Y más adelante:
«Quien pensando que sólo el conocimiento puede redimir al mundo actual espera que en el porvenir llegarán a tener una significación superior ciertos nuevos sistemas o teorías filosóficas o, en general, libros gruesos que no dejen nada por decir; quien así piensa demuestra una total incomprensión. Por el contrario, tales trabajos significarán cada vez menos; en adelante serán sólo la preparación del material para poderosas expresiones mágicas: su hora histórica pasó ya.»
Estas consideraciones y estas citas nada periodísticas que me permito hacer por una sola vez, y acogiéndome a las prerrogativas del libro en que accidentalmente toma forma mi trabajo de repórter, no van encaminadas a convencer al lector, ni siquiera a convencerme a mi mismo de que yo haya encontrado esa palabra mágica de que habla Keyserling, sino a reiterar el verdadero sentido de la obra periodística, tan poco claro en España. No quiero que se me atribuya un propósito superior a mis fuerzas ni tampoco que cualquier ideólogo celtíbero, al ver que echo por delante la palabra «periodístico», se crea que pretendo ponerme bajo un pabellón de insolvencia y despreocupación que a nada compromete.
No aspiro a que cuanto digo tenga autoridad de ninguna clase. Interpreto, según mi temperamento, el panorama espiritual de las tierras que he cruzado, montado en un avión, describo paisajes, reseño entrevistas y cuento anécdotas que es posible que tengan algún valor categórico, pero que desde luego yo no les doy. Admito la posibilidad de equivocarme. Mi técnica —la periodística— no es una técnica científica. Andar y contar es mi oficio. Alguna vez, lleno de buena fe y concentrando todas las potencias de su alma, uno se atreve a pronunciar la palabra mágica de Keyserling. Desgraciadamente, uno dice «sésamo» y la puerta no se abre.
Pero esto es tan consuetudinario que no hay por qué entristecerse ni avergonzarse. Uno se mete las manos en los bolsillos y se va.
DESDE MADRID AL MAR
El avión de la Deutsche Luft-Hansa que, partiendo de Getafe, va a llevarnos a Barcelona, primera etapa de este viaje por Europa, hace rodar lentamente sus pesados neumáticos sobre la hierba del aeródromo. Esta rueda enorme que gira cada vez más vertiginosamente al costado de mi ventanilla, aplastando los surcos, es, para mí, un claro ejemplo. El voluminoso disco de caucho va ganando velocidad con un dramático anhelo de conseguir ingravidez. Su esfuerzo para despegar es heroico. Cuando al fin llega el momento en que pierde el penoso contacto con los terrones, la hazaña parece milagrosa. Nunca he visto tan claramente reproducido el mecanismo espiritual. Sea éste un ejemplo diáfano del patético esfuerzo que hay que hacer para remontarse a una altura desde la que sea posible otear siquiera el panorama espiritual de Europa.
El tiempo es aviador. Ha hecho su aparición en Alemania el avión-taxi que vuela en la dirección que le marcan sus alquiladores, con arreglo a la tarifa de un marco treinta y cinco pfennigs por kilómetro; en Francia se establece cada día una nueva línea comercial; hay aviones-restaurantes y aviones-camas; una gran fábrica alemana está ensayando la construcción de un avión gigantesco, en cuyas alas inmensas irán alojados cuarenta o cincuenta pasajeros que podrán bañarse, comer, dormir y pasearse en el interior del monstruoso pajarraco… Esto, de una parte. De otra, los grandes raids.
Todos los días nos llegan agudas sugestiones aeronáuticas. La navegación aérea no es ya una actividad hermética reservada a unos cuantos héroes y a un pequeño núcleo de profesionales, sino que nos arrastra a todos, desde el gordo y prudente mercader que utiliza las líneas regulares de aviación para ultimar sus negocios, hasta el turista, el político, el cómico y el escritor.
Las cosas son de otro modo desde arriba, y nadie ha dicho todavía cómo sean. El aviador profesional, el que ya tiene mente y cara de aviador, sabe que el mundo no es como lo suponen quienes andan arrastrándose por su corteza. Pero no acierta a decir cómo es. Para eso hace falta que vuelen a diario hombres en otras actividades: literatos, pintores, escultores, arquitectos, músicos. Se podría asegurar que si estos hombres fuesen al mismo tiempo aviadores, harían otras novelas, otras sinfonías, otros cuadros y otras estatuas bien distintos de los que hacen hoy.
