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Los enemigos profesionales del comunismo atribuyen esto al régimen imperante hoy en Rusia, y hacen de ello su mejor arma para combatirla. Nada más injusto. El comunista va hoy por todas las repúblicas de la Unión predicando con unción evangélica la necesidad de la industrialización, de la máquina, del perfeccionamiento técnico que traerá, al fin, el bienestar del trabajador.

Por eso este compañero mío de viaje se transfigura al contemplar las chimeneas humeantes de las fábricas de Jarcevo, como si tuviese la visión de una Rusia del porvenir en la que la ilusión comunista se hubiese realizado plenamente.

Hemos llegado a Moscú. Sus trescientas iglesias destacan sobre la masa informe de esta extraña ciudad. En el fondo, el sol que va ocultándose finge una alegoría comunista, una de esas alegorías rojas tan inocentes que tanto entusiasman a los bolcheviques.

PASEOS POR MOSCÚ

Apenas se pone el pie en Moscú, se tiene súbitamente, de una vez, la sensación de que aquello ha sido arrasado por la revolución. Se ve en seguida que el bolchevismo ha arrancado de cuajo todo lo anterior, no ya las instituciones de gobierno, sino las raíces más hondas de la vida privada rusa, los fundamentos de la familia, los estímulos personales, todo.

El bolchevique ha querido hacer tabla rasa de todo lo anterior. Esto donde se ve bien es en Moscú, donde no lo ha conseguido.

La vieja ciudad de Moscú se ha formado por sedimentación lenta a lo largo de los siglos. Toda ella tiene un sentido tradicional. Cada piedra de Moscú tiene su significación, responde a algo que ha estado arraigado durante siglos en el alma del pueblo. El Kremlin, la Ciudad China, la Ciudad blanca y la Ciudad de la Tierra son círculos concéntricos en los que ha ido sedimentándose el pasado moscovita. La parte más nueva de Moscú, el último de los círculos concéntricos que la forman, es la faja de monasterios, capillas e iglesias construidas en los siglos xvn y xvm. Después, Moscú queda un poco clausurado, convertido en algo así como una ciudad relicario. Hasta que sobreviene la revolución comunista.

El comunismo, después de su triunfo en Petrogrado, fija su sede en la ciudad que indudablemente le era más hostil. Moscú no podía ser una ciudad comunista, y al advenimiento del régimen bolchevique se entabla una lucha a muerte entre la ciudad tradicional y el sentido revolucionario.

El comunismo era la fuerza revolucionaria más fuerte que registra la Historia, pero Moscú era la concreción más formidable del sentido tradicionalista que había en el mundo, y después de la terrible lucha, el viajero se encuentra con que el viejo mito moscovita subsiste. No tiene nada de extraño que los viajeros que pasan por Moscú y contemplan el panorama de la ciudad simplemente saquen la impresión de que el comunismo es, en la vida de Rusia, una cosa superficial que será barrida por el tiempo fácilmente y, sin embargo, en el espíritu moscovita el comunismo ha hecho tabla rasa.

Después de muchos paseos por toda la ciudad, he hablado de esto con un amigo que a veces me ha acompañado en mis andanzas; es un interesante tipo de intelectual, moscovita de adopción, de origen indio, que lleva muchos años en Rusia trabajando a conciencia en una obra sobre el regionalismo. Este hombre me decía:

—Los comunistas se han equivocado en esto como en muchas otras cosas. Por petulancia, porque estaban convencidos de la fuerza revolucionaria que dentro llevaban, quisieron dar la batalla al sentido tradicional de la existencia en el foco mismo del tradicionalismo. La revolución debió dejar Moscú como clausurado y edificar su ciudad. Cada vez que en la Historia aparece una gran fuerza nueva, edifica su ciudad. Pedro el Grande mismo, hizo la suya. Los comunistas debieron haber edificado su ciudad. Pero quisieron venir a Moscú a dar la batalla, y ya ve usted. Lo han destruido todo. Mire usted a la cara de las gentes; son otras. El comunismo ha trastornado todos los valores humanos, está formando una nueva humanidad y, sin embargo, no ha podido cambiar en lo más mínimo este panorama de Moscú con su sentido feudal, sus viejas murallas, sus iglesias, sus monasterios, sus palacios y sus barrios silenciosos en los que perdura aquel encanto burgués de otro tiempo.

