contó que tenía dos hijos, también adultos ya. Él tuvo la sensación de que no quería hablar demasiado de sí misma y su situación; le pareció estupendo. No quería meter las narices en su vida.

– ¿Habéis averiguado algo más sobre el hombre ese que asesinaron?

– No, en realidad, no. El hombre con quien estaba hablando antes, ahí al lado…

– ¿Os interrumpí? No sabía que estuviera relacionado con la investigación.

– No importa -dijo Erlendur-. Es coleccionista de discos, bueno, de discos de vinilo, y resulta que el hombre del sótano había sido un niño prodigio. Hace muchos años.

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