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Al entrar en las oficinas de la Sociedad de Naciones me he encontrado a un muchacho de fino tipo sajón que estaba trabajando ante una gran mesa llena de papeles. Al ser presentados, me ha sorprendido su nombre Rockefeller.

—Sí —me dicen—; es el hijo del famoso multimillonario que ha sido enviado por su padre a la Sociedad de Naciones para que trabaje durante algún tiempo en sus oficinas y aprenda…

—¿Aprender… qué?

—Aprender, aprender…

Me es muy difícil explicar a un español qué es lo que se puede aprender en un ambiente como el de la Sociedad de Naciones. Seguramente, no se trata más que de una dificultad expresiva por mi parte.

A fines del siglo XVIII, un industrial inglés, Robert Owen, y otro francés, Daniel Le Grand, formularon por primera vez en el mundo la necesidad de una acción internacional para proteger a los trabajadores y fijar la jornada legal de trabajo.

Pese a todas las propagandas hechas en favor de esta idea, su realización no fue posible hasta que el Tratado de Versalles tuvo la aspiración de recoger las enseñanzas de la Gran Guerra, y al pensar en una paz universal fundada en la justicia, declaró que «la no adopción por una nación cualquiera de un régimen de trabajo realmente humano sería obstáculo para los esfuerzos de otras naciones, deseosas de mejorar la suerte de los trabajadores dentro de su propio país». El reconocimiento oficial de esta vieja idea dio el pretexto para que se crease la Conferencia Internacional del Trabajo, que se reúne una vez por año en Ginebra, y el Bureau Internacional du Travail, su órgano permanente.

No soy capaz de juzgar la eficacia de los centenares de convenciones y recomendaciones que, gracias a la labor de este organismo, han sido aprobados por los cincuenta y cinco estados que tienen en él su representación. No sabré decir en qué proporción han mejorado las condiciones de trabajo de los obreros de todo el mundo, pero, en cambio, puedo hablar, después de mi visita a Ginebra, de las condiciones en que trabajan los que han echado sobre sus hombros la tarea de hacer más humano el trabajo de los demás.

Con muy buen sentido, a mi juicio, han empezado por hacer humano y razonable el trabajo de ellos mismos. Por lo visto, han querido predicar con el ejemplo, cosa muy de estimar, precisamente porque no es nada frecuente en casi ningún apostolado. Aquí han empezado por llevar el trabajo de ellos mismos a un grado tal de perfección, que uno se imagina el mundo como el paraíso de los trabajadores el día que en todas partes se trabaje como en el Bureau Internacional du Travail.

La instalación de estos hombres que procuran por el bienestar de la humanidad trabajadora es magnífica. Un espléndido palacio, construido según todos los adelantos y provisto de todos los instrumentos de confort. Se levanta en una planicie rodeada de una zona protectora de arbolado, que aísla a sus moradores de toda molestia exterior y sirviéndole de fondo la lámina azul del Leman. En el interior hay patios conventuales en los que unas fuentecitas árabes hacen sonar la grata canción del agua, suntuosos salones con muebles para los que se han trabajado las mejores y más ricas maderas del mundo, calladas galerías de parquets encerados y gruesas alfombras y, finalmente, las celdas, claras, limpias, de luz tamizada, y muebles que son un prodigio de comodidad y orden, en cuyo retiro sienten la angustia universal del trabajo que mata a estos hombres beneméritos.

No recuerdo residencia de magnate ni mansión imperial que me haya dado una sensación de bienestar comparable a la que produce esta Oficina Internacional del Trabajo. Para levantarla, cada país ha contribuido con costosas donaciones. El Canadá envió sus más ricas maderas; Alemania, las vidrieras más artísticas que salieron de sus hornos; el Japón, los tibores más sorprendentes que labraron sus artífices; Inglaterra, sus hierros… España ha mandado un lienzo insoportable, de esos que el Ministerio de Instrucción Pública adquiere por compromiso. Se lo han colocado en la Sala de Juntas de los patronos. Por lo visto, España cree que los patronos de todo el mundo son tan insensibles a los crímenes artísticos como los suyos.

