Ha sido la mujer quien ha sufrido más duramente las consecuencias de la revolución. El tránsito del viejo régimen al régimen comunista se ha hecho principalmente a costa de la mujer. Y, caso curioso, es la mujer rusa la que defiende y, en gran parte, mantiene el comunismo.
Las primeras arremetidas del comunismo fueron contra todos los atributos de la feminidad. Se les quitaba el derecho a educar a sus hijos, se condenaban sus ancestrales virtudes domésticas, se despreciaba su fidelidad al marido y su humildad ante el pater familias, se iba, en la propaganda del comunismo, hasta los tibios rincones del hogar que ella había cuidado amorosamente para destruirlos implacablemente al grito de «son prejuicios burgueses».
El efecto de esta propaganda no lo comprenderá nunca un latino, porque así como nuestras mujeres son en la vida social un elemento conservador, la mujer rusa es un formidable fermento revolucionario, no ya en los núcleos puestos al margen de la vida social por el antiguo régimen, sino en todas las clases sociales. El sentimiento revolucionario de la mujer, lo mismo entre las aristócratas que entre las aldeanas, es siempre superior al del hombre.
Súbitamente, la mujer rusa se encontraba en la calle, abandonada por el hombre y desprovista de sus seculares atributos, casi desnuda. Entonces no tuvo más remedio que sumarse a la revolución. Y lo hizo con el fervor que la mujer es capaz de poner en su esfuerzo cuando se cree investida de una misión providencial.
En 1924 había más de sesenta mil mujeres que formaban parte de los soviets rurales, y en la actualidad pasan de cien mil. Los congresos cantonales tienen unos veintitrés mil miembros femeninos, y mil doscientas mujeres trabajando en los soviets de los cantones. En la provincia de Moscú, el 20% de los presidentes de los soviets rurales son mujeres. En los comités ejecutivos provinciales el 21% de los miembros son también femeninos. (Perdón. He formado el deliberado propósito de no hacer en mi reportaje sobre Rusia una sola referencia a los datos estadísticos que tanto aman los bolcheviques, pero en este caso las cifras eran elocuentísimas. No reincidiré).
En pago a esta colaboración, el comunismo ha dado a la mujer lo siguiente: mayoría de edad a los dieciocho años, con la plenitud de todos los derechos civiles; facultad de ser elegidas desde esa edad para todos los cargos de la Unión, transformación del matrimonio en un simple acto de registro, sin más finalidad que hacer constar oficialmente la comunidad de intereses de dos personas unidas libremente; divorcio a demanda de las dos partes o de una sola; separación de bienes; derecho de la mujer a conservar su apellido, a fijar el lugar de su residencia independientemente de la voluntad del marido. La ley establece, sin embargo, que los cónyuges se deben ayuda mutua en los casos de paro forzoso, de enfermedad o de incapacidad para el trabajo, y estas obligaciones no pueden eludirse ni aun por medio del divorcio. La poligamia está penada, y cada uno de los cónyuges tiene derecho a exigir del otro, antes del casamiento, un certificado médico de sanidad. Los hijos no son legítimos ni ilegítimos; todos son iguales, y sus padres están obligados a alimentarlos y educarlos —en tanto el Gobierno soviético no esté en condiciones de hacerlo—, contribuyendo por partes iguales. En caso de separación de los cónyuges, el que conserve consigo al niño tiene derecho a percibir del otro, sea el hombre o la mujer, una pensión alimenticia.
La mujer trabaja como el hombre y con el mismo salario; tiene acceso a todos los talleres, excepto a aquellos en que la labor se considera nociva para su salud. El trabajo de noche les está absolutamente prohibido, y tienen dos días de descanso al mes con salario; se les paga igualmente el salario durante ocho semanas antes del parto y ocho semanas después. Mientras amamanta al hijo, la obrera tiene derecho a dos interrupciones de media hora cada una durante la jornada de trabajo. Desde 1917 están abolidas las penalidades contra el aborto, aunque éste sólo se puede practicar en los establecimientos sanitarios oficiales, y para ello se tropieza siempre con ciertas dificultades burocráticas, a no ser en los casos en que lo consideren indispensable.
Todas estas conquistas dan un aire bizarro y satisfecho a las mujeres rusas. Cuando ellas se refieren a la vida de las mujeres en los países capitalistas, tienen el mismo tono conmiserativo que las nuestras usan para condolerse de las mujeres mahometanas, por ejemplo. Están tan orgullosas de sus conquistas, que por nada del mundo volverían al régimen anterior. Este fervor revolucionario es tal, que cierran los ojos a la realidad, y ni siquiera ven las terribles dificultades materiales con que tropiezan en la situación actual de Rusia para el desenvolvimiento de su vida. La crisis de trabajo, que de hecho invalida todas las sabias medidas de protección a las trabajadoras, la escasez de viviendas, que impide la formación de matrimonios, y el atraso de la industria, que le priva de lo más indispensable, incluso de vestirse y calzarse, no son para ella más que accidentes. Yo he visto a estas muchachitas comunistas pasear altivamente arrebujadas en una vieja chaqueta de hombre y con un trapo basto de tejido aldeano liado a la cabeza por todo atavío. Es maravilloso ver cómo han prescindido aun de lo que nosotros creíamos sustancial en la naturaleza femenina.
Claro es que esto es sólo en lo que se refiere a la minoría que hoy rige los destinos de Rusia. Pero esta minoría es, de hecho, lo único que hay en la masa amorfa de los millones de habitantes del territorio ruso. Ya sé que, además de estos millares de muchachitas comunistas que van en piernas o con calcetines porque no hay medias, hay muchos miles de mujercitas que darían todas las conquistas de la revolución por un par de medias de seda.
Y, en esto, va a darse un caso muy pintoresco. El Gobierno soviético está invirtiendo grandes sumas en la creación de fábricas de seda artificial distribuidas por todo el territorio ruso. Pero no porque se conduela de esta necesidad burguesa de las jovencitas de la Unión, sino simplemente porque las fábricas de seda artificial se pueden transformar rápidamente en un momento dado en fábricas de productos químicos para la guerra.
¡Prodigio de la Química que vincula la defensa armada de la revolución en la supervivencia de una fruslería gruesa: las medias de seda!
La espantosa mortandad producida en Rusia, primero por la guerra, después por la revolución y finalmente por el hambre de 1921, creó este pavoroso problema de los niños abandonados. El padre había sido asesinado por las balas de los alemanes, de los ejércitos contrarrevolucionarios o de la Checa; la madre había sucumbido de inanición, y por un verdadero prodigio de la naturaleza, el hijo subsistía.
Subsistía en el más completo abandono, viviendo como las alimañas en los campos, como los perros vagabundos en las ciudades medievales y como los pájaros. Millares de chiquillos de ocho, diez o doce años iban a través de Rusia emigrando en bandadas hacia el Sur como las golondrinas cuando se aproximaba el invierno, y retornando en primavera a Moscú y Leningrado. Yo los he visto merodeando por los alrededores de las estaciones camino de Ucrania, del Cáucaso y de Georgia, hacia donde les empujaba el frío en los primeros días de septiembre.
Es maravilloso que hayan podido subsistir. Viéndolos ahora, ya grandullones, curtidos en esta vida heroica que no se diferencia en nada de la vida de las fieras en el desierto, uno se queda sobrecogido de espanto al pensar en los millones de ellos que han debido caer. Porque la vitalidad de los supervivientes es algo milagroso.