En efecto, se celebraron las elecciones y el alicantino obtuvo siete votos, ni uno más.
Después del poeta judío antiimperialista ha subido a la tribuna un negro. Este negro es también enemigo personal del káiser. Cuenta, en desprestigio del kaiserismo, unos chascarrillos grotescos que acompaña con su expresiva mímica negra. La gente ríe estas burlas a mandíbula batiente. No hay en toda la sala ni un signo de desagrado, ni siquiera una actitud indiferente. Todos son felices cuando alguien sale a ridiculizar al viejo emperador.
Sin embargo, he podido hacer una observación: los alemanes se divierten, eso sí; pero los que arremeten contra el viejo imperialismo no son nunca alemanes: judíos, negros, esclavos… Me falta ver al alemán. Mientras tanto, no olvidaré la lección de prudencia que dieron los alicantinos a su candidato.
Finalmente, ha subido al estrado del Ku-Ka una muchachita que también ha dicho su poesía; ésta, con un acento angelical. Esta muchachita poetisa escribe y recita ella misma unos versos dulcemente irónicos contra las jovencitas de su tiempo, contra las que, usando la fraseología madrileña, llamaríamos «las niñas pera» de Berlín.
El principal pecado de que esa cándida poetisa acusa a sus compañeras es el de desvío para con el hombre. Las «niñas pera» de Berlín se entregan cada vez más fervientemente al amor sin objeto, al safismo, y este pecado, cuya prosperidad nos deja a nosotros varones tan desairados, era descrito por la joven moralista tan al vivo, con tan amorosa deleitación, que no pude menos de ruborizarme mientras a mi lado un honrado padre de familia, con su respetable esposa y sus tiernas hijas, aplaudía satisfecho la sátira de la poetisa.
Cada vez estoy más convencido de que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud.
Al mes de estar danzando por Europa, uno no sabe si conserva o ha perdido aquel estricto sentido de la moralidad pública que se tiene en Celtiberia. Me parece interesante hablar de la mala vida en Berlín; pero así como un periodista francés puede ir a España y contar después en París, sin escándalo de nadie, la vida del hampa y las aberraciones sexuales de los españoles, no sé hasta qué punto será prudente hablar en España de análogos aspectos de la vida berlinesa.
Vaya por delante la afirmación, que creo de justicia, de que Alemania es el país de menos prostitución que conozco. Esta buena gente alemana tiene un tan alto sentido de la dignidad humana, es en el fondo gente tan honesta, que el triste espectáculo de la prostitución femenina está casi totalmente suprimido. El alemán tiene resuelto el problema sexual de una manera que pudiéramos llamar honesta, familiar. La vida de sociedad, el desapoderado amor a los «locales» que tiene el alemán ha ensanchado el círculo familiar, y chicos y chicas, conviviendo a todas horas, cumplen naturalmente los dos términos del precepto divino. Algún que otro disgustillo doméstico, y adelante. A pesar de todo, la gente es mucho más casta de lo que un celtíbero encelado puede imaginar.
Pero, por fuera de la órbita natural del amor tan netamente descrita por la patriarcal sencillez germánica, queda una zona turbia de sexualidad que deriva hacia el homosexualismo, cada vez más extendido en Berlín.
Me dicen que este vicio tuvo su periodo culminante en lo que los alemanes llaman «el gran tiempo», la Alemania exuberante de antes de la guerra. Fue, según parece, una secuela del militarismo; Alemania era un cuartel, y por entre la férrea disciplina de los cuarteles, el apetito sexual se torcía y deformaba para ir a dar en el homosexualismo. Este es hoy una institución, por lo visto, tan respetable como cualquier otra. Los homosexuales tienen en Berlín sus casinos, sus cabarets, sus periódicos. He quedado sorprendido repasando varias publicaciones homosexuales de las que están llenos los quioscos, en las cuales se defiende con argumentaciones de carácter científico y hasta religioso esta aberración.
Han llegado algunos tipos de homosexuales a tal grado de perfección en este anhelo de emular y superar a la mujer, que el tenorio callejero tiene que tener un exquisito cuidado en sus escarceos, porque pueden ocurrirle lamentabilísimas equivocaciones. La Policía consiente a los homosexuales andar por las calles de Berlín disfrazados de mujer, con la sola condición de que el disfraz sea tan perfecto que no se advierta la superchería.
