El régimen de Prensa de los soviets es bastante curioso. Los periódicos tienen una gran libertad para tratar de todas las cuestiones de las Administraciones según el criterio personal de sus redactores. En cambio, no se les consiente ninguna discusión de carácter doctrinal. Para la Prensa soviética, no hay más que una doctrina sociaclass="underline" el marxismo; ni más interpretación de ella que la del Gobierno de Moscú.
El sistema es radicalmente distinto del que siguen los Gobiernos burgueses en sus coacciones sobre los periódicos. Por lo general, todas las dictaduras que se apoyan en el capitalismo utilizan la censura de Prensa para impedir las campañas dirigidas contra la Administración, y en cambio dejan una gran libertad para las discusiones doctrinarias. En España, por ejemplo, mientras no se sale de lo que pomposamente llaman «la región serena de las ideas» —es decir, la región de los tontos teorizantes— es posible hacer declaraciones concretas incluso de fe anarquista o comunista, pero no hay modo de deslizar la más leve censura contra el último funcionario de Estado, por muy ladrón y muy canalla que sea.
El Gobierno soviético, por el contrario, consiente todas las campañas contra la Administración. Recientemente algunos periódicos de Moscú han arremetido contra el comisario del Pueblo Lunatcharsky, al que acusaban de haber pasado una temporada en el extranjero en compañía de una célebre artista haciendo una vida perfectamente burguesa. Mientras estuve en Rusia, seguí atentamente las contestaciones que los obreros daban a una encuesta abierta por La Gaceta de Moscú, que preguntaba a los trabajadores las razones que tenían para no figurar en el partido comunista. Me hice traducir literalmente una de las contestaciones publicadas, que decía así: «No soy comunista porque me repugnan las inmoralidades de la burocracia del partido». Y debajo la firma y la dirección del que así opinaba.
Pruebe el que quiera a hacer una declaración semejante en España.
Esta libertad desaparece en cuanto se trata de asuntos de política exterior. De lo que pasa en el extranjero, el ciudadano de la URSS no tiene más noticias que las que le facilitan los boletines oficiales del Comisariado de Negocios Extranjeros. La incomunicación del pueblo ruso con el resto del mundo es absoluta.
Sólo aquellos acontecimientos a los que puede darse una interpretación revolucionaria ganan las columnas de la Prensa. