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Han crecido y se han hecho hombres en el más absoluto abandono, durmiendo en invierno y verano a la intemperie, en los pórticos de las casas, en los tejares, en los cobertizos de las estaciones y en las cuevas de los desmontes, alimentándose exclusivamente del producto de sus rapiñas, pasando hambre, frío y fatigas, sin que jamás se acercase a ellos el hombre como no fuese para perseguirlos y castigarlos. Quisiera saber el concepto que estos muchachos tienen de la humanidad. Debe de ser muy semejante al que tengan los lobos, los zorros o los ciervos.

Pero con ser espantoso el pasado de estos muchachos, su porvenir es mucho más espantoso aún. ¿Qué van a hacer, para qué van a servir en la sociedad humana unos hombres criados como las fieras? Yo confieso que, a despecho de todo sentimiento humanitario, he tenido, siempre que he pasado junto a una de estas bandas de golfillos, una desagradable sensación de miedo y de repugnancia, esa sensación tan clara para los cazadores que hace empuñar mecánicamente la escopeta cuando se advierte la proximidad de una alimaña.

Esta de los muchachos abandonados es la gran vergüenza del régimen soviético. Yo no cometo la injusticia de culpar de ella a los bolcheviques. Ellos han hecho todo lo que podían para evitarla. ¡Pero podían tan poco!

Eran muchos miles los niños que se habían quedado sin hogar a consecuencia de la guerra, de la revolución y del hambre. Ha sido preciso esperar a que se fueran muriendo de hambre, de frío y de abandono.

Afortunadamente, ya quedan pocos; pero el problema que plantea la existencia de esos pocos supervivientes de la mayor iniquidad que han visto las edades es todavía pavoroso. ¿Qué se va a hacer con esos hombres criados como fieras?

Incorporarlos ahora a la vida social es punto menos que imposible. Los soviets han creado escuelas, reformatorios, campos de concentración e institutos para recogerlos y educarlos, pero es inútil. La prueba a que se les ha sometido ha sido demasiado fuerte. El muchacho de quince años que se siente vivo aún gracias únicamente a su fiereza, a su rapacidad, no fía ya más que en su vitalidad y en su instinto; es imposible reducirle a una disciplina social. Sabe que el hombre es el enemigo del hombre, y que sólo la astucia, la agilidad y la resistencia física garantizan el derecho a vivir.

Para volverlos a la civilización, hay que cazarlos como a verdaderas alimañas. Pero a pesar de todos los esfuerzos, aunque se les instale en centros de educación tan perfectos como el que ha creado la GPU en Moscú, fatalmente se escapan y vuelven a su vida salvaje de merodeadores, porque ya se ha creado en ellos una segunda naturaleza selvática que no consiente el contacto con la sociedad.

El peligro que unos hombres así formados representa para un país es imponderable. Afortunadamente, quedan pocos. La muerte, cebándose en ellos, ha desempeñado una misión civilizadora. De subsistir, esta generación de fieras hubiese sido la generación del Apocalipsis.

Como en San Marcos de Venecia, las palomas bajan en la Plaza Roja de Moscú a comer en la mano de los paseantes. Las autoridades soviéticas fomentan este amor al animal y a la planta por medio de una intensa propaganda, y las palomas se han hecho buenas amigas de los bolcheviques.

Esta mañana he visto en la Plaza Roja la siguiente escena:

Bajaban las palomas en bandadas a buscar el sustento que la buena gente les ofrece. Agazapado detrás de una farola, un golfillo de diez o doce años a lo sumo acechaba. Súbitamente, como un gavilán, el golfillo ha saltado de su escondite, ha prendido en la garra una paloma y ha emprendido una carrera desesperada con su presa escondida en el pecho. La buena gente comunista que ha presenciado la escena se ha lanzado en persecución del golfillo. Un guardia rojo le ha intimado a que se detuviera inútilmente. Si le coge, el castigo hubiera sido ejemplar.

POLICÍAS, PERIODISTAS, SOLDADOS.

