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El pueblo, la pequeña villa rural, no existe. Aldeas, millones de aldeas de quince, veinte, cincuenta habitantes a lo sumo. Parece imposible que este pueblo, así diseminado, pueda ser gobernado jamás. La tradicional burocracia rusa, aquella formidable máquina que tanto sorprendía a los occidentales y que los soviets han heredado, se explica y justifica por esta fragmentación, esta atomización del pueblo extendido a lo largo de los campos.

El paisaje llega a ser desesperante. La sugestión de la inmensidad es tan persistente que ataca los nervios. Horas y horas de vuelo a una marcha de doscientos kilómetros no ofrecen el consuelo de un cambio de decoración, de un accidente en el terreno, de una ciudad. Nada. Bosques y campos de sembradura sobre una planicie interminable que marca netamente en la línea del horizonte la esfericidad de la Tierra.

La vida rudimentaria, intemporal, eterna, que revelan estas chozas miserables de los campesinos rusos no tiene más signo de actividad superior que las iglesias. Millares de iglesias con sus cúpulas brillantes que levantan sus agujas como único indicio de un anhelo espiritual. Se ve en seguida que hasta ayer mismo ha sido la religión la única actividad espiritual de estos millones de seres apegados al terruño, que se ven desde la altura del avión como hormiguitas que van arañando con la uña del arado la corteza del suelo. Las iglesias en el campo ruso son como la única flora espiritual de esta humanidad parda, del color de la tierra, tierra misma ella todavía. En sus cúpulas doradas o paredes y en sus muros cuidadosamente enjalbegados, ha puesto el campesino ruso toda su capacidad radiante, todo el pigmento de su alma.

Las iglesias van jalonando todo el campo. ¿Se comprende ahora la fuerza indestructible que tiene la religión entre esta gente, fuerza que ni siquiera la gran conmoción del comunismo ha podido neutralizar?

Sin un accidente del terreno, sin encontrar el descanso de una pequeña ciudad —cien isbas y una iglesia, cien isbas y una iglesia—, recorremos los quinientos kilómetros que nos separan de Smolensk, primera etapa del viaje en avión por territorio ruso.

Smolensk tiene una dramática apariencia de burgo medieval. La ciudad, amurallada íntegramente, yace en el fondo de una cazuela que forma el terreno. El caserío se apiña formando una apretada masa en torno de una fortaleza palacio o iglesia, que domina el burgo con talante feudal, lo protege.

El avión cruza sobre la vieja ciudad y va a posarse en un campo que tiene más aspecto de barbecho que de aeródromo. Se abre la portezuela de la cabina y una muchachita sonriente, con la cara ancha y los ojos negros, un impermeable masculino y una gorra inglesa con la visera caída sobre los ojos nos pide nuestro pasaporte. Es un agente de la GPU.

Esta muchachita lleva bizarramente al cinto una pistola, y en la comisura de los labios tiene un cigarrillo al que da grandes chupadas mientras revisa los sellos y pólizas de mi pasaporte. Es muy gracioso y sorprendente el aire descarado y amable al mismo tiempo de esta joven agente de la Policía. Todo está en regla, y la pintoresca muchacha me autoriza para continuar mi viaje, para el que me desea, en buen francés, muchas felicidades.

Antes de reanudar el vuelo hacia Moscú, pasamos a una barraca con honores de restaurante donde nos sirven un lunch suculento. En Rusia, esto lo he confirmado después, se come maravillosamente.

Por los alrededores del aeródromo merodean mientras almorzamos unos cuantos aldeanos con sus camisas de colores vivos y un grupo de soldados rojos. Ya siempre encontraremos soldados. En todas partes nos saldrá al paso la silueta característica del soldado rojo que se inclina al apoyarse sobre el fusil con la bayoneta calada.

Estos campesinos y estos soldados, gente de buen talante, nos despiden agitando las gorras alegremente cuando el avión levanta de nuevo el vuelo. Buena y amable gente.

En Smolensk ha subido al avión un nuevo pasajero. Es un oficial del Ejército Rojo que, a pesar del correaje brillante y del uniforme impecable, va denunciando su reciente origen campesino. Se ve en seguida que este hombre ha estado empujando la mancera hasta hace muy poco tiempo, y es graciosa la petulancia de este buen campesino con sus manos bastas y su piel curtida que se esfuerza por adoptar el aire correcto de un militar a la prusiana.

Pero quien sea estrictamente civil, tiene a su lado una sensación nada grata. Incluso irrita un poco su bizarría, su aplomo, ese aire impertinente del que sabe que es el amo. Claro es que, en fin de cuentas, esta impertinencia que en Rusia tiene hoy este buen hombre del pueblo uniformado es la misma que en el resto del mundo tiene cualquier banquero inglés o norteamericano. Con la diferencia a favor suyo de que su derecho a ser impertinente, su inequívoco aire de superioridad se lo ha ganado él mismo, y al otro, al yanqui borracho que venía antes en el avión, por ejemplo, esa superioridad se la están ganando penosamente unos coolíes o unos pobres indios.

El paisaje de Rusia, siempre el mismo ya durante miles de kilómetros, vuelve a pasar monótonamente bajo las alas del avión. Cien kilómetros antes de llegar a Moscú el oficial del Ejército Rojo me llama la atención y me señala lleno de orgullo las altas chimeneas de un centro fabril que, como cosa inusitada, se alza en medio de los campos de trigo y los grupos de isbas miserables. Son las grandes fábricas de tejidos de Jarcevo. Yo, que todavía no comprendo este entusiasmo soviético ante cualquier manifestación industrial, no me maravillo demasiado de que haya allí unas chimeneas humeando y unos talleres mecánicos donde se hacen tejidos. Pero mi compañero de viaje insiste en hacerme ver lo maravilloso que es aquello.

Y es que, viniendo del centro de Europa, no se concibe lo que en Rusia representa cualquier progreso industrial, cómo a los bolcheviques les entusiasma la máquina y cómo la desean; cómo se enorgullecen cuando la tienen y con qué profunda tristeza ven que en muchos años Rusia no podrá equipararse a las naciones industrializadas. El culto a la industria, el fetichismo de la máquina es una de las características del sovietismo.

Saben que el punto flaco del régimen es ése. Ante las necesidades industriales han tenido que ceder en casi todos los puntos fundamentales de la doctrina comunista. El marxismo no podía implantarse más que cuando la industria hubiese llegado a un grado de concentración del que Rusia dista mucho, y ante esta industria rudimentaria, dividida, insignificante, los procedimientos de incautación comunista fracasan fatalmente.

El bolchevique sueña con una industria norteamericanizada de grandes trusts sobre los que pudiera hacer presa fácilmente la garra del marxismo, y se encuentra con una atomización industrial que no hay modo de convertir al régimen comunista.

Por otra parte, sabe que el bienestar del obrero depende del progreso de la industria. A mayor rendimiento, más jornal, mejor vida. Y a mejorar la industria encamina todo su esfuerzo. Hay que conseguir a toda costa, como sea, el perfeccionamiento de las industrias; si hacen falta técnicos extranjeros, se traen y se pagan fabulosamente, prescindiendo de toda teoría comunista. El caso es que la industria rusa pueda pagar el bienestar del trabajador. Hoy, a pesar de la dictadura del proletariado, el obrero de la fábrica vive peor en Moscú que en Berlín, Londres o Nueva York.