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«La representación de la vida —dice en un artículo este literato que ha confeccionado el film de Berlín 1928— no necesita, para nada, de otros elementos que la mecánica.» «Para dar la impresión neta de Berlín —agrega— me basta con apresar sus movimientos y reproducirlos. No necesito en absoluto ninguna colaboración de índole espiritual. Hoy la emoción artística no se consigue con elaboraciones metafísicas, sino con manifestaciones cinemáticas. Es decir, nada de literatura; mecánica».

Me parece explicable que un escritor o un poeta berlinés, cogido por esta gran civilización mecánica, rinda la exigua fuerza de su espíritu ante esta superstición. Lo que no concibo es el auge de este sentido cinemático de la vida en París, Roma o Madrid. Se necesita ser tan idiota como Marinetti para rendirse así a una cosa inferior.

Creo que, por el contrario, el hombre de verdadero espíritu, el que tiene la plena conciencia de que, a pesar de todos los prodigios de la técnica, son las fuerzas puramente espirituales las que rigen el mundo, afirma su personalidad precisamente cuando se siente rodeado de ese estrépito de la mecánica.

Un caso curioso. Se trata de una de las grandes figuras del industrialismo alemán: el profesor Junkers.

La Casa Junkers es hoy una de las más fuertes de Alemania; sus fábricas de aviones, desbordando el territorio germánico, se extienden por Suecia e Italia; millares de obreros y centenares de ingenieros trabajan en la producción de nuevos tipos de aviones, y en otras cien máquinas distintas, a las órdenes de Junkers. Conociendo la vastedad de la empresa, uno se imagina a este hombre, Junkers, como un sujeto extraordinario, dotado de un cerebro nuevo, de nueva forma, el cerebro del capitán de industrias, del ingeniero, del mecánico, cerebro maravilloso, lleno de matemática que los pobres literatos envidian. De Junkers, como de Ford, como de todos los hombres de este tipo, se llega a hacer un mito.

Sin embargo, la realidad es bastante consoladora. Junkers, por ejemplo, es un tipo admirable, eso sí, pero radicalmente distinto de como se lo imaginan esos idólatras del maquinismo. Es, sencillamente, un tipo cuya consideración yo quiero brindar a Ricardo Baroja. ¡Cuántos sujetos como Junkers, exactamente como Junkers, han desfilado por aquel laboratorio de inventos que en su juventud tuvieron los Baroja!

Junkers —y creo haber hecho con esto su máximo elogio— no es un inventor serio; ni siquiera un profesor serio. Tengo incluso la sospecha de que desconoce la técnica más elemental. Junkers es pura y simplemente un inventor como aquellos de Paradox Rey. Es decir, un literato.

Es un literato que, en vez de escribir, holgazanea con las manos metidas en los bolsillos por su habitación, fantaseando, discurriendo cosas absurdas e insensatas, exactamente igual que un folletinista. Una mañana piensa que los aeroplanos se incendian con demasiada frecuencia y duran poco porque están hechos con materias frágiles y fácilmente inflamables. ¿Por qué no hacerlos absolutamente metálicos? Él no se mete en más honduras. Para eso tiene un timbre en su despacho y una legión de ingenieros a sus órdenes. Los ingenieros trabajan humildemente en su técnica y sirven al profesor Junkers el avión absolutamente metálico que su fantasía había previsto. Otra vez, el profesor Junkers se entera por su mujer o por su criada de las dificultades con que se tropieza en las casas para preparar rápidamente un baño de agua caliente. El hombre da vueltas a la cosa y propone cinco, seis, diez soluciones; las mismas que se le ocurrirían a usted, lector. Los técnicos de la calefacción van ensayando las fantasías del profesor hasta que una de ellas resuelve el problema. Y Junkers se hace millonario y la humanidad puede bañarse en agua templada con unos céntimos y unos minutos de economía.

Eso es todo; no hay más. En este progreso material que subyuga hoy a los hombres de más fina espiritualidad, no hay más que esto. Unos millares de humildes trabajadores, gente sin ningún valor espiritual fuera del ejercicio de su técnica, y en la punta, un profesor arbitrario, un inventor tan pintoresco como aquellos que frecuentaban los Baroja, un proyectista. En definitiva, un literato.