Los soviets tienen hoy la mejor Policía del mundo. Es tan buena, está tan maravillosamente organizada, que ni siquiera se advierte su existencia. Yo he recorrido Rusia de punta a punta, he andado a mi placer por ciudades importantes y por aldeas, he viajado solo, siempre solo, sin decir a nadie adonde iba ni con qué objeto, en avión, en ferrocarril, en auto y hasta en carro. Nadie me ha molestado nunca, ni me ha pedido un documento, ni me ha puesto la menor dificultad.

Tengo, sin embargo, la impresión de que se me han seguido los pasos y de que se ha sabido en todo momento adonde iba y con quién me entrevistaba. Sería cándido suponer lo contrario. Pero no me ha ocasionado ni la más mínima molestia; como si yo fuese el amo de Rusia. Por eso afirmo que la Policía soviética es la mejor del mundo.

Esta opinión me la han confirmado quienes tienen más motivos que yo para sostenerla: los comunistas de la oposición. Por un extraño azar, durante todo mi viaje por Rusia he ido cayendo sucesivamente en manos de miembros de la oposición más o menos caracterizados, y todos ellos, cuando yo les hablaba de la libertad que tenía para moverme, se sonreían diciéndome: «Tenemos la mejor Policía del mundo. Mientras, usted no haga más que curiosear de un lado para otro, todo irá bien. Pero, por si acaso, no salga usted nunca de su papel de viajero curioso».

Después he tenido ocasión de comprobar la omnipresencia de los agentes de la GPU. Lo ven todo y lo saben todo. Piénsese que no sólo sus directores sino muchos de sus agentes han sido cocineros antes de frailes; es decir, que han estado muchos años burlando a la Policía del zar o cayendo en sus garras. Son, indudablemente, la gente que estaba mejor preparada para organizar una Policía política. Imagínese lo que sería la Guardia Civil española si estuviese algún día en manos de los gitanos.

Como Policía política, la GPU es la mejor del mundo. Ahora bien, como Policía criminal es absolutamente ineficaz. Aún no ha podido reprimir el bandidaje en los campos y en los trenes, y ni siquiera responde de la seguridad del transeúnte que se aventura a horas avanzadas por las barriadas extremas de Moscú. No es su oficio, sencillamente.

Su poder es omnímodo en toda Rusia. El «guepeú» asume todos los poderes y disfruta de la más absoluta inviolabilidad. Esto ha garantizado el orden, cosa que a la gente de temperamento conservador quizá le satisfaga plenamente. Pero los que estamos espiritualmente más cerca de los delincuentes que de la Policía, sentimos cierta angustia al advertir que hay unos individuos privilegiados que tienen en sus manos todos nuestros derechos y nuestras libertades. El hombre netamente liberal no abdica esto ante ninguna garantía de orden, por fuerte que sea.

Para el que no siente este escrúpulo de conciencia ni está animado de propósitos revolucionarios en contra del Gobierno de Moscú, la institución es maravillosa. El «guepeú», consciente de la responsabilidad que en él se deposita, es, en cada caso, la garantía de una justicia inmediata, un poco patriarcal, absolutamente honrada. Todos los pleitos e incidentes de la vida cotidiana los falla en el acto de su planteamiento de manera inapelable el agente de la GPU. En un país todavía desorganizado, como Rusia, la intervención inmediata y por todos acatada de esta autoridad sin límites es altamente beneficiosa.

Yo mismo he tenido ocasión de comprobarlo.

Tuve que hacer un recorrido por ferrocarril y creí que adquirir el billete sería en Rusia una cosa tan hacedera como en cualquier otro sitio. Pero conociendo ya el «tempo lento» que tienen todas las cosas en este país, tuve la precaución de ir a la taquilla a comprar mi billete veinticuatro horas antes de la salida del tren.

El aspecto de las estaciones rusas es sorprendente. Como los viajes a través del territorio ruso son casi siempre de miles de kilómetros, los viajeros se mueven de un lado para otro con una terrible impedimenta de colchones, sábanas, mantas, almohadas, vajilla y provisiones. Algunas familias viajeras llevan hasta el samovar, que en un rincón cualquiera de las estaciones, en su departamento del vagón, en cualquier sitio, preparan cada dos horas para hacerse el inevitable té.