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Los dos correos aéreos siguen marcando al unísono de sus motores, a idéntica altura, con la misma velocidad. La sensación de seguridad que da el ver marchar isócronos a esos dos aparatitos sobre la bocaza verde del lago es absoluta.

Un poco más lejos, los viajeros del correo de Hamburgo nos saludan agitando sus pañuelos desde el interior de la cabina, vira un poco el juguetito niquelado y va a perderse en la garganta de dos altas montañas, por entre las que se aventura gallardo.

Nuestro piloto continúa por la vasta llanura, donde la vegetación es cada vez más fuerte. Se diría que en este sitio a la tierra le ha salido unas barbazas terribles. Las masas de verdura lo ciñen todo estrechamente.

Un pueblecito. Circundándolo, metiéndosele calles adentro hasta los patios y las plazas, el magnífico boscaje. El planeta tiene aquí una cara amable de buen viejo barbudo, harto distinta de la cara adusta que nos pone a nosotros en Castilla.

Protegiendo este vergel, se ve a lo lejos la cadena de los Alpes semejante a esas montañas de espuma que levantan las lavanderas, o más bien a esa barrera de chantilly que las amas de casa ponen alrededor de sus fuentes de natillas.

Ninguna impresión de grandiosidad. Suiza es exactamente un plato compuesto; el Montblanc, un merengue mucho peor hecho que los que hacen los confiteros.

El sentimiento sublime del paisaje se ha perdido por completo. Ya el hombre podía enfrentarse serenamente, sin aquel terror primitivo, con las grandiosidades de la Naturaleza, pero el avión ha acabado de humanizar las cosas. Se temía y respetaba al Montblanc cuando era inaccesible, cuando aún no estaba superado, cuando desde su arranque el hombre tenía que considerarlo inconmensurable, cuando vencerlo era un prodigio reservado a los héroes. Ahora, no. El Montblanc humilla su crestería por debajo de esa maquinita brillante, dentro de la cual, el espíritu más ruin del más ruin burgués de Europa puede superarlo. Nada de admiración por la Naturaleza. De tú por tú, sencillamente. El Montblanc no es más que una pella de chantilly.

El lago empieza a estrecharse y termina en un canalillo insignificante. En la vasta planicie surgen los pueblecitos a docenas. Ha habido un momento en el que he contado cerca de un centenar de pueblos dentro del radio visual que me consiente la altura del avión. Los pueblos suizos son en él tapiz de verdura, cada vez más apelotonada, como el centro de una estrella, cuyas puntas, que son las carreteras, se alargan hasta unirse con las puntas alargadas también de otras estrellas.

El paisaje es sencillamente hermoso. Haciendo presa en los bosques de un color verde oscuro, los pueblecitos rojos y grises; toda la gama del verde al amarillo en los sembrados, azul añil en el cielo, que es azul lechoso en el lago, y al fondo la blancura radiante de la nieve en las crestas de las montañas.

A veces, sobre el valle, entre el lago y las montañas, aparece inmóvil una nubecilla alargada y transparente, que corta en sentido horizontal el paisaje. Más adentro, estas tenues vedijas se consolidan, y hay momentos en los que el avión se mete en una zona brumosa, que da al paisaje un aspecto sideral. Sucesivamente pasamos sobre Lausana, Friburgo, Berna. ¡Qué bonitas estas ciudades, que crecen en las márgenes de un río de cruce tortuoso! Los caseríos, apretados, se ciñen a las revueltas del agua que lame los cimientos de los edificios más valientes, y todo ello ofrece el espectáculo de la conquista del río por su enamorada la ciudad. ¡Qué emocionantes estos abrazos de un río a su ciudad! Se piensa con gratitud en el pastor nómada a quien se le ocurrió el primero plantar su tienda en este remanso de la corriente.

La distancia va envolviendo los Alpes en una túnica de vaho. La selva se apelotona cada vez más y hay que pensar que aquellos caminillos estrechos, abiertos en ella, se han logrado ya heroicamente, a hachazo limpio. Es ya una vegetación tan fuerte, que da rabia.

