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Antes de que llegue el día nos sale al paso aún otro joyero con su gran paño de terciopelo lleno de brillantes: Danzig. Otra vez surge en el fondo de la noche el prodigio del firmamento cuajado de luz. El ronquido de los motores conmueve el silencio de la ciudad en el conticinio. Pasamos de largo por no despertarla. Pero esta vez los hilillos de luz se interrumpen súbitamente. Miramos atentamente hacia abajo; hay una negrura inmensa; pero negro del todo no, caliginoso; es la procela del mar. Nos la descubre un hilo de luna que riela sobre las aguas. La luna es estúpida; está muerta, agotada; de ella no se puede decir más que eso: que riela.

El avión se adentra en el mar siguiendo la lengua de tierra que protege el puerto de Danzig. Hay un momento en que la mancha negra de la tierra se extingue y el avión navega en mar abierto sobre la ancha procela sin límites. En este momento, uno piensa en la terrible soledad de horas y horas que atraviesan los héroes del Atlántico perdidos en la noche inmensa del mar sin más asidero que los latidos del propio corazón y el tremolar de la llamita del motor. Y lamenta no tener alma bastante para imitarlos. Debe ser la gran emoción de nuestro tiempo. En el momento en que quiebra el alba avanzamos sobre el mar hacia Kónisberg. Otra vez el cuadro de rubíes del aeródromo. Cuando el avión se posa sobre el campo y salimos de la cabina, nuestros pobres huesos, ateridos, no dicen que el vasto mundo, el cielo, el aire y el mar son demasiado inclementes para esta cosa blanda y tibia que es la humanidad. Y castañeteando los dientes nos metemos en la cantina del aeródromo.

¡Qué grato, este vaho de humanidad, este calor y esta luz, después de la travesía por la nada del espacio!

La cantina está llena de gente, humo de tabaco y vaho de cerveza. Un grupo de estudiantes borrachos grita y manotea, pasando la noche en plena juerga. ¡Magníficos tipos estos estudiantes de Kónisberg! Uno de ellos, con la minúscula gorrita derribada sobre la oreja, se obstina en convencerme de que sus compañeros son unos cochinos borrachos pero unos excelentes hombres de ciencia. Y me los va presentando ceremoniosamente.

—Yo soy economista —termina diciéndome.

Por mi parte no tengo más remedio que decirle, al menos, que soy español.

—La economía española —dice entonces— me interesa mucho.

—Pues está usted fresco —le respondo.

—Ustedes tienen en España —continúa— uno de los más grandes prestigios europeos en cuestiones económicas: Flórez de Lemus.

—Es cierto —le digo un poco emocionado ante el fervor con que este estudiantón borracho me habla esta madrugada en el aeródromo de Kónisberg de uno de los pocos españoles auténticamente valiosos que conozco.

Y a la salud de Flórez de Lemus no hay más remedio que beberse dos enormes jarros de cerveza que a mí me exaltan un poco el patriotismo y a este joven y beodo economista acaban de darle la puntilla.

Felizmente el avión está ya dispuesto a partir de nuevo con dirección a Riga. Pero apenas nos hemos remontado y empezamos a volar sobre el territorio de Lituania, tropezamos con una barrera infranqueable de nubes. El piloto busca una cortadura por donde pasar, no la encuentra y vira en redondo para volverse a Kónisberg.

En Kónisberg hemos de esperar a que la gran escoba del aire mañanero limpie de nubes los caminos celestes. El espacio tiene también, por lo visto, su cuerpo de barrenderos municipales, que muy de mañana trabajan para dejar sus calles transitables. Como tardaremos dos o tres horas en salir, nos tumbamos en unas hamacas del aeródromo. El yanqui ronca a mi lado de una manera desaforada; cuando se metió anoche en el avión tenía una borrachera formidable, pero ha pasado unas horas refunfuñando en la butaca del avión, ronca un poco en la hamaca del aeródromo, y cuando se levanta para proseguir el viaje, está fresco y nuevo, correcto como un gentleman, como una rosa.

Cuando, ya bien entrada la mañana, reanudamos el vuelo, las nubes, deshechas en jirones, van flotando sobre ese maravilloso tapiz de Lituania por el que los ríos se arrastran lentamente bordeando humildes los más insignificantes accidentes del terreno. Es una inmensa planicie en la que este buen dios nórdico de grandes barbas y alma infantil se entretiene en pintar y bordar caprichosamente con los estambres de la vegetación y los hilos de plata de los riachuelos. Se ve que el viejo se siente aquí de buen humor y que le divierte esta tierra llana y amable. En unos sitios corta al rape la hierba, en otros deja crecer el follaje y hace con él graciosas siluetas, coge los ríos y borda con ellos grecas complicadas, y, de vez en cuando, deja unos charquitos sobre el campo y finge lentejuelas. El viejo dios del Norte, como un niño, baja a este tapiz a divertirse.

Sobre esta gran planicie verde, llana como la palma de la mano, surge al fin Riga.

Riga resuelve aquel problema que se planteaba Gedeón de por qué no se construían las ciudades en el campo. Está levantada sobre el campo, tan netamente sobre el campo, que en varios kilómetros, las sembraduras alternan con los grandes edificios y los tranvías corren ante las casas de labor donde los campesinos letones cortan y almacenan la leña de los bosquecillos urbanizados.

El Dvina, espeso, de color de chocolate, se mete en el corazón de Riga como sus almadías y sus millones de tablones flotantes que va arrastrando hacia las aserrerías. Flota sobre la ciudad y los campos un espeso vapor de agua, y, a través del ambiente nebuloso, el agudo escorzo de los tejados de pizarra da una sensación de hogar confortable, bien defendido, que hace amar la vida.

Cuando nos posamos sobre el aeródromo, donde la hierba empapada finge una mullida alfombra, una opulenta matrona, muy limpia, muy pobre y muy discreta, nos ofrece, como un topacio el primer vaso de té.

Vamos siguiendo el curso del Dvina, que a costa de muchas vueltas y revueltas cruza toda la planicie letona y se mete en Rusia por la intersección de las tres fronteras: polaca, letona y rusa.

Hemos cruzado la frontera y estamos ya volando sobre territorio ruso sin haber advertido ninguna solución de continuidad. Menos en eso de las fronteras, la tierra es exactamente igual a como se la habían imaginado los cartógrafos; a cierta altura, y por determinados paisajes, volar es exactamente igual que pasar el dedo sobre el mapa. Se encuentra todo tal y como el cartógrafo lo había previsto. Ahora, incluso están los grandes letreros de las ciudades escritos sobre el césped de los aeródromos. Todo exactamente igual. Menos las fronteras, que se ve en seguida lo falsas que son, lo que tienen de convencional e inexistente.

Se va entrando en Rusia sin transiciones, suavemente. Sólo se advierte que los tejados de las casas campesinas son más oscuros, más pobres, más viejos. En las repúblicas bálticas, los campesinos cubren sus casas con tejados brillantes de maderas blancas y barnizadas; ya en Rusia, la isba, la rica isba de la literatura mujikista, muestra su cubierta oscura de cañas y barro dando una inequívoca sensación de pobreza al paisaje.

Las pequeñas casitas campesinas son cada vez más frecuentes. Todo el campo está sembrado de millares de islas aisladas o reunidas en minúsculas aldeas de cinco o seis chozas, a lo sumo, que toman posesión auténticamente de la tierra. El campo ruso da la impresión de estar absolutamente ocupado, tomado por esos millones de campesinos perdidos en la inmensidad de lo que se ha llamado la sexta parte del mundo. No he visto ningún otro país en el que la población esté tan extendida, tan diseminada sobre la tierra. Cada quinientos metros un grupito de isbas, cada doscientos una cabaña; y así, leguas y leguas. Mientras en el resto de Europa la población se concentra en grandes ciudades, huyendo de los campos, aquí, éstos se hallan realmente habitados. El campesino ruso vive sobre el campo, a solas con él, sin ningún contacto con la ciudad, sin formar siquiera esos pequeños núcleos urbanos que son los pueblos agrícolas de Europa.