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Al día siguiente de terminar la guerra, la gente se puso a trabajar y a divertirse como si no hubiera pasado nada. Es curioso este afán de diversión, de goce sensual, despertado en el mundo inmediatamente después de la guerra. El único pueblo que después de la conflagración mundial quedó con ánimos para continuar el proceso espiritual que aquélla había provocado ha sido Rusia. Pero en los pueblos del centro de Europa se ha hecho borrón y cuenta nueva. Los que estuvieron en las trincheras lo han olvidado todo. Ni siquiera se habla de aquello. Antiguamente el recuerdo de las guerras se mantenía en el rescoldo de los hogares, se contaban una y mil veces las hazañas, se rendía culto a los héroes, se les tenía presentes a toda hora. Nada de esto hay después de la gran guerra. Como si fuera un acontecimiento de hace dos siglos. A nadie le ha quedado el orgullo de su heroicidad. Es más; he notado siempre un invariable gesto de disgusto en cuantos tomaron parte en la guerra tan pronto como se habla de ella.

No se quiere nada con aquello. A trabajar y a obtener con el producto del trabajo el mayor bienestar posible; pero sin preocupaciones. Trabajar y gozar.

En Berlín esta aspiración llega al frenesí. La gente trabaja aprisa para gozar aprisa, para divertirse. Comer bien, beber, amar, hacer negocios, dinero, lujo, pieles, perlas, bienestar material; nada más. En aquel ambiente yo recordaba al grupo de mis amigos de España tan enfrascados en sus problemas de conciencia. Pero no encontré nada semejante en toda Europa, donde la gente ha prescindido de muchas cosas que la posguerra ha considerado superfluas. La vida es dura y hay que andar suelto y con las manos libres para ganarla y hacerla amable. Una casa confortable tiene mucha más importancia que una consecuencia ideológica; una hora de jazz-band con una muchachita graciosa y despreocupada vale más que el más alquitarado deliquio amoroso.

Yo he visto al público de Berlín reír a carcajada limpia ante una película de hace veinte años, representada ahora con curiosidad histórica, en la que se planteaban aquellos pavorosos problemas de conciencia que tenían tan embarazada a la gente. A medida que desfilaban por la pantalla aquellas viejas escenas de seducción de una muchacha, de desesperación de los padres por el deshonor que caía sobre sus cabezas, de sacrificios, de actitudes heroicas ante el Destino, de tristezas y dolores, un desenfadado causeur, colocado junto a la pantalla, iba ridiculizando aquellas viejas preocupaciones con gran júbilo de este público berlinés de 1928, que se preguntaba sorprendido cómo se podía ser así aún no hace más que veinte años.

La fisonomía de Berlín responde exactamente a este sentido de la vida. En cada esquina hay un cabaret, un casino, un café o un restaurante, donde una multitud ávida de comer, beber, bailar y divertirse consume todas las horas que el trabajo cotidiano le permite.

El efecto de este prurito sensual de la gente después de la guerra ha sido la democratización de los placeres burgueses. Así como en los cabarets de lujo —el Casanova o el Valencia— beben y gozan los grandes industriales, los aristócratas y los terratenientes, en el Europa-Haus o en el Wilhelm-Halle beben y gozan las mecanógrafas, los oficinistas y los obreros. Salvo pequeñas diferencias de calidad, a mucha costa conseguidas, el champán que bebe esta hija de salchichero, vestida con el empaque de una damita aristocrática, es el mismo que bebe este viejo duque español de las patillas que va derrochando su dinero; el mismo camarero de impecable frac que sirve su cocktail al nieto del ex káiser, enciende ceremonioso el cigarrillo del tranviario.