A todos los extranjeros que pasan por Berlín se les brinda la ocasión de ir a visitar el típico cabaret de homosexuales: El dorado. Es un cabaret exactamente igual a todos los demás —tan aburrido y triste como todos—, con la sola diferencia de que las tanguistas que merodean por los palcos y se lucen en el parquet no son mujeres. Hombres, yo no puedo asegurar que lo sean.
Las estrellas de la danza que actúan en este cabaret son igualmente de ese género neutro que la civilización produce con tanto refinamiento y perfección. Uno las ve danzar artísticamente, semidesnudas, y se asusta un poco al pensar que también esto es una cuestión puramente metafísica.
La mujer, por su parte, al mismo tiempo que el hombre, se entrega a idéntica aberración. El espectáculo que estas chicas «equivocadas» —llamémoslas así— dan en los sitios públicos, no por frecuente y tolerado en Berlín, puede referirse circunstancialmente en España. Ya he dicho que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud.
Estos casos de anormalidad sexual que se dan en todas partes y son tan viejos como el mundo no merecerían siquiera un comentario si no fuese porque su porcentaje es tan elevado, que toman ya la categoría de hecho social. Los hombres de ciencia alemanes no se empeñan en desconocerlos ni los ocultan. Por el contrario, hay una formidable acción científica encaminada a la corrección de estas anormalidades, atacándolas tan de frente, con tanta claridad y crudeza, que al recordar por contraste la pudenda intervención del Gobierno español en aquel malogrado curso de Eugenesia que se intentó en Madrid, se piensa en que este Gobierno y estos hombres de ciencia están locos o en España somos gente de una hipersensibilidad moral.
Hace poco se hizo en Alemania un ensayo que en España hubiese producido espanto. El problema de la inutilidad de los correccionales para jóvenes estaba en pie, y, secundando la teoría defendida por prestigiosos hombres de ciencia de que únicamente la satisfacción del apetito sexual normalmente podía volver a la normalidad a los incorregibles corrigiendos, se ensayó un sistema de correccionales, mixtos. Me dicen que el ensayo fue desastroso y tuvo que ser suspendido. Pero es igual; los hombres de ciencia abordarán mañana el problema por otro procedimiento cualquiera no menos aventurado y heroico. Hay, a toda costa, que librar a este pueblo joven de estas terribles taras sexuales cada vez más difundidas.
Los crímenes de origen sexual son cada vez más frecuentes en Berlín. El sadismo y el masoquismo se practican con una intensidad que da espanto. Por las calles céntricas, apenas entrada la noche, discurren, con distintivos disimulados en el traje, cuyo significado todo el mundo conoce, hombres y mujeres que van formulando tristes proposiciones de sadismo y masoquismo a los transeúntes. Se dirá que esto podía evitarlo la Policía. Es inútil. En la exposición de Policía que se celebró últimamente en la capital alemana había un verdadero museo de aberraciones sexuales, terribles aparatos de tortura en los que gemía esa carne restallante de un pueblo demasiado fuerte que necesita el espoleo de su sensualidad a toda costa. La Policía prefiere tener todo esto ante sus ojos, controlarlo hasta cierto punto, antes que sumergirlo con sus persecuciones en un ambiente criminal.
Es una de las tristes herencias de la guerra, que tardará mucho en liquidarse.
Lo más sorprendente de la guerra europea es que, en apariencia, ha sido olvidada por completo. Parece como si la conciencia de las gentes atormentadas por aquella monstruosidad de cuatro años la repudiase y se la hubiese arrancado deliberadamente de la memoria. Es un fenómeno curioso. De la guerra europea no ha quedado memoria; como si no hubiera existido. Esta ruptura con un pasado bochornoso que recuerda esas grandes lagunas abiertas en la historia de los pueblos siempre a raíz de un cataclismo es la sanción que la humanidad pone a sus épocas terribles. Ni memoria de ellas. Algo de lo que debe haber pasado en Asia.