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Esta sensación de estar siempre dominada, vencida por una fuerza superior a la de su fina espiritualidad latina, debe pesar dolorosamente sobre el ánimo de madame. Sus gracias francesas, tan de boudoir, su esprit, su chic de mujer ya un poco pasada que acendra su feminidad y quintaesencia sus encantos, se borran por completo ante la aparición de cualquier alemanita adolescente que, cándidamente desnuda, ofrece en el Wellenbad el maravilloso espectáculo de su carne joven y fresca.

No importa que madame finja ojeras como lirios y manos como nardos. Esta Fräulein de diecisiete años, que tiene la cara curtida por el viento frío de los lagos y las manos bastas por el deporte, sabe dejarse besar tan limpiamente, que, más bien que caricia de mujer, parece merced de diosa su abandono.

La luz cruda de Berlín es fatal a madame. En estos parajes desnudos, desolados, de ciudad a medio construir que tiene Berlín, se ve netamente el artificio de madame, su maquillaje, el punto vulnerable de su silueta.

Pero madame se venga fácilmente.

—Vea usted —me dice señalándome una masa gigantesca de carne que en este momento sale de la piscina con la cara enrojecida, los ojos ribeteados, resoplando, gruñendo—. Todas son así —agrega—; tienen un momento maravilloso en la vida: el de la pubertad; la gracia que les da la Providencia. Después, como no saben, como no tienen espíritu, se convierten en esa cosa monstruosa que sale bufando de la piscina en este momento, incapaz de comprender que debía ahorrar a la humanidad el espectáculo de su cuerpo grasiento y deforme.

Yo no comparto en absoluto la opinión de madame. No soy, como español, el antípoda espiritual del alemán que es el francés, y advierto netamente, a través de lo que madame llama la barbarie germánica, ese fondo de blanda humanidad tan cálido, tan emocionado que hay en la gente alemana.

Y, sobre todo: ¡Es tan grato el espectáculo de esta pujante juventud!

El Ku-Ka o Kunstler Kafee (Café de los Artistas) es un pequeño cabaret en el que se reúnen de ocho a doce de la noche hasta un centenar de personas. Este público del Ku-Ka está formado por gente de la más humilde y sencilla burguesía; burócratas, comerciantes, pequeños industriales, algún modesto propietario. Este público prudente y sensato, viene, sin embargo, al Ku-Ka para presenciar regocijado un espectáculo que en España horrorizaría al más comprensivo burgués.

En el centro del Ku-Ka hay una tarima y un piano. Mientras la gente toma tranquilamente su café, esta tarima es asaltada sucesivamente por los tipos más explosivos de Berlín: poetas, filósofos, polemistas, recitadoras, calculistas, actores, actrices, cancionistas, bailarinas, negros, amarillos, cobrizos, todos los exotismos de raza o de intelecto. Todos estos tipos suben a la tribuna libre del Ku-Ka a lanzar una bomba; son artistas en formación, en agraz, gente agria y detonante que quiere, ante todo, llamar la atención. Ya se sabe por los pequeños burgueses del público que cada muchachito de estos que salta a la tarima lleva un petardo en el bolsillo.

Esta noche se ha plantado de un salto delante del piano un judío joven, un inconfundible judío, ya un poco en arco el cuerpo a pesar de su juventud, pálidos, brillantes los ojos negros, corva —cómo no— la nariz. Con las manos metidas en los bolsillos del esmoquin, ha paseado la mirada por el auditorio con ese mecer la cabeza característico de los judíos, y se ha puesto a recitar. Es una poesía suya contra la juventud deportista. A este pequeño judío le molesta el deporte, el sentido deportivo de la existencia. Y arremete bravamente, más que contra quienes practican el deporte físico, contra quienes hacen de él poco menos que un sistema filosófico y una escuela literaria. Me dicen que este joven poeta está en la vanguardia literaria alemana y, aunque desconocido todavía del gran público —al Ku-Ka no vienen más que los inéditos—, goza ya de cierto prestigio como representante de una reacción contra el sentido deportivo del arte.

El honrado público del Café de los Artistas aplaude al judío, que se envalentona con las ovaciones, levanta el espolón de su nariz y recita de nuevo. Es una agria poesía contra la iglesia erigida a la memoria del káiser Guillermo en la Auguste-Victoria Platz. Esta iglesia, situada a cien metros del Ku-Ka, es uno de los monumentos más artísticos de Berlín; enclavada en el centro de la urbe moderna, entre la Kurfürsterdamm y la Tauentzienstrasse, es, realmente, con su arquitectura gótica del florecimiento, reforzada con elementos románticos, un claro símbolo del imperialismo subsistente hoy en el corazón de Berlín.

A nuestro pequeño judío le molesta la supervivencia de este símbolo en el Berlín de la República, y quiere destruirlo. Arremete contra él, no con grandes palabras demoledoras, sino arteramente; la iglesia estorba. Hay que derribarla, sencillamente, porque dificulta el paso de los tranvías y los taxis. La Alemania de hoy no puede consentir a la Alemania de ayer esa pequeña molestia de tener que dar la vuelta alrededor de una iglesia. Esta iglesia —dice— no es nuestra: es del káiser Guillermo; se erigió a su memoria; debemos, pues, mandársela, piedra a piedra, para que en su destierro se entretenga en jugar con los sillares de piedra como juegan los niños con sus cuadraditos de madera.

El desprecio hacia el kaiserismo que esta poesía rezuma, produce entusiasmo indescriptible entre el público de burgueses del Ku-Ka. Se aplaude frenéticamente al pequeño judío enemigo del káiser con tanto fuego, que uno se queda sorprendido un momento, incapaz de reconocer en este pueblo al pueblo de antes de la guerra, del gran tiempo, como los alemanes mismos dicen.

Después de escuchar estas explosiones de júbilo antiimperialista a un público de burgueses alemanes, yo estaría absolutamente convencido de que en Alemania se había operado la revolución más grande que registra la Historia si no hubiese sido por el recuerdo de una pintoresca anécdota que hace poco me contaba un amigo valenciano.

Se celebraban elecciones en Alicante, y un famoso hombre de ciencia alicantino había presentado su candidatura. Para defenderla convocó a un mitin al que acudieron diez, doce, quince mil personas. Hizo su discurso el candidato, y al final quiso conmover a sus paisanos relatándoles cómo en cierta ocasión se había encontrado en el tren, camino de Madrid, a un viejo repúblico por cuya venerable faz corrían abundantes lágrimas a medida que se alejaban de Alicante.

Quiso el que ahora era candidato a diputado participar de su dolor, y le interrogó sobre la causa que tuviera.

«Soy —dijo el acongojado caballero— Maisonnave, ex ministro de la República; he consagrado mi vida al bienestar de mi patria y principalmente al bienestar de mi ciudad, Alicante. Lloro porque acabo de ser derrotado en unas elecciones precisamente en Alicante, donde yo había sembrado lo mejor que había en mí».

Esta anécdota que el nuevo candidato alicantino contó a sus electores produjo tal emoción, que las diez, doce, quince mil personas que le escuchaban prorrumpieron en un grito unánime: «¡No! ¡No!». Aquellas buenas gentes alicantinas, tocadas en lo más vivo del sentimiento regional, estaban dispuestas a rasgar sus vestiduras y vociferaban jurando dar el triunfo al candidato alicantino por encima de todas las cosas.