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Aparte de que ningún espíritu un poco delicado puede soportar al lado del paisaje clásico de Moscú este panorama detonante de un parque perfectamente extraño y arbitrario, norteamericano o germánico. Es el gran error de los comunistas, que iremos viendo repetido a lo largo de su actuación.

El Hotel Savoy es uno de los pocos signos del capitalismo que quedan en la Rusia soviética. De buena gana los bolcheviques lo hubieran hecho desaparecer; pero lo necesitan, es una de sus concesiones al capitalismo.

Diariamente pasan por Moscú unas docenas de extranjeros no comunistas con los que es preciso tratar y a los que hay que alojar a la manera burguesa. Son, por lo general, representantes diplomáticos, agentes del capitalismo alemán o norteamericano, periodistas de empresas burguesas, ingenieros, arquitectos, gente de la que los soviets necesitan. Para ellos únicamente está abierto este Hotel Savoy, exactamente igual a todos los grandes hoteles del mundo, salvo en el precio. El comunismo consiente que se viva burguesmente. Pero lo cobra caro.

Diez o quince rublos diarios dan derecho en Moscú a tener una cama de bronce, unas ostentosas cornucopias, unos sillones de raso, unos cuadros de estilo francés con grandes marcos dorados, un bolchevique que le pone a uno el abrigo ceremoniosamente y un camarero que le enciende oficiosamente el cigarrillo.

Esto, sin embargo, no nos permite creer que la vida comunista de los moscovitas tiene ninguna contaminación burguesa. Yo he llevado al Hotel Savoy a comunistas de Moscú que, al descubrir aquel ambiente burgués en la sede del comunismo, se maravillaban como si súbitamente hubiesen sido transportados a otra época.

El sentido comunista de la vida cotidiana es la mayor conquista de la revolución. De grado o por fuerza, el ciudadano de Moscú vive en un régimen distinto al del ciudadano de cualquier otra parte.

Lo primero que se advierte es que ha sido suprimida toda superfluidad. La gente tiene necesidad de comer, dormir y reunirse, y a estas necesidades se atiende, pero sucintamente.

Yo tengo la impresión de que hoy no hay nadie que se quede sin comer en Moscú. La alimentación es barata. Más barata que en ninguna parte del mundo, a pesar de esos telegramas de Riga que hablan constantemente del «hambre en Moscú». El kilo de pan cuesta diez copekas —unos treinta céntimos—, y la carne es tan abundante que se considera un lujo no comerla. El tipo medio de restaurante tiene un precio de ochenta copekas a un rublo por comida. Teniendo en cuenta no sólo el cambio, sino el valor adquisitivo de la moneda rusa, viene a ser unas dos pesetas.

Esto, claro es, para el que no es comunista ni obrero. El obrero tiene su restaurante cooperativo en la misma fábrica donde trabaja y come por una cantidad equivalente a una peseta. Téngase en cuenta que en Rusia sólo se hace una comida fuerte al día y que el obrero industrial gana un jornal que puede evaluarse en unas doscientas cincuenta pesetas mensuales. La acción de la Narpit —empresa del Estado para el abaratamiento de la alimentación de la clase trabajadora— ha sido eficacísima. El obrero come bien y come barato.

En cuanto a la vivienda, la tiene asegurada por el solo hecho de ser trabajador, por un precio irrisorio. En Moscú existe un pavoroso problema de habitación, pero no para los trabajadores, de cuyo alojamiento cuida el Estado.

Pero esto es sólo en cuanto se refiere a las necesidades primordiales; comer, dormir y transporte. Pese a todas las doctrinas comunistas, la vida tiene unas necesidades que pudiéramos llamar de estimación personal, a las que el Estado no puede atender por ahora. Y en este aspecto la vida es fabulosamente cara en Moscú.

Todo lo que el obrero ahorra de su jornal en las necesidades primordiales, lo gasta en procurarse un pequeño bienestar que, desde luego, no tiene punto de comparación con el que puede conseguir el obrero de un país capitalista.

Vestir, simplemente vestir, como sea, es ruinoso para la economía de estas gentes. Yo creo que la impresión desastrosa que mucha gente ha sacado de Rusia se debe a que es un pueblo de gente mal vestida.