Afortunadamente, a pesar de todas las fuerzas ciegas que nuestra civilización ha desatado, son estos tipos, es decir, los hombres sencillamente inteligentes, los que gobiernan el mundo.

—El alemán de dieciocho años es como un dios joven; a los treinta y cinco años el alemán es como un cerdo —me dice madame mientras contemplamos maravillados el magnífico espectáculo del Wellenbad.

Este baño de ola artificial del Luna Park de Berlín —como no hay otro igual en Europa— es sorprendente. En el fondo de una enorme piscina, dispuesto en forma de rampa, una potente maquinaria agita constantemente el agua lanzándola en oleadas hacia la parte más elevada de la rampa, que forma una especie de playa. En torno a esta gran piscina, todo está dispuesto como en un cabaret. El público se acomoda en las mesitas que rodean la playa artificial y cena o bebe champán en compañía de los bañistas. Al lado del caballero de esmoquin, la señorita en maillot exhibiendo casi absolutamente desnudo su cuerpo irreprochable.

Dentro del agua, hombres y mujeres fraternizan con una libertad de movimientos que un latino no comprenderá nunca. Esta indiferencia, por lo menos aparente, que el tipo germánico tiene ante las sugestiones eróticas, le permite entregarse limpiamente, graciosamente, a toda clase de juegos y escarceos sensuales entre individuos de los dos sexos.

Una muchachita adolescente está metiendo poco a poco sus piececillos en el agua, temerosa del frío. Erguido el cuerpecillo frágil bajo el somero maillot, mira con sus ojos claros el fondo de la piscina, en la que no se atreve todavía a meterse. De improviso, un mocetón de pelo en pecho la levanta en vilo y la zambulle en el agua. La muchachita da un grito de espanto e intenta ganar la orilla, pero el mocetón vuelve a cogerla entre sus brazos musculosos y tira de ella hacia dentro. Resbalando entre los brazos de él como una anguila, la adolescente escapa una vez y otra riendo, gritando. Más ágil, logra zafarse y arriba a la playa, chorreando agua, sofocada. Entonces son dos, tres mocetones los que se precipitan sobre ella y, cogiéndola por los pies y la cabeza, la sumergen una y otra vez en el agua, hasta que se cansan y la abandonan medio asfixiada. La chica se levanta entonces, se estira cuidadosamente el maillot y se lanza impetuosa contra los muchachos, sonriendo enardecida. Esta lucha se repite una y mil veces con gran alborozo de hembras y varones.

Pero una vez, uno de aquellos bárbaros ha levantado en alto a una adolescente como un nardo, y al dejarla caer en el agua le ha dado un golpe contra el borde de la piscina. La muchachita se levanta renqueando y, como un animalillo herido, se va a un rincón a curarse su patita mientas los demás siguen indiferentes su algazara.

Madame dice que no le es grato este espectáculo. A madame no le es grato, en general, el espectáculo de Alemania. Me fue de un valor inapreciable durante mi estancia en Alemania el tener frecuentemente a mi lado esta piedra de toque de la sensibilidad latina que es esta señora parisién de treinta y cinco años, tan en sazón, tan ponderada y aguda, que en cada momento de estupor producido en mí por las sugestiones germánicas, sabía poner el contrapeso de su ironía francesa.

Madame vive hace mucho tiempo en Alemania y conoce bien a los alemanes. Sigue siendo, sin embargo, absolutamente francesa; es más, creo que su aguda sensibilidad latina se ha exacerbado en vez de embotarse al contacto con estas grandes masas de humanidad que forman Alemania, y así, madame es el fiel contraste más implacable que yo podría encontrar aquí.

Tengo por esta señora francesa, espiritual, aguda, hipersensible, que vive en Alemania, una conmiseración sin límites. Si se sienta a la mesa madame, con su fino paladar francés, no podrá soportar las grasas y la harina de la cocina alemana; si sale a pasear, sus ojos, acostumbrados al tono discreto de los bulevares, a esa pátina encantadora de París, se sentirán heridos por estos colores radiantes que tanto gustan en Alemania, donde todo está recién pintado, barnizado y pulido; hasta en sus momentos de alegría, después de unas copas de Burdeos, se sentirá agredida por la alegría estruendosa, llena de risotadas y manotazos de estas espléndidas mujeres germánicas ahítas de cerveza y de kirsch.