Empiezan a verse las agujas góticas alanceando el azul. A medida que nos acercamos a Alemania, la tierra se hace más oscura y más fuerte. Surge de nuevo el oleaje de las lomas y el avión gruñe cada vez más enfadado para poder ganar la altura necesaria. Frente a nosotros hay una barrera de montañas cuya línea sinuosa se recorta en el azul como el filo de un serrucho. A esta altura no pueden subir ya los árboles, y la tierra aparece desnuda, calva, con la osamenta de piedra al descubierto.

Cuando estamos sobre la cresta más alta de esta barrera montañosa, surge como por arte de magia un paisaje maravilloso. En la otra vertiente, la montaña está cortada a pico, y en la base de esta imponente muralla se abre una planicie verde, fresca y jugosa. Recostada, indolente al pie del llano, Zúrich.

Su aparición súbita en el momento en que se sobrepasa la montaña es inefable. Cuando el avión llega a la cúspide de la montaña, el piloto hace callar el gruñido fatigoso del motor, y suavemente planeando, como una gaviota, el pájaro metálico vuela en espiral sobre el caserío de Zúrich y se abate suavemente sobre el tapiz verde que la ciudad ha extendido para recogerle.

En el aeródromo, mientras una muchachita nos descubre con su ternura germánica la importancia que todavía, y a pesar de todo, tiene el ser español, la cabina del avión se llena de alemanes, que van, como nosotros, camino de Berlín.

PANORAMA GERMÁNICO

Esta casa de la Tauentzienstrasse donde me alojo tiene un tic nervioso. Cada siete minutos sacude su osamenta de acero un estremecimiento que hace vibrar los cristales de su ventana y quiebra la columnita de humo de mi cigarrillo. Todavía no he podido averiguar qué tren subterráneo conmueve sus cimientos, qué formidable autobús hace vacilar su fachada o qué ferrocarril aéreo se le mete por la barriga. Alemania tiene la más vasta red de ferrovías que hay en el mundo, y Berlín es una ciudad agujereada por esos centenares de trenes que llegan, taladrando viviendas, hasta la entraña misma de la urbe. Esta situación de ciudad perforada, ensartada por las lanzaderas de los trenes constantes es lo más característico de Berlín. El símbolo berlinés más claro es un volante y una biela en movimiento.

Los berlineses están muy orgullosos de esta dominación de la mecánica. Es su gran superstición. Durante muchos meses se han hecho exhibiciones en todos los cines de Berlín de una película titulada Berlín 1928, hecha a base de reproducir la vida berlinesa de todo un día por medio de la mecánica característica de cada aspecto de la ciudad. Se aspira a dar una sensación total de Berlín con la sucesión cinemática de ruedas, émbolos, poleas, bielas, motores, etc. El operador cinematográfico, para buscar el alma de Berlín 1928, ha metido el objetivo en el corazón mismo de las máquinas, en los sitios donde los engranajes son más complicados. La vida de la ciudad, desde el amanecer, cuando empiezan a rodar por las calles las máquinas de la limpieza pública hasta la hora más avanzada de la madrugada, cuando los trenes rasgan el silencio de la noche, está representada exclusivamente de una manera mecánica. Los berlineses pasan aprisa por esta película, cogidos en este fabuloso engranaje, y en cada escena de la vida ciudadana es el ritornelo del volante y la biela lo que domina.

Cualquiera que no sea un alemán, ve en seguida la pobreza espiritual de este absoluto dominio de la mecánica. Si Berlín no fuese más que ese constante voltear de ruedas dentadas, sería cosa de volverse loco. Afortunadamente, entre los intersticios de la colosal maquinaria, hay una masa blanda de humanidad que hace tolerable la existencia entre el tráfago de los trenes, los tranvías, los ascensores, los cien mil artefactos mecánicos que de minuto en minuto van condicionando nuestra existencia.

Lo curioso es que los intelectuales alemanes, los artistas, los escritores han llegado también a sugestionarse por este absoluto dominio de la mecánica, y se da el caso extraordinario de que se niegan a sí mismos, se abren la barriga voluntariamente ante este ídolo nuevo del maquinismo.