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He visitado el Freibad. Esto —me dicen— está demasiado bien para la gente que viene aquí. El Freibad es la playa municipal, el baño libre para la gente pobre de Berlín. Sin embargo, no creo que tengamos en España un establecimiento balneario tan magníficamente instalado.

La municipalidad de Berlín ha invertido en esos parajes muchos millones de marcos. Esto, que antes eran dunas y campos yermos, son hoy masas formidables de verdura, en las que el buen pueblo berlinés descansa del ajetreo de seis días con sólo gastarse unos céntimos en el tranvía. Durante el invierno, los lagos se hielan y sobre ellos se deslizan millares de patinadores; en el verano, la vasta playa del Freibad cobija la fantástica cifra de cuarenta mil bañistas. Es un espectáculo grandioso el de estas grandes masas urbanas, que se vuelcan gozosas en el lago, entregándose, desenfrenadas, a todos los juegos corporales, libres de las trabas del urbanismo; desde el vestido hasta la circunspección.

He pasado muchos días en Berlín esperando que el Gobierno de Moscú conteste a la demanda de visado de mi pasaporte español. Todas las mañanas iba a la Embajada rusa, donde una larga fila de gente, ya de otro tipo distinto al del centro de Europa, esperaba pacientemente ser despachada. Es el único sitio donde se forman colas en Berlín.

Por fin, esta mañana he obtenido mi pasaporte. La camarada bolchevique encargada del despacho me ha dicho, al oír mis quejas por el retraso sufrido: «No se queje usted; Moscú ha tardado en contestar, le ha puesto dificultades, pero, al fin, usted va a Rusia libremente. En cambio, aquí en Berlín hay una pobre señora rusa que tiene una hija casada con un español hace ya muchos años y no puede ir a verla antes de morir. Usted, que es español, no tiene ningún derecho a quejarse». Y tenía razón.

A las once de la noche, el avión que ha de trasladarme a Moscú empieza a mover sus aspas cortando la oscuridad. Gruñen los motores y, por entre las flechas de los faros de Tempelhof, avanzamos hasta que se nos traga la noche.

DIEZ MIL KILÓMETROS DE VUELO SOBRE TERRITORIO RUSO

Rusia: Nunca sabrá ver el ojo

soberbio del extranjero el tesoro

que hay escondido

en tu humilde pobreza.

TIÚTCHEV

Un formidable trimotor Junkers nos espera en el andén de Tempelhof, dispuesto para el vuelo nocturno. Lleva unos farolitos rojos en el timón y en la proa, y en los extremos de las alas, dos paquetes de magnesio, que, en caso de aterrizaje forzoso, el piloto incendia para iluminar la noche con fogonazos sucesivos y entrever siquiera el lugar donde posarse. Ocupan sus puestos el piloto, el mecánico y el radiotelegrafista, y conmigo suben a la cabina una señora rusa y un yanqui completamente ebrio; pero, eso sí, correctísimo. A los costados de la cabina lanzan sus lengüetas anaranjadas y azules los tubos de escape de los motores, y el avión corre temerario por el cuadro del aeródromo, marcado en la negrura de la noche por cuatro líneas de lucecitas rojas como sartas de rubíes. Al despegar, el avión hace un viraje y avanza sobre Berlín a una altura de trescientos metros.

Volar sobre una ciudad como Berlín durante la noche es el espectáculo más grandioso que nos puede ofrecer la civilización. El espíritu humano lleva muchos siglos maravillándose ante el espectáculo del firmamento durante la noche; los poetas de todos los tiempos han cantado la grandeza del Creador cada vez que consideraban la inmensidad del cielo tachonado de estrellas, y puede decirse que el sentimiento de lo sublime en la Naturaleza subsistía ya sólo porque el espectáculo de la noche espolvoreada de luz seguía siendo insuperable. Pero esto ha sido también superado.

Imaginad un firmamento mucho más vasto que el que puede abarcarse estando a ras de tierra y poblado con muchas más estrellas que estrellas hay en el cielo; muchas más y mucho más brillantes. El firmamento de la Divinidad, el firmamento que ha hecho creyentes a los hombres y divinos a los poetas, es, frente a este firmamento mentido por nosotros —uno arriba y otro abajo—, un pobre y triste espectáculo. La mise en scène de la Divinidad es más pobre que la de los alemanes; el espectáculo del firmamento auténtico. Hay entre ellos la misma diferencia que entre una revista montada por Folies Bergère y la misma revista representada en un teatrito de provincias. El Creador va a tener que echar mano de un nuevo electricista para mantener la competencia con los alemanes.

El centro de Berlín es una gran masa incandescente; la Unter den Linden lo que querría ser la pobre y desteñida Vía Láctea; la rudimentaria arquitectura de las constelaciones hecha para sencillos pastores, no tiene ninguna importancia al lado de la difícil geometría de estos millones de lucecitas que brillan allá abajo describiendo el laberinto de las calles de la ciudad; la luz tenue e igual de las estrellas envidiaría las gemas riquísimas de estas estrellas urbanas en las que hay diamantes, zafiros, rubíes, amatistas, esmeraldas y ópalos.

Poco a poco, el avión va dejando atrás el ascua de oro de la ciudad, y la negra bocaza de la noche se nos va tragando.

El gentleman, que quiere dormir su borrachera, nos pide permiso para dejar a oscuras la cabina. Ya no se ven en la negra fauce más que las luces de posición del Junkers y las tres espadas flamígeras de los tres motores batiéndose incansables con la noche siempre a nuestro lado. La audacia de esta frágil maquinaria que acomete a la noche y la perfora sin miedo sobrecoge el ánimo del viajero, que, a oscuras en el interior de la cabina y de sí mismo, no puede desechar todavía el temor ancestral a las sombras.

Débilmente, ha surgido en el cuenco de la noche un parpadeo sutil. Todavía no se sabe bien lo que es. Como un beso que nos dieran cuando estamos aún dormidos. La débil caricia se repite cada vez más intensamente. Es el primer faro que sale a saludarnos en nuestro viaje. El avión se alegra de encontrarle y avanza hacia él rectificando su ruta. El faro, al sentir nuestra proximidad, agita entusiasmado su gran brazo como si nos llamase, y aunque el avión sigue desdeñoso su camino, él no se enfada y nos acompaña todavía durante muchos kilómetros, lanzándonos sus abanicos de luz. Luego, otra vez la noche; las lenguas de fuego a nuestro lado y el jadear de los motores que van penetrando temerariamente el mito de las sombras.

Las aspas de las hélices llevan ya cuatro horas perforando la noche. En la cabina del avión, completamente a oscuras, brillan de tiempo en tiempo los relámpagos rojos, blancos y azules del cuadro de recepción del radiotelegrafista. Muy de tarde en tarde, aparece sobre el terciopelo de la noche una ciudad que es siempre como el escaparate de un joyero. Pueblecitos como familias de gusanos de luz. La hilera de los faros amables. Uno nos coge y otro nos deja, todos muy plantados, muy ceremoniosos, levantando en alto su gran brazo de luz para darnos sus sombrerazos. Un automóvil se desliza por la noche como un bichito de luz. Así horas y horas.

Estuve muy atento al alba. Quería verla quebrar desde esta posición privilegiada, muy levantado sobre la faz de la tierra y caminando hacia Oriente. Ver el alba antes que nadie, contemplar el nacimiento del día más limpiamente de como puede verse a ras de tierra.

La noche desde el avión se representa como el interior de una gran cámara oscura. El avión avanza y avanza, pero está siempre en el centro de una esfera herméticamente cerrada. Cuando va llegando el alba, la mitad de arriba de esta esfera empieza a palidecer. El medio casquete de abajo sigue todavía mucho tiempo en sombras. Muy lentamente, muy lentamente, la semiesfera superior va aclarándose, aguándose. No es todavía el alba. Cuando éste raya en la línea del horizonte, hace ya mucho tiempo que el firmamento está desteñido y ha ido pasando por todas las tonalidades de pardo, luego al gris y finalmente al plata. Abajo sigue siendo noche todavía. Para el que está a ras del suelo, el nacimiento del día es un acontecimiento súbito; en unos segundos se hace la luz. Caminando hacia Oriente, a dos mil metros de altura, la mecánica celeste que determina el alba es un suceso mucho más lógico.