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Ante las ventanillas para el despacho de billetes había largas colas de gente que esperaba. Tomé plaza en una de aquellas colas y me puse a fumar cigarrillos y a esperar que me llegase el turno. Pero pasaba una hora y otra y otra, y la cola no avanzaba un paso. Entablé una rudimentaria conversación con mis compañeros de espera por medio de la mímica y de algunas palabras rusas que yo ya conocía y pude saber, con el espanto consiguiente que el despacho de billetes no se abría hasta doce horas más tarde. Además, según me dijeron, sólo habría plazas para los diez o doce primeros puestos de la cola que estaba allí desde el día anterior. Nosotros hacíamos cola para el día siguiente o para el otro. Desistí.

Yo, que estaba dispuesto a adquirir mi billete sin ninguna preferencia, viajando como cualquier hijo de Rusia, reconocía que aquella espera de dos o tres días en una estación para tomar un billete era un esfuerzo superior a la resistencia física de un occidental, y salí de la cola dispuesto a hacer valer mi condición de extranjero para que se me despachase el billete inmediatamente. Emprendí entonces una difícil peregrinación: interpelé uno tras otro a todos los empleados de la estación, llegué hasta el despacho del jefe y formulé mi pretensión ante el que llamaríamos interventor del Estado. Todo inútil. La contestación era siempre la misma: en la Rusia comunista todo el mundo tiene los mismos derechos. Yo debía esperar, como cada cual, a que me llegase mi turno.

Estaba ya resignado por la fuerza de los hechos cuando pasé casualmente ante un puesto de vigilancia de la GPU. ¿No dicen que la GPU es omnipotente en Rusia? Vamos a ver si ella me consigue un billete de ferrocarril.

Entré y expuse mi deseo al comandante del puesto, quien, atendiendo a mi condición de extranjero, lo estimó muy razonable.

—Le despacharán a usted el billete hoy mismo.

—Le advierto que he hablado con el jefe de la estación, quien me lo ha negado.

—Irá usted de nuevo recomendado por la GPU.

—Es que, según creo —aventuré tímidamente—, parece que no hay plazas libres en el tren.

—Usted irá en ese tren —me dijo—. Diez minutos antes de la hora de partida esté aquí con su equipaje.

Así lo hice, y efectivamente, allí estaba mi billete y mi plaza reservada en un magnífico vagón de primera clase. Porque, eso sí; en Rusia es difícil obtener un billete de ferrocarril, pero cuando se ha obtenido, se viaja mejor, con más lujo y comodidad que en ninguna parte del mundo. No es una cosa excepcional para extranjeros, no. Los trenes rusos son los más confortables y los más baratos del mundo. Ahora bien: no hay ni la mitad de los que se necesitan.

He relatado esta intervención de la GPU a favor mío porque demuestra cómo actúa esta fuerza policiaca. No porque me satisfaga. Yo, la verdad, en lo íntimo de mi conciencia hubiese preferido esperar los tres días a pie firme en la estación a sentir netamente la influencia de ese poder absoluto, sin ningún control, que campea hoy en Rusia.

—¿Cómo se ejerce en Rusia la censura de Prensa? —he preguntado en Moscú a un periodista.

—Aquí no se ejerce la previa censura —me ha contestado—. Los periódicos publican todo aquello que sus redactores jefes creen que debe publicarse.

Cuando ha visto que yo me sonreía, mi interlocutor se ha apresurado a aclarar:

—Claro es que los redactores jefes de los periódicos creen que sólo puede publicarse aquello que conviene al Gobierno. No crea usted que nos preocupa la necesidad de dar una apariencia de libertad a la Prensa; no. El periódico está absolutamente en manos del Gobierno de Moscú, y así debe ser. El cargo de redactor jefe de un periódico es un cargo político que se otorga sólo a personas de la confianza del Gobierno, absolutamente identificadas con su política; el periodista es un funcionario más de la máquina administrativa.

El partido comunista no tiene por la Prensa ninguna simpatía. Los bolcheviques consideran el ejercicio del periodismo como la manifestación más clara del servilismo de los intelectuales a la burguesía. Esta enemistad está sobradamente justificada. Los leaders del bolchevismo han sido víctimas de las más furiosas campañas de la Prensa, y todavía son los periódicos dependientes económicamente de las empresas capitalistas los que mantienen en el mundo el cerco al comunismo. Cuando en los primeros días de noviembre de 1917 los bolcheviques eran dueños de Petrogrado, y los obreros, soldados y marinos, ejecutando las disposiciones del Comité Militar Revolucionario reunido en el Instituto Smolny, ocupaban triunfalmente las calles de la ciudad, todavía los periódicos de Petrogrado, fieles a la causa de la burguesía, más o menos disimuladamente, arremetían contra ellos ferozmente, y dando gritos de espanto ante lo que llamaban el fin de la civilización, azuzaban a la juventud intelectual y burguesa lanzándola al combate contra los proletarios.

Para los bolcheviques, la Prensa no merece ninguna consideración de índole moral; no es más que un arma de combate absolutamente inerme por sí sola, de la que se dispone desde el Poder como se dispone de las ametralladoras o de los carros de asalto. Se incautaron de ella del mismo modo que se incautaron de los depósitos de municiones, y no han tenido nunca la sospecha de que, actuando independientemente del Poder público, la Prensa pueda realizar ninguna función social.

«Es cierto —decía Trotsky— que escribimos bastante mal, que los artículos de fondo de nuestras Izvestias están llenas de párrafos mal construidos y plagados de contradicciones (¿cómo hubiera sido posible, sin contradicciones?), y que se ha perdido aquel estilo periodístico tan acabado que teníamos antes de la revolución de noviembre, cuando Miliukov babeaba la prosa exquisita de sus artículos de fondo y Hessen servía maravillosamente al público los mejores bocados de los procesos de divorcio, pero la verdad es que todos esos «desnatadores de cultura» lo que hicieron fue liquidar la revolución de 1905 con sus brillantes prosas periodísticas».

En el régimen comunista, los periódicos, siguiendo este criterio, no son más que escuderos de la revolución. Se les ha podado implacablemente todo aquello que pudiera ser una reminiscencia burguesa y se les ha convertido en boletines oficiales del Gobierno.

Para no dejar al periodismo tradicional ni siquiera el valor social que tiene como portavoz de las masas populares, los comunistas crearon y fomentaron los llamados periódicos murales, una especie de tablilla de anuncios colocada a la entrada de todas las fábricas y oficinas, donde los obreros pegaban sus comunicados manuscritos con sus reclamaciones, sus críticas y sus alabanzas. Este sistema rudimentario de expresión de la voluntad popular acababa de quitar toda su importancia a la Prensa y daba satisfacción a la necesidad que tiene el pueblo de manifestarse sin ocasionar un grave peligro para la dictadura por la escasa difusión que aquellas opiniones inmovilizadas en un paredón podían tener.

Los periódicos murales están hoy en franca decadencia; los obreros han ido cediendo en el fervor intervencionista de los primeros momentos de la revolución, y cada vez acuden menos con sus quejas a estas tablillas que antes llenaban a diario con sus escritos. Yo he visto infinidad de periódicos murales en los que no hay más muestra de expresión popular que alguna divagación teórica sobre el marxismo o los pinitos literarios de algún obrero amarilleando bajo los efectos del sol de muchas semanas.

A pesar de todos sus pecados, el periodismo es insustituible. El partido comunista no ha tenido más remedio que respetar su forma tradicional y darle una apariencia de libertad, aunque en el fondo lo tenga completamente sometido.