Todo esto sobre un pavimento de guijarros que evoca el aspecto de las ciudades en mil ochocientos ochenta y al lado de unos caserones imponentes con las fachadas cubiertas de cal, en las que hay grandes desconchados que sus actuales moradores no se han cuidado de cubrir. Lo más destacado de Moscú es la falta de policía urbana, de urbanización. Tengo la seguridad de que la impresión desastrosa que muchos viajeros sacan de Rusia se debe principalmente a este defecto de los servicios municipales. Hay muchas gentes para quienes la civilización no es más que eso, y los soviets ganarían muchos adictos si, haciendo un esfuerzo, tuviesen un Cuerpo de guardias municipales uniformados decorosamente, y en vez de barrer las calles unas pobres mujeres cubiertas de andrajos, utilizaran en la limpieza pública un moderno servicio de relucientes automóviles. En definitiva, un poco de macadam y habría muchos más adictos al régimen comunista.
Esta abigarrada muchedumbre que puebla las calles de Moscú ofrece el espectáculo más desconcertante del mundo. En general, es un pueblo mal vestido. Cada cual cubre sus carnes con lo que buenamente puede y se adorna según su libérrimo capricho. La uniformidad del traje que se observa en las grandes ciudades occidentales es desconocida aquí. Hay un uniforme ciudadano —el de los comunistas—, pero sólo una minoría lo ha aceptado. La gente de Moscú, esos tipos desarraigados por la revolución y empujados por la necesidad, esas bandas de chinos miserables, esos grupos de campesinos que vienen a pedir trabajo en las inexistentes fábricas, esa antigua clase media convertida por fuerza en clase proletaria, viste de la manera más sorprendente del mundo. Al lado de las prendas locales más características, las telas de colores vivos del Cáucaso y de Crimea, los viejos trajes ingleses, los hábitos oscuros de los judíos y las camisas norteamericanas.
Hay, además, un fenómeno muy curioso. Durante los primeros años de la revolución, fueron proscriptos inexorablemente todos los atavíos burgueses. Como por ensalmo, desaparecieron los chaqués y los esmoqúines, los vestidos femeninos llenos de encajes y adornos y los sombreros con plumas y abalorios que por entonces se usaban. Todo esto era demasiado peligroso llevarlo en los años del comunismo de la guerra, y quedó cuidadosamente guardado.
Pero ha pasado el tiempo; el bolchevismo, firme ya, puede permitirse alguna tolerancia; hay un indudable renacimiento de los gustos burgueses como consecuencia de las inevitables concesiones a la burguesía, y aquella pobre gente de la clase media, que durante diez años ha tenido que vestirse con la sobriedad comunista, empieza a sacar tímidamente las viejas prendas tan amadas. El espectáculo es sorprendente. Después de diez años, nos encontramos de súbito en Moscú con una mujer vestida irreprochablemente a la moda que se llevaba en Londres o en París al final de la guerra. Estas pobres mujeres de la clase media creen que, después de los once años de régimen comunista, la moda de Occidente sigue siendo la misma y portan bizarramente sus toaletas anticuadas con una inconsciencia que da pena. ¡Pobre gente!
El comunismo, que aspira a ser tanto como un sistema económico, una norma moral, se preocupó desde el primer momento de proporcionar al pueblo, a más de lo indispensable, el modo de satisfacer la humana necesidad de esparcir el ánimo honestamente; la deshonestidad, para los comunistas, está fatalmente en todos los esparcimientos burgueses. Y sirviendo a esta necesidad, se construyeron varios parques de recreo en Moscú.
Uno de ellos, el más importante y el más típicamente comunista, es el titulado «Parque de la Cultura y el Descanso». Está emplazado en la orilla del Moscova y ocupa una vasta superficie en la que se han trazado parterres ingleses y macizos de flores encuadrados por anchas calles cubiertas de albero e iluminadas con potentes focos hasta última hora de la noche.