El conjunto es sorprendente. Por el ancho palacio saturado de calma discurre una verdadera legión de lindas mecanógrafas y de subalternos que descargan a los funcionarios de la parte penosa de la labor intelectual que se les encomienda. Todo está tan reglado, tan asequible, tan maravillosamente dispuesto, que uno piensa como una redención de su vida en poderse venir a una de estas celditas claras para hacer su dura labor diaria como un juego, como un deporte del espíritu.

Este amigo que viene de visitar la cuenca minera del Ruhr me dice:

—He bajado al pozo de una mina; en el fondo, a unos cien metros, he visto en el extremo de una galería a un minero que trabajaba. Estaba tumbado panza arriba, y con los pies en alto sostenía el bloque de carbón suspendido sobre su cuerpo, que penosamente iba desprendiendo poco a poco a punta de piocha.

»He visto a este hombre trabajando así y, silenciosamente, avergonzado, temeroso, me he alejado de él y he dicho a la Comisión de sociólogos que iba conmigo: «Vámonos, vámonos. No hablemos ni una palabra, no discutamos nada, dejarlo, dejarlo. Si este hombre ha de trabajar así, lo mejor que podemos hacer es no darnos por enterados, que trabaje lo que quiera. No vengamos aquí a la boca de la mina a soliviantarlo discutiendo sobre si debe trabajar en esa postura siete horas u ocho horas diarias. Mientras no se dé cuenta, que esté las que quiera; porque el día que se entere, el día que no quiera seguir, nos moriremos de frío en Berlín. Ya es un crimen tenerle ahí; si no somos capaces de impedir este crimen, no vengamos aquí a la misma mina a fingirle una compasión que no sentimos. Se puede enfadar, y pobres de nosotros, entonces. ¡Pobre del flamante Bureau Internacional du Travail!».

No comparto la opinión de mi amigo, que es en el fondo demasiado cruel, demasiado egoísta. Esta postura de avestruz, con la cabeza bajo el ala, que ante el infortunio de la clase trabajadora toma el mundo, no puede compartirse. Pero tampoco se puede aceptar esta linda colmena de burócratas, paraíso de sociólogos que a orillas del Leman, sueñan plácidamente con un remoto bienestar de los que hoy trabajan de una manera inhumana.

Ha surgido en el horizonte la monstruosa espina dorsal de los Alpes. Sobre la tierra llana y feracísima empiezan a ser frecuentes las lomas escalonadas como un oleaje de piedra. De vez en cuando, en el fondo de una cazuela, un pueblo. Es un pueblecito de veinte o treinta casas a lo sumo, por cuyas chimeneas salen otras veinte o treinta columnitas de humo, que en esta hora diáfana del amanecer, cuando la atmósfera está perfectamente en calma, ascienden limpiamente hacia el azul remoto. No corre el viento en este vallecito hondo y verde que las altas montañas protegen, y el humo quieto de los treinta hogares tiene para el viajero del aire una saudade encantadora.

Estamos volando, a través de Suiza, desde Ginebra hasta Zúrich.

El aeródromo de Ginebra tiene ya el tono de las grandes estaciones aéreas. Gran tráfico de viajeros, pero extranjeros casi todos; los suizos no viajan todavía más que montados en sus zapatones de terribles clavos. A la hora fijada exactamente se ponen en marcha los motores de los dos correos aéreos que parten esta mañana: el de Basilea-Hamburgo y el de Zúrich-Berlín.

Los dos aparatitos se remontan al mismo tiempo sobre el boscaje de la planicie ginebrina, por entre el cual las casas asoman penosamente sus tejados, y, juntos, avanzan sobre las aguas lechosas, densas del lago Leman, que ya a esta temprana hora surcan frecuentes barquitos con las velas hinchadas por el airecillo que se va levantando con el día. Aun desde el avión, desde donde se abarca por completo este pacífico y burgués lago de Leman, bañera de los ginebrinos, tiene empaque de mar.