– Claro que sí.
– Tu destino no lo decides tú sola.
– ¿Querrás…?
Eva Lind calló y se quedó exhausta allí tumbada. Erlendur esperó en silencio a que recuperase las fuerzas. Pasó un largo rato. Finalmente, Eva miró a su padre.
– ¿Querrás ayudarme a enterrarla? -dijo.
– Claro que sí -respondió él.
– Quiero verla.
– ¿Tú crees que…?
– Quiero verla -repitió Eva-. Por favor. Déjame que la vea.
Erlendur dudó, pero por fin se dirigió al mortuorio a buscar el cuerpo de la niña a la que mentalmente llamaba Audur porque no quería que careciese de nombre. La llevó envuelta en una toalla blanca por los pasillos del hospital, porque Eva estaba demasiado débil para levantarse y se la llevó a la unidad de cuidados intensivos. Eva cogió a su hija y la miró, y luego dirigió sus ojos hacia su padre.
– Es culpa mía -dijo en voz baja.
Erlendur creyó que se iba a echar a llorar, y se extrañó que no lo hiciera. En su rostro se dibujaba una calma que ocultaba el asco que sentía hacia sí misma.
– No hay nada malo en llorar -dijo Erlendur.
Eva lo miró.
– No merezco llorar -respondió.
Eva estaba sentada en una silla de ruedas en el cementerio de Fossvogur mirando al sacerdote echar una paletada de tierra sobre el ataúd, y su gesto delataba una dureza implacable. Con gran dificultad se levantó de la silla y apartó a Erlendur cuando este hizo ademán de ayudarla. Se santiguó ante la tumba de su hija y sus labios se movieron, pero Erlendur no supo si estaba luchando contra el llanto o rezando una oración en silencio.
Era un bello día de primavera y el sol rielaba en la superficie del mar, y se veía a algunas personas caminando por la bahía de Nauthóll para gozar del buen tiempo. Halldóra estaba a cierta distancia y Sindri Snaer al borde de la fosa, alejado de su padre. Difícilmente habrían podido estar más lejos unos de otros, un grupo roto que no tenía en común sino el sufrimiento. Erlendur pensó que la familia no se había reunido en casi un cuarto de siglo. Miró a Halldóra, que evité devolverle la mirada. Él no le dijo nada a ella ni ella a él.
Eva Lind volvió a sentarse en la silla de ruedas; Erlendur la ayudó a acomodarse y la oyó suspirar. -Mierda de vida.
El recuerdo de algo que había dicho el recepcionista arrancó a Erlendur de sus cavilaciones, y decidió pedirle explicaciones antes de olvidarlo. Se puso en pie, salió al pasillo y vio al hombre desaparecer en el ascensor. A Eva no se la veía por ningún sitio. Erlendur llamó al hombre, y este detuvo la puerta del ascensor cuando estaba cerrándose, salió y observó a Erlendur, que estaba ante él descalzo, en calzoncillos y con el edredón aún echado sobre los hombros.
– ¿A qué te referías cuando dijiste «por lo que ha sucedido»? -preguntó Erlendur.
– ¿Por lo que ha sucedido? -repitió el hombre, con gesto interrogativo.
– Dijiste que no puedo traer una chica a mi habitación por lo que ha sucedido.
– Sí.
– Te refieres a lo que le sucedió a Papá Noel en el sótano.
– Sí. ¿Cómo sabes que…?
Erlendur bajó la mirada, vio sus calzoncillos y vaciló por un instante.
– Yo participo en la investigación -dijo-. En la investigación de la policía.
El hombre lo miró sin ocultar un gesto de incredulidad.
– ¿Por qué enlazaste las dos cosas? -dijo Erlendur a toda prisa.
– No te comprendo -dijo el hombre, moviéndose con cierta inquietud.
– Es como si de no ser por la muerte de Papá Noel no hubiera habido ningún problema en que una chica estuviera en la habitación. Así lo dijiste. ¿Entiendes a qué me refiero?
– No -dijo el hombre-. ¿Yo dije «por lo que ha sucedido»? No lo recuerdo.