Vamos paseando lentamente por los barrios apartados de Moscú. Las calles son anchas, y entre los guijarros del empedrado crece la hierba; por los portones entreabiertos se ven los enormes patios donde los chiquillos juegan y los gorriones picotean en los montones de basura. En un cuchitril de hojalata mohosa, un viejo sastre de portal inclina la cabeza cargada con el gorro de astracán sobre su costura y enreda los hilos de plata de su gran barba con el hilo gordo de su aguja. Todo tiene un aire inmóvil, inmutable, eterno.

La revolución ha sacado de sus goznes las hojas de las contraventanas, ha llenado de desconchados las paredes, ha secado los árboles del patio, ha dejado que se desmoronase aquella balaustrada y ha metido tres familias —tres extrañas familias— en lo que antes era cochera de los señores. Pero todo sigue exteriormente igual. Dentro, en las estrechas habitaciones, hay hacinada una humanidad conmovida por la revolución que intenta vanamente acomodarse a las exigencias de los tiempos nuevos. En cada habitación, una familia; en cada familia, una guerra viva. El padre es nepman, el hijo comunista; la madre va todos los días a pedir al pope consuelo para sus tristezas.

Todo esto, por dentro. Afuera siguen brillando las cúpulas doradas de las iglesias, suenan armoniosas las campanitas de los monasterios; una buena moza, recostada en el quicio de una puerta, ríe las vayas de un obrerillo, e incluso desde un rincón oculto, como una sordina, parten las notas de un piano desafinado en el que una mano inexperta va ejercitándose en hacer escalas lentamente.

El espíritu de las gentes ha cambiado, pero el espíritu de la vieja ciudad subsiste después de haber sido arrasada. No ha bastado que sobre la fachada del antiguo palacio de la nobleza cuelguen unas largas tiras de percalina roja en las que se dice que aquélla es la casa de los sindicatos.

En Moscú están construyendo ahora una casa. Seguramente se construyen otras, pero esto de levantar un edificio de nueva planta es siempre un acontecimiento en el Moscú soviético. La gente que pasa al pie de los andamiajes se entusiasma y se lo hace notar a uno maravillada.

—Mire: ahí estamos construyendo una casa.

Todas las casas que se construyen en Moscú tienen la misma arquitectura. Es esa arquitectura moderna de hormigón armado con grandes huecos apaisados, sin molduras ni cornisas, con las paredes lisas y las fachadas sin pintar: Le Corbusier. Pero este tipo de arquitectura moderna que en las ciudades modernas es tan decorativo, aquí, en el centro de Moscú, al lado de los viejos caserones moscovitas, junto a las cúpulas doradas de las iglesias y rompiendo los trozos supervivientes de las históricas murallas, es sencillamente horrible.

Los comunistas se han empeñado en cambiar radicalmente en unos años el panorama de la ciudad milenaria. Y no van a conseguirlo.

Ya que se han visto obligados a dar la batalla en Moscú, lo más hábil hubiera sido abandonar el centro de la vieja urbe e irse con sus construcciones tendinosas a las afueras, al ensanche de Moscú. En el cogollo de la ciudad fracasarán como creadores de un nuevo panorama urbano durante muchos años. En arte, lo viejo es más fuerte que lo nuevo.

En el verano, las calles de las barriadas populares de Moscú ofrecen un espectáculo abigarrado, como ya difícilmente se encuentra en ciudades de Centroeuropa. Para imaginar algo semejante hay que pensar en los barrios populares de Lisboa, Sevilla o Nápoles.

Las aceras están tomadas por centenares de vendedores ambulantes, puestecillos de baratijas, quioscos de refrescos, carros cargados con sandías y melones, encaramados en los cuales, los mismos campesinos venden su mercancía; limpiabotas a millares —únicamente en Sevilla hay tantos limpiabotas callejeros como en Moscú— y vagos profesionales recostados en las paredes.