Erlendur se sentó en el borde de la cama. Estaba en calzoncillos y se echó el edredón sobre los hombros y la cabeza, lo que le confería cierto aspecto de hombre de las cavernas.
– ¿Qué haces? -dijo Eva Lind.
– Tengo frío -preguntó Erlendur.
– Quiero decir qué haces aquí, en una habitación de hotel; ¿por qué no te vas a casa? -absorbió el humo hasta el fondo de los pulmones, quemó casi un tercio del cigarrillo, y luego exhaló y, en un instante, la habitación se llenó de humo.
– No lo sé. No tengo… -Erlendur calló.
– ¿Ya no tienes ganas de volver a casa?
– Me pareció lo más indicado. Asesinaron a un hombre aquí en el hotel hoy mismo, ¿te enteraste?
– Un Papá Noel, ¿no? ¿Lo asesinaron?
– El portero. Iba a hacer de Papá Noel en la fiesta infantil del hotel. ¿Y tú, cómo andas?
– Muy bien -dijo Eva Lind.
– ¿Sigues con el trabajo?
– Sí.
Erlendur la miró. Tenía mejor aspecto. Seguía igual de flacucha, pero las ojeras debajo de sus bellos ojos azules se habían desdibujado un poco y las mejillas no estaban ya tan hundidas. Pensaba que su hija llevaba ya casi ocho meses sin tocar las drogas. Desde que tuvo el aborto y pasó un tiempo en el hospital, en coma, entre la vida y la muerte. Cuando salió del hospital se fue a vivir a casa de Erlendur, donde pasó seis meses, y encontró un trabajo fijo, algo que no había sucedido durante dos años. Desde hacía unos meses vivía en una habitación alquilada en el centro.
– ¿Cómo me localizaste? -preguntó Erlendur.
– No te encontré en el móvil, llamé a la comisaría y me dijeron que estabas aquí. Cuando pregunté, me enteré de que te habías inscrito en el hotel. ¿Qué pasa? ¿Por qué no te fuiste a casa?
– No sé muy bien lo que estoy haciendo -dijo Erlendur-. La Navidad es una época rara.
– Sí -dijo Eva Lind, y los dos se quedaron en silencio.
– ¿Sabes algo de tu hermano? -preguntó Erlendur.
– Sindri sigue trabajando en provincias -respondió Eva Lind, y el cigarrillo chisporroteó al arder hasta el filtro. Cayó ceniza al suelo. Eva Lind buscó un cenicero pero no encontró ninguno y dejó la colilla de pie en una esquina de la mesa, mientras se apagaba.
– ¿Y tu madre? -preguntó Erlendur. Eran siempre las mismas preguntas, y las respuestas también solían ser las mismas.
– Bien. Currando como una esclava, como siempre.
Erlendur calló, debajo del edredón. Eva Lind miró el azulado humo del cigarrillo que se elevaba desde la mesa.
– No sé si voy a ser capaz de seguir aguantando -dijo, mirando largamente el humo.
Erlendur levantó la mirada desde debajo de su edredón.
En ese momento llamaron a la puerta y los dos se miraron con gesto de extrañeza. Eva se levantó y abrió. En el pasillo había un empleado del hotel, con chaqueta de uniforme. Dijo que trabajaba en recepción.
– Está prohibido fumar aquí dentro -fue lo primero que dijo al ver el interior de la habitación.
– Le estaba pidiendo que lo apagara -respondió Erlendur, en calzoncillos, debajo del edredón-. Nunca me hace caso.
– Está prohibido traer chicas a las habitaciones -dijo el hombre-. Por lo que ha sucedido.
Eva Lind sonrió débilmente y miró a su padre. Erlendur levantó los ojos para mirar a su hija, y luego al empleado.
– Nos dijeron que una chica había subido a esta habitación -continuó el hombre-. No está permitido. Tendrás que marcharte. Ahora mismo.
Se quedó en la puerta esperando que Eva Lind le acompañase. Erlendur se puso en pie, todavía cubierto con el edredón, y se acercó al hombre.
– Es mi hija -le dijo.
– Sí, claro -respondió el recepcionista, como si ni le fuera ni le viniera.
– En serio -dijo Eva Lind.
