Y así, media hora, una hora… los millares de personas que el último año han figurado en las manifestaciones republicanas ha superado en el doble a los de los años anteriores. En las calles habrá, además, muchos miles de personas que, seguramente, habían salido un poco escépticas todavía, y al volver a sus casas habrán ido pensando que fatalmente Alemania es ya republicana.
Pero, en fin, todavía esto no es el 4 de julio. Ni probablemente lo será nunca.
Un día a la semana, el ministro de Negocios Extranjeros del Reich da un té a los periodistas. He asistido al té de esta tarde, celebrado en el umbroso jardín del Auswärtiges Amt. Los periodistas, agrupados en varias mesitas esparcidas por el jardín, según las ideas políticas de cada uno, sus simpatías o sus nacionalidades, charlaban de los temas políticos del día con los altos jefes del ministerio, cambiaban impresiones, inquirían… Tengo la impresión de que la política exterior de Alemania, hoy tan difícil, se plasma un poco en estas reuniones, en estas sencillas charlas, ante una taza de té.
Stresemann, enfermo, no asiste a la reunión de esta tarde; en su lugar, el doctor Zechlin, jefe de Prensa del Gobierno del Reich, va informando cautamente a los representantes de la Prensa, a través de una charla llena de interrupciones y de elocuentes pausas. El espectáculo es tan nuevo, tan inusitado para un periodista español, que acaso me haya dejado arrastrar un poco en mi somero juicio sobre la política alemana por este buen tono, esta corrección exquisita de las relaciones entre el Gobierno y la Prensa. No dejo por esto de darme cuenta de que, en definitiva, estos tés del Ministerio de Estado son una manera suave de orientar y captar la opinión del periodista en determinado sentido. Pero, en fin de cuentas, esta labor, que yo sospecho es tan discreta, deja tanto margen a la interpretación personal, que yo consideraría estos simples cambios de impresiones como una fortuna, aun colocándome en el caso de periodista de franca oposición al Gobierno. Con este sistema de conocimiento mutuo, el Gobierno obtiene, por lo menos, la seguridad de poder desvirtuar, más eficazmente que con notas oficiosas u otras medidas coactivas, cualquier campaña o tendencia perniciosa. No hay modo de mantener una postura equívoca —tanto por una parte como por la otra— cuando frente a frente se discute y razona serenamente. Desgraciadamente para nosotros, españoles, hablar de esto es divagar.
Yo he dedicado la tarde a conversar con el doctor Górdes, jefe de la Sección de Lengua Española del Departamento de Prensa del Gobierno. Hemos hablado libremente de hispanoamericanismo, de la propaganda alemana en Hispanoamérica y de política interior española y alemana. He expuesto francamente al doctor Górdes mi opinión sobre todos estos temas, he escuchado la suya y le he visto sonreír a veces y a veces callarse diplomáticamente, y al final hemos juzgado nuestra conversación tan interesante, que nos hemos citado para comer juntos y volver sobre estos temas más íntimamente.
Con este margen para exponer las opiniones que la corrección, la educación política exige, el periodista de oposición puede ir sin desdoro a los medios gubernamentales seguro de que si el criterio oficial puede influir en el suyo propio, él, por su parte, puede también influir más o menos directamente en el criterio oficial. Pero es indispensable para esta relación ese mínimum de libertad a que aludimos. ¡Y pedir ese mínimum de corrección, de educación política a los gobernantes españoles, sería tan inocente!
Cada vez soy más fervoroso partidario de la compenetración. Creo que todo lo que se hace en el mundo es producto de fusiones de ideas, sentimientos o fuerzas. Lo peor del mundo es el aislamiento, las fronteras, el ignorarse los unos a los otros, el negarse.
En Alemania se da un caso curiosísimo. El tipo de alemán cerrado, auténtico, podríamos decir castizo, es el bárbaro por antonomasia. Es el tipo que engendró la guerra; el alemán que no creía más que en Alemania y que no conocía más. Por el contrario, el alemán viajero, el que desata este magnífico espíritu aventurero de los germanos y se lanza por el mundo y se contrasta, llega a dar un tipo de tan fina sensibilidad como un latino. ¿Qué es la latinidad sino un mar abierto siempre ante el espíritu?
La rectificación fundamental operada en el espíritu alemán después de la guerra es ésta: haber pasado del nacionalismo al internacionalismo; del tipo castizo al cosmopolita; de la lucha a la compenetración. Este radical cambio de criterio es lo único verdaderamente revolucionario que ha habido en Alemania, lo que ha consolidado la República y ha hecho imposible la vuelta de la Monarquía. A los que desconfían de aquella revolución que hizo Alemania para derribar el kaiserismo, nosotros le señalaríamos la figura de Stressemann, rodeado de periodistas en este jardín del Auswärtiges Amt, como el hecho más auténticamente revolucionario de Alemania.
Una tarde en Potsdam. Primero se ha oído el chirriar de las hojas de una ventana; luego, se ha descorrido una cortina; luego, un estor; más tarde, se ha levantado una persiana y finalmente, se ha asomado a la calle, silenciosa, ancha, enormemente ancha y limpia, muy limpia, una señora de tez cuidada y pelo tan blanco y tan pomposo que parece una peluca. Esta señora, con su vestido de encaje y su broche de oro en el pelo, es una supervivencia de lo que ya no hay; una señora que ya no se usa. Me he quedado mirándola con la emoción con que se mira una bella estampa de otro tiempo. Mientras, ha empezado a sonar el carillón de la iglesia adonde a pocos pasos de aquí está enterrado Federico el Grande. Este campaneo amable del carillón germánico con su gracioso dan, den, din, don, dun, ha servido para iluminarme la estampa de esta señora que ya no se usa, asomada a la ventana de una calle de Potsdam que yo estaba considerando.
Todo lo demás de la vieja residencia imperial no ha logrado interesarme. Mis amables guías me han mostrado los palacios y los jardines, que tienen un innegable corte versallesco, la explanada donde Federico pasaba revista a sus formidables granaderos, los recuerdos del káiser Guillermo, los escaparates donde amarillean al sol los retratos de la familia imperial…
Potsdam no será, para mí, más que la visión de esta señora que ya no se usa, esta señora que fue toda Alemania.
En la Alemania actual, esta dama se ha convertido en una mujeruca de traza miserable y grotesca, que arrastra los zancajos por la Unter den Linden con un cepillo en la mano en el que dice: «Para el auxilio de la clase media».
Hemos regresado de Potsdam a Berlín por el Wannsee. Los lagos son la gloria de los berlineses. Apenas llega un domingo o un día festivo, treinta, cuarenta mil personas, salen de Berlín y se precipitan sobre el Wannsee. Millares de pequeñas embarcaciones lo cruzan por todas partes; vaporcitos cargados con centenares de pasajeros van de una orilla a la otra y no hay un pequeño remanso en el que una familia berlinesa no haya plantado su tienda de campaña para hacer la vida de la Naturaleza, siquiera durante treinta horas a la semana. La gente acomodada tiene en el Wannsee su pequeño yate, su canoa automóvil, su balandro o su piragua; los más humildes salen el sábado de Berlín con un enorme fardo a la espalda en el que llevan su bote plegable de caucho. Este amor del alemán por la Naturaleza es ejemplar.
Para darse cuenta de su intensidad, recuérdese que nuestra sierra del Guadarrama está siempre plagada de alemanes. ¡Qué no harán aquí!
Familias enteras llegan el sábado por la tarde al Wannsee, se despojan absolutamente de sus vestiduras, y así, como su madre los echó al mundo —a lo sumo con un sucinto traje de baño—, se dedican a todos los deportes, alternándolos con la vida de sociedad, indispensable también para el alemán. Completamente desnudos, berlineses y berlinesas, acampados en las orillas de los lagos, toman el té, bailan el charlestón al compás de sus pequeños gramófonos, leen, flirtean… Esta tarde, en una caleta del Wannsee, me han presentado a un gentleman: he conocido que lo era en el monóculo que altivamente llevaba, única señal que lo distinguía de Adán.