– Lo dijiste, sí. Que está prohibido traer chicas a las habitaciones por lo que ha sucedido. Creías que mi hija era una… -Erlendur intentó tratar el tema con el mayor tacto, pero no lo consiguió-. Creías que mi hija era una puta y viniste a echarla, porque habían asesinado a Papá Noel. Si no hubiera sucedido eso, no habría habido problema en traerse chicas a la habitación. ¿Permitís llevar chicas a las habitaciones? ¿Cuando todo va bien?
– ¿Qué quieres decir, con lo de «chicas»?
– Putas -respondió Erlendur-. ¿Hay putas paseando por el hotel, que se meten en las habitaciones mientras vosotros miráis para otro lado, excepto ahora, por lo que ha sucedido? ¿Qué tiene que ver Papá Noel con eso? ¿Está relacionado de alguna forma con el asunto?
– No tengo ni idea de qué estás hablando -dijo el hombre de la recepción.
Erlendur cambió de método.
– Comprendo que queráis ser prudentes ahora que se ha cometido un crimen en el hotel. No queréis llamar la atención hacia nada inhabitual o anormal, aunque se trate de algo sin especial importancia, a lo que no hay nada que oponer. Por mí, la gente puede hacer lo que quiera y pagar por ello. Lo que necesito saber es si Papá Noel tenía alguna relación con la prostitución en el hotel.
– No sé nada de prostitución. Como acabas de ver, comprobamos si hay chicas que andan solas y a su aire por las plantas. ¿De verdad era tu hija?
– Sí -respondió Erlendur.
– Me mandó a la mierda.
– Precisamente.
Erlendur echó el pestillo a la puerta de su habitación, se metió en la cama y se durmió enseguida, y soñó que los cielos esparcían su polvo sobre él mientras oía el chirriar de las veletas.
Segundo Día
5
El jefe de recepción no se había incorporado aún a su puesto cuando Erlendur bajó al vestíbulo, a la mañana siguiente, y preguntó por él. No había dado explicación alguna de su ausencia, ni había llamado para decir que estuviera enfermo o que necesitaba tomarse el día libre para atender algún asunto. Una mujer de unos cuarenta años que trabajaba en la recepción le dijo a Erlendur que ciertamente no era nada habitual que el recepcionista jefe no apareciera en el trabajo a su hora, porque era siempre muy puntual y resultaba incomprensible que no les hubiera llamado si necesitaba el día libre.
La mujer le contó todo eso a Erlendur como podía, mientras un empleado de la sección de Anatomía Patológica del Hospital Nacional le tomaba una muestra de saliva. Tres empleados de la sección recogían muestras de los empleados del hotel. Otro grupo fue a casa de los empleados que tenían el día libre. Dentro de poco, los técnicos de laboratorio tendrían muestras de todos los empleados actuales del hotel y las compararían con la saliva hallada en el preservativo de Papá Noel.
Los agentes de Homicidios estaban interrogando a los empleados sobre su relación con Gudlaugur y dónde estaban la tarde del día anterior. Todo el departamento participaba en la investigación del crimen, para recoger información y pruebas.
– ¿Qué hay de los que han dejado el trabajo recientemente, o de los que trabajaban aquí hace un año, más o menos, y conocían a Papá Noel? -preguntó Sigurdur Óli. Estaba sentado al lado de Erlendur en el comedor, viéndolo regalarse con arenque y pan de centeno, jamón frío, pan tostado y café humeante.
– Vamos a ver qué podemos sacar en limpio en esta primera fase -dijo Erlendur, sorbiendo el café caliente-. ¿Has averiguado algo sobre el tal Gudlaugur?
– No mucho. Parece que no hay mucho que decir de él. Tenía 48 años, soltero y sin hijos. Trabajaba en el hotel desde hace unos veinte años y durante mucho tiempo vivió en el cuartucho de ahí abajo. Parece que en su momento fue una especie de solución provisional, según me dijo el gordo ese del director. Pero también me dijo que no conocía bien el asunto. Nos recomendó que habláramos con su predecesor en la dirección del hotel. Fue este quien llegó a un acuerdo con Papá Noel. El gordo creía que en algún momento lo habían echado del piso donde vivía como inquilino, le dieron permiso para guardar sus cosas en ese trastero, y luego el asunto se fue eternizando y ya nunca salió de ahí.