El aspecto de estos formidables locales donde se satisface la unánime aspiración de este pueblo que a toda costa quiere gozar del bienestar burgués, antes reservado a unos cuantos y hoy al alcance de todos, sorprende al que viene de otras latitudes, donde la vida tiene una cara más adusta. Este suntuoso salón del Wilhelm-Halle, donde en tres o cuatro parquets danzan gozosas tres o cuatro mil parejas, emocionadas gratamente por la sugestión jocunda de estas músicas de negros, es el espectáculo más revelador del espíritu europeo de la posguerra, ese espíritu obstinado precisamente en desconocer la guerra, en haberla olvidado, en hacer que no quede de ella un pequeño rastro capaz de turbar el anhelo de vivir que todos tienen. Sin embargo…

Esta tarde he ido a uno de los hospitales de Berlín para visitar a un pequeño compatriota recientemente operado. Siguiendo una costumbre alemana de una gran delicadeza, he comprado unas flores para el otro enfermo, el desconocido que en la cama contigua a la de nuestro deudo sufre sus males. Es una costumbre que revela el fondo de ternura del alma germánica. No se quiere que la visita a nuestro enfermo, al que llevamos, junto con unas chucherías, el regalo de nuestro cariño, cause pesar al enfermo desconocido que está a su lado en el hospital. A este infeliz puede no visitarle nadie y hay que hacerse perdonar por él la alegría que con nuestra visita damos a nuestro enfermo. Para eso se llevan unas flores al desconocido.

Me he acercado a su cama y le he entregado el pequeño obsequio. Es el enfermo vecino del nuestro un hombre como de unos treinta y cinco años, con el rostro trabajado por el vivir y los ojos alucinados. Sonríe agradecido y cambiamos unas palabras sobre su maclass="underline"

—Estoy delicado —dice sencillamente—; tengo un viejo padecimiento…

Al oído, como si fuese una cosa vergonzosa que hay que ocultar, alguien me dice entonces:

—Es un herido de guerra. Tiene una bala alojada en el pecho, que antes no le molestaba, pero que con los años ha ido cambiando de sitio, y hoy, incrustada en el pulmón, le ha ocasionado una pleuresía…

Es inútil. Por muy heroica que sea la decisión de olvidar «aquello», «aquello» está mordiendo en carne viva todavía.

Es más. Danza por Europa el fantasma de otra posible guerra con Alemania. ¿Hasta qué punto tiene fundamento esa preocupación?

En Francia, esto es un sentimiento irreflexivo. Miedo. Francia tiene miedo del formidable resurgir de Alemania. Advierte que su enemiga secular se levanta cada día más prepotente y se aferra a la dolorosa convicción de una futura guerra.

No siendo francés, se puede considerar más serenamente el caso. El resurgir de Alemania es realmente de una fuerza amenazadora. Pero puede uno sustraerse a la preocupación de que esta fuerza sea la guerra otra vez.

Desde el momento en que se pisa la tierra alemana se tiene la convicción absoluta de que se está en un país de una potencialidad excesiva para el equilibrio europeo. Apenas entra el avión por los grandes bosques de la Alemania del Sur y se abarca el panorama de la inmensa y privilegiada tierra alemana con sus bastiones naturales y su aspecto feudal, sobrecoge el ánimo el fantasma de la guerra. A primera vista, no es posible sustraerse a este temor. Es que hasta los pinos se alinean en las vertientes de las montañas como los soldados del ex káiser.

Más adentro, esa preocupación bélica va acentuándose. Antes de llegar a Berlín hay cuatro o cinco ocasiones de considerar la pujanza industrial de Alemania también como un signo guerrero. Y he visto desde el avión las chimeneas de los centros individuales alineadas como en un frente de la batalla, demasiado grandes, demasiado altas para las industrias de la paz. No es posible descartar de la industria alemana este sentido bélico.

Pero todo esto que tanto solivianta a los franceses son sugestiones literarias, impresiones visuales, el choque de nuestra sensibilidad latina con esa fortaleza germánica. Lo único cierto es que Alemania es fuerte; más fuerte hoy que nunca lo ha sido.