El pope se lanzó entonces a una vida de hampón. Mendigando por las casas de sus fieles, comiendo aquí y ayudando allá, durmiendo donde le cogía, alternando con ese poso turbio de malhechores e infelices que ponen en ebullición las revoluciones, el pope ha ido cayendo poco a poco en una especie de vagabundaje que pone pellas de barro en sus barbazas, antes tan respetables, y deshace en jirones su imponente sotana.
¡Pobres popes rusos! Yo he visto a uno que llevaba todo el verano durmiendo bajo la bóveda del firmamento. En Moscú hay un pavoroso problema de viviendas, y la dictadura del proletariado distribuye las habitaciones de que se dispone según la utilidad social del que las demanda. El cura, según los bolcheviques, no desempeña en Moscú ninguna función necesaria, y no tiene, por tanto, derecho a habitación. Considerado como una superfluidad, el pope ve claramente que está condenado a perecer. Y consciente de su fin próximo, desesperado, se entrega a la bebida.
Me dicen que algunos, no muchos, han tenido una resolución heroica y se han puesto a trabajar en las fábricas.
Durante algún tiempo, la Iglesia, a la que los bolcheviques no atacaban directamente, creyó que podría salvarse y convivir con el nuevo régimen. La maniobra soviética de favorecer encubiertamente a una secta para hacer daño a la otra hizo concebir a algunos la esperanza de que podrían subsistir. Una parte del clero se puso entonces al lado de los bolcheviques bajo la bandera de la Iglesia Viviente, que, en efecto, encontró cierto apoyo entre los directores del partido. Este intento que hicieron los curas para salvarse fue muy curioso. Compaginaban la religión con sus creencias aquellos pobres popes diciendo que, puesto que la voluntad de Dios era que hubiesen triunfado los bolcheviques, había que someterse a ellos y ayudarles incluso en su tarea revolucionaria. Para congraciarse con la dictadura del proletariado, algunos popes izaban la bandera roja sobre las cúpulas doradas de sus iglesias, y en su propaganda intercalaban citas de Marx, Engels y Lenin a los versículos de la Biblia.
Pero la maniobra soviética está ya demasiado clara para que puedan hacerse ilusiones sobre su destino. Los bolcheviques favorecían esta herejía de la Iglesia Viviente para acabar de destruir la Iglesia Ortodoxa.
A pesar de todo, el pueblo sigue siendo religioso. Pero el pope ha perdido todo su prestigio. No hay paridad posible entre la significación social de un cura católico o protestante y un pope ruso. En la aldea, el pope, que siempre, aun bajo el zarismo, tuvo una reputación moral poco envidiable, se ha convertido en un tipazo pintoresco, filósofo cínico, borrachín genial, que divierte a los campesinos con su ingenio, su cultura y su desvergüenza.
El pope y su mujer la papadia, con sus broncas conyugales, sus borracheras, sus arbitrios para poder comer, su desesperación y sus pecados, todos son la sal de la vida aldeana, la anécdota pintoresca que alegra un poco la triste vida de trabajo de los campesinos. El pope ha venido a ser el fermento anarquista de la aldea.
Y, a pesar de todo, subsiste ese difuso sentimiento religioso del pueblo ruso.
Este humilde comerciante que todas las mañanas abre su tiendecita, dispone cuidadosamente sus chucherías en el escaparate y se sienta detrás del mostrador a esperar melancólicamente a los problemáticos compradores, es uno de los tipos más emocionantes de Rusia.
Cuando abre su tiendecita no sabe qué nueva calamidad va a traerle el nuevo día. Puede esperar que de un momento a otro le confisquen sus pobres géneros, le insulte la muchedumbre o le encarcelen agentes de la GPU. El comerciante, este pequeño y humilde hombre de la tiendecita, es el paria de la Rusia soviética.
Empezó el régimen bolchevique por la abolición de todo el comercio privado. La persecución que entonces se hizo contra los comerciantes fue implacable. Los agentes de la Checa llegaron hasta el extremo de actuar como agentes provocadores del comercio ilegal para poder encarcelar a los comerciantes. Se disfrazaban de campesinos y tentaban la codicia de los comerciantes ofreciéndoles artículos a bajo precio para su reventa. Si el pobre comerciante se dejaba tentar por su indesechable afán de lucro y entraba a discutir la oferta, iba a dar inmediatamente con sus huesos en las prisiones de la Checa, de donde no salía ordinariamente sino para la deportación.
El establecimiento de la Nueva Política Económica, que rectificaba totalmente la actitud del comunismo ante el comercio, dio fin a la época heroica del comercio clandestino. Se permitía al comerciante vivir y comerciar, ya que era indispensable, pero su condición social no mejoraba.
Bajo el régimen de la nep (Nueva Política Económica) se tolera al comerciante considerándolo como un mal inevitable, pero se le hace objeto de toda clase de vejaciones e injusticias. El nepman es el enemigo del proletariado, que al ejercer ahora la dictadura, no tiene ningún escrúpulo en cometer con él toda clase de injusticias sociales. Al nepman se le acorrala por todos los medios, se cargan sobre él todos los tributos, se le priva de toda existencia social, no tiene derecho al voto, se niega a sus hijos el acceso a las universidades.
Al lado de cada tiendecita, el Estado abre un establecimiento cooperativo que le haga una competencia ruinosa merced a la exención de impuestos y a todas las ventajas de la protección oficial.
Pero, a pesar de todo, el hombre de la tiendecita, castigado y perseguido siempre, subsiste por un verdadero milagro de vitalidad. ¡Qué formidable fuerza tiene en el mundo el espíritu comercial! De todas las actividades burguesas combatidas por el comunismo, es esta del comercio la que con más pujanza retoña siempre.
El comerciante tiene tal capacidad de adaptación a las circunstancias, que, cuando más segura está la economía comunista de haberlo eliminado, más incrustado en ella se lo encuentra. En la actualidad, el neptnan ve claramente que no puede luchar con la cooperativa del Estado; ante el régimen de desigualdad de impuestos, la tiendecita privada sucumbe. Pero el comerciante no desaparece nunca; se transforma en agente de compras al servicio de la cooperativa, y dentro de ella sigue trabajando, guiado única y exclusivamente por su afán de lucro personal, que al fin y al cabo encuentra el modo de satisfacerse. Así se da el caso de que la cooperativa del Estado, caída en manos de comerciantes, pierde toda su virtualidad, y el comprador advierte un día que ha de pagar tan caras las cosas en el establecimiento cooperativo como en la tienda privada.
Cuando se constituyen sociedades para el comercio al por mayor, el Estado se queda con el 51% del capital, pero a pesar de este control, el lucro personal subsiste. El neptnan, perseguido, vilipendiado, privado de todos los derechos políticos y de toda consideración social, llega siempre a hacerse con la verdadera fuerza: el dinero.
Para evitar este retoñar incesante del espíritu burgués, los bolcheviques tendrían que hacer una revolución cada cinco años. La burguesía retoña siempre, y cada vez bajo disfraces más hábiles. El final de esta lucha, que es el final de la revolución, es difícil preverlo. ¿Se perderá el espíritu comunista arrastrado tras una máscara cualquiera del espíritu burgués? A fuerza de disfraces y evoluciones, ¿llegará el espíritu burgués a convertirse, a su pesar, en espíritu comunista?
¡Quién sabe! Yo he visto en las calles de Moscú los escaparates de estas tiendecitas tan perseguidas por los bolcheviques presididos por grandes retratos de Lenin o de Stalin, que estos humildes comerciantes envolvían en una orla de seda roja. Ya sé que se trata de una ficción, que el comerciante no siente ninguna admiración por los leaders del comunismo; pero este buen hombre de la tiendecita es tan dúctil y maleable, tiene tanta facilidad para adaptarse… En los países monárquicos, ¿no se les hace monárquicos a fuerza de colocarles retratos de los reyes, y en los republicanos no se convierten a la república por la sola sugestión de las alegorías cromolitográficas?