El tiempo es aviador y hay que hacerse un poco aviador. Una buena butaca y un cigarrillo a dos mil metros de altura, en el interior de uno de esos confortables aviones modernos, puede transformar la estética contemporánea más hondamente que cien polémicas a ras de tierra.
El paisaje lo ha ido construyendo —interpretando— el hombre a lo largo de los siglos, según su visión puramente horizontal. Pero visto ahora vertical u oblicuamente, el viejo paisaje del terrícola repugna a la mirada del aviador. El mundo es feo desde allá arriba; feo y mezquino. Cuando vuelen diariamente millares de personas se irá modificando la estructura de las casas, las ciudades y los campos. Una ciudad vista desde un aeroplano pierde toda su gracia y su sentido horizontales.
En un viaje aéreo, lo primero que salta a la vista es la despoblación. Pasan bajo el aeroplano kilómetros y kilómetros de corteza terrestre sin un vestigio de vida, y se tiene la impresión de estar volando sobre un planeta deshabitado. Se ve la tierra intacta, inexplorada, aburriéndose en la espera inútil de gandules a quienes mantener. Abarcando de una sola mirada un panorama de centenares de kilómetros, en los que apenas se divisa una casita perdida, se ve que este gran queso que es el planeta está apenas empezado. Somos pocos; cabemos más, muchos más. El hombre no ha tomado posesión de la tierra más que porque se la ha repartido teóricamente.
Muy de tarde en tarde se ve, como una esponja, un pueblo. La fuerte cohesión de sus calles, el color amarillento de sus tejados y sus viviendas amontonadas le hacen ser exactamente como una esponja. En la inmensidad deshabitada, esa aglomeración súbita de gentes que es un pueblo da la impresión de que el hombre, en los miles de años que lleva sobre la faz de la tierra, no haya conseguido salir todavía de una vida rudimentaria de animal perteneciente a las especies inferiores. Desde una altura de dos mil metros se ve que tenemos sobre la Tierra la misma fórmula primaria de existencia social que las esponjas en el fondo de los mares.
La Tierra —esto se ve en seguida— no es nuestro domicilio natural. La Tierra es una vieja calva, fea, llena de arrugas, basta y grandota, con la que no puede uno entenderse. Más que nuestra madre la Tierra, es nuestra tía la Tierra; nuestra tía abuela.
Cuando se la mira atentamente a una distancia adecuada, se advierte que es demasiado vieja para ser nuestra madre; no nos forjemos ilusiones; no somos sus hijos. Seguramente ella no nos considera más que como una despreciable degeneración de su descendencia. Sospecho que, mejor que con nosotros, se entendía esta vieja gruñona con aquellos animales fabulosos de ochenta o cien metros, aquel mamut y aquel ictiosauro prehistóricos a los que debió acoger en el regazo de sus valles más amorosamente que a nosotros. A nosotros nos tolera por desidia; es una vieja sucia que por no sacudirse aguanta este enjambre de piojos que es la humanidad.
Cuando viajen todos en avión se tendrá otro concepto de las cosas. Hay que ir haciendo un «modo aviador». Hasta ahora, el hombre, cuando volaba, no hacía más que maravillarse; tenía un aire maravillado de ave de corral a la que súbitamente le hubiesen nacido unas potentes alas. Y se limitaba a cantar el prodigio del vuelo con ese cacareo que han tenido hasta ahora todos los cantores del aire, incluso D’Annunzio, más gallina asustada y cacareante que nadie. El «modo aviador», el sentido cotidiano del vuelo, es cosa que empieza a formarse ahora. Es preciso que viajen en avión todos, los tenderos y los canónigos y las amas de cría. Mientras la acción de volar no sea universal no haremos nada. Ejemplo: la lección de fluida persistencia que nos da la estela de un buque en el mar. Esa cosa movediza y cambiante que son las aguas del mar al abrirse tiene, vista desde el avión, una fijeza indestructible. La estela de un buque en el mar es la cosa más duradera, más permanente y exacta del mundo. Mientras los horteras no digan a sus amantes, como símbolo de firmeza, que serán tan constantes como la estela de un barco en el mar, no habrá triunfado el «modo aviador»; las incorporaciones de la acción de volar a la sensibilidad humana.