Pero, además de esto, la vida del hombre civilizado exige una porción de pequeñas cosas sin importancia, de bagatelas, de naderías, que es imposible suprimir aun teniendo el más puro sentido comunista de la existencia. Y todo esto no podrá tenerse en Rusia durante mucho tiempo.

Esa falta absoluta de superfluidad es lo que da ese aire dramático a la vida en el régimen comunista. He visto el esfuerzo económico que para una pareja de jóvenes trabajadores representaba la adquisición de un pedazo de tela decorativa con que dar un poco de gracia a la sordidez de la estrecha habitación en que habían hecho su nido.

Uno mira estas cosas fatalmente desde un punto de vista burgués. Hay que admitir que el puro sentido comunista de la existencia puede suprimir todo eso, sustituirlo con unas satisfacciones espirituales más puras, más humanas, pero de momento, yo consigno que he encontrado gente que se consideraba infeliz por esta implacable determinación de lo necesario que hace el comunismo. Y esta gente no tenía ningún prejuicio burgués. Eran comunistas auténticos.

NIÑOS, MUJERES, POPES Y TENDEROS

Cuando en una calle de Moscú se encuentra uno arrimado a la acera a un tipazo mugriento, barbudo, con una pelambrera piojosa cayéndole sobre los hombros, los grandes ojos azules mirando espantados el espectáculo callejero, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, la testa oscilante mientras los labios torpes intentan vanamente articular unos sonidos humanos entre eructos de aguardientes, ya se sabe: es un pope.

Yo no sé si antes de la revolución sería así también. Sospecho que la embriaguez habitual es una de las tradiciones más características del clero ruso, a juzgar por las referencias literarias que de él tenemos. Lo que es ahora, decir pope es decir borracho.

Creo que, aparte una natural predisposición al alcoholismo, que por lo visto ha sido siempre patrimonio del cura ruso, es la revolución lo que le empuja ahora fatalmente a la embriaguez. Desde el triunfo del bolchevismo, el pope «bebe para olvidar». La tragedia de la iglesia ortodoxa dentro del régimen soviético es una tragedia disuelta en alcohol.

El partido comunista, siguiendo su táctica un poco jesuítica de siempre, cuando se topó de cara con la iglesia, no se atrevió a darle la batalla francamente. El pueblo ruso era, y sigue siéndolo, el pueblo más religioso del mundo. No se trata de una religiosidad militante, disciplinada y concreta, sino un difuso sentimiento religioso, mezcla de superstición y de idolatría, tan arraigado en el fondo del alma rusa que hasta los bolcheviques que se atrevieron con todo, se detuvieron prudentemente antes de atacarlo a fondo.

Pudieron haber suprimido al cura como suprimieron al comerciante, al patrono y, en general, a toda la burguesía. Los sótanos de la Checa habían probado ya su capacidad para eliminar una clase social entera, por fuerte y numerosa que fuese. Pero con el cura, acaso por temor a una explosión de ese difuso sentimiento religioso tan arraigado en el alma del pueblo ruso, tal vez porque los comunistas han puesto siempre un exquisito cuidado en evitar que se formase la aureola del mártir alrededor de sus víctimas, y la Iglesia es maestra sapientísima en la elaboración de mártires, el caso es que se siguió otro procedimiento de eliminación: el de sitiarlos por hambre.

Hace once años que la vida se le hace imposible al pobre pope ruso. Si subsiste es porque, por lo visto, la clase sacerdotal tiene una vitalidad superior a la del resto de los mortales.

Se nacionalizaron todos los bienes religiosos: hasta los ornamentos del culto. El pope se encontró de la noche a la mañana con que no tenía más que la sotana que llevaba puesta. Se suprimió toda subvención al clero, se castigaron duramente las especulaciones con objetos de culto y se impidieron las recaudaciones de fondos entre los fieles. Durante los terribles años de miseria que siguieron a la revolución, el pope, privado de todos sus recursos, permanecía impotente y famélico a la vera de sus iconos, ante los que iba a prosternarse una muchedumbre llena de fervor religioso, pero sin una copeka en el bolsillo. Los buenos parroquianos de antes habían emigrado o perecido.