El hombre miró a uno y después a la otra.
– No quiero líos -dijo.
– Lárgate y déjanos en paz -dijo Eva Lind.
El hombre siguió allí, mirando a Eva Lind y a Erlendur en calzoncillos debajo de su edredón, detrás de ella, y no se movió.
– Al radiador le pasa algo -dijo Erlendur-. No calienta.
– Tendrá que venir conmigo -dijo el hombre.
Eva Lind miró a su padre y se encogió de hombros.
– Hablaremos en otro momento -dijo-. No me gusta nada esta gilipollez.
– ¿Qué quieres decir con eso de que no eres capaz de seguir aguantando? -preguntó Erlendur.
– Ya hablaremos de ello -respondió Eva, y salió por la puerta.
El hombre sonrió a Erlendur.
– ¿Piensas hacer algo con el radiador este? -preguntó Erlendur.
– Daré parte -respondió al cerrar la puerta.
Erlendur volvió a sentarse en el borde de la cama. Eva Lind y Sindri Snaer eran el fruto de un matrimonio desdichado que había terminado más de veinte años atrás. Erlendur no había tenido prácticamente ningún contacto con sus hijos después del divorcio. Fue decisión de su ex mujer, Halldóra. Se sentía engañada y utilizó a los niños para vengarse. Erlendur dejó así las cosas. Lamentaba haber dejado pasar tanto tiempo sin tener trato con sus hijos. Se arrepentía de haber dejado decidir a Halldóra. Cuando crecieron, fueron ellos quienes lo buscaron. Para entonces, su hija se había metido en la droga. Su hijo había pasado ya por varias curas de desintoxicación etílica.
Sabía bien lo que quería decir su hija cuando le dijo que no estaba segura de poder aguantar. No se había sometido a tratamiento alguno. No había acudido a ninguna institución que pudiera ayudarla en sus momentos difíciles. Se había enfrentado a ellos sola, sin ayuda. Siempre se había mostrado reservada, dura y obstinada cuando se hacía referencia a su forma de vida. No consiguió deshabituarse a pesar del embarazo. Hizo varios intentos y lo dejó una temporada, pero no tenía suficiente fuerza de voluntad para dejarlo de manera definitiva. Lo intentaba, y Erlendur sabía que lo hacía con total sinceridad, pero era más fuerte que ella, y volvía a recaer. Erlendur ignoraba qué era lo que la había hecho tan dependiente de la droga como para que esta ocupara el primer lugar en su vida. No conocía las causas de su destrucción pero sabía que, de alguna forma, él la había decepcionado. Que de alguna forma él también tenía la culpa de lo que le había sucedido.
Había pasado muchas horas junto a la cabecera de la cama de Eva Lind cuando estaba sumida en el coma, hablándole, porque el médico le dijo que era posible que oyera su voz e incluso percibiera su presencia. Algunos días después recuperó la consciencia y lo primero que pidió fue ver a su padre. Estaba tan débil que apenas podía hablar. Cuando él llegó, su hija estaba dormida. Se sentó junto a su cabecera y estuvo esperando hasta que se despertó.
Cuando por fin abrió los ojos y lo vio, pareció que intentaba sonreír pero se echó a llorar, y él se levantó y la estrechó entre sus brazos. Ella temblaba en sus brazos; él intentó tranquilizarla, volvió a ponerle la cabeza sobre la almohada y le secó las lágrimas.
– ¿Dónde has estado todos estos largos días? -le preguntó, acariciándole las mejillas e intentando sonreír para reconfortarla.
– ¿Dónde está la niña? -preguntó ella.
– ¿No te han dicho lo que pasó?
– La he perdido. No me han dicho nada de nada. No he podido verla. No se fían de mí…
– Faltó poco para que te perdiera yo a ti.
– ¿Dónde está?
Erlendur había visto a la niña sin vida en el departamento de anatomía patológica, una niña que quizá se habría llamado Audur.
– ¿Quieres ver a la criatura? -preguntó Erlendur.
– Perdona -dijo Eva en voz baja.
– ¿Qué?
– Cómo soy. Cómo… la niña…
– No tengo por qué perdonarte por ser como eres, Eva. No tienes que pedir perdón por ser como eres.