En este parque se han levantado unos cuantos edificios de audaz arquitectura moderna, decorados con colores radiantes, en los que hay exposiciones permanentes de la industria moscovita, muestras de los productos del campo y demostraciones gráficas por medio de cuadros estadísticos, dibujos comparativos, cifras y fotografías —todo el material de propaganda soviética— de la creciente prosperidad de Rusia bajo el nuevo régimen.
Se ha cuidado amorosamente todos los detalles. El comunismo ha querido poner en este parque todos los elementos de sugestión que puede ofrecer al pueblo: cinematógrafo, bandas de música y orquestas, exhibiciones de artes plásticas, curiosas demostraciones industriales, todos los entretenimientos instructivos; hay, además, en el parque pequeños campos de deporte con anillas, barras, paralelas y trapecios de los que los transeúntes se cuelgan al pasar para hacer unas flexiones automaticamente, con la misma indiferencia litúrgica con que los fieles católicos toman el agua bendita al entrar en las iglesias. El culto al deporte es ya entre los bolcheviques una verdadera liturgia. Con cualquier pretexto, el joven comunista se aligera de ropa y se pone a hacer gimnasia allí donde le place.
En los primeros años de la revolución, las campañas de propaganda de la higiene y el deporte dieron ocasión a graciosos excesos. Por ejemplo:
A las orillas del Moscova acudía una gran muchedumbre de hombres y mujeres para bañarse. Estos bañistas consideraron que el taparrabos era un prejuicio burgués y lo suprimieron. Desnudos como su madre los pariera entraban en el agua y salían de ella, merodeaban por los jardines y se tumbaban al sol en los muelles. Pero un día pensaron que esto de andar desnudos por las orillas del Moscova y vestidos por el centro de Moscú era también un prejuicio burgués. En el desnudo no hay ninguna deshonestidad, y un buen comunista podía mostrar su desnudez en la Plaza Roja sin que nadie tuviera derecho a escandalizarse. Siguiendo este razonamiento, uno de aquellos bañistas del Moscova subió una mañana al tranvía y se presentó en las calles céntricas con su paradisíaco atavío. Según la propaganda comunista en cuestiones de moral, esto era perfectamente lícito, y tras aquel revolucionario se lanzaron otros muchos. Las calles de Moscú empezaron a verse salpicadas de ciudadanos perfectamente en cueros que subían a las plataformas de los tranvías y entraban en los restaurantes con la misma indiferencia que si portasen el más correcto chaqué.
Para evitar este grotesco espectáculo, las autoridades comunistas, que no podían invocar razones de moral, tuvieron que hacer una enérgica campaña sanitaria y decir a los practicantes del desnudo que su desnudez les exponía al contagio de terribles e innumerables enfermedades de la piel. Había que vestirse para subir a los tranvías e ir al cine, pero no por ningún prejuicio burgués, sino para reservarse de la sarna. Gracias a este arbitrio, Moscú no se convirtió durante el verano en una colonia centroafricana.
En los parques y jardines hay todavía cierta libertad. Esta propensión del ruso a desnudarse es inalienable. Pero, en fin, se contentan con quedarse en camiseta. En camiseta de sport hay mucha gente que hace la vida de sociedad en Moscú.
Pese a todas las atracciones comunistas, el Parque de la Cultura y el Descanso no goza todavía de las preferencias del pueblo de Moscú. Es demasiado extraño y demasiado moderno. Es un parque trazado por jardineros norteamericanos y arquitectos alemanes que no va bien con el tono del espíritu moscovita.
Un poco más allá, siguiendo el curso del Moscova, hay unos viejos jardines de la época zarista en los que milagrosamente se conservan los trianoncillos, las grutas artificiales, los cisnes y las alamedas umbrosas. Es el típico parque burgués, con todo su artificio y su sabor romántico, pero la gente de Moscú, los amantes que quieren preocuparse sólo de su amor, los trabajadores que buscan descansar realmente después de la fatiga, los viejos y los niños prefieren perderse en sus senderillos descuidados a desfilar como en una gran parada comunista por las avenidas llenas de letreros del Parque de la Cultura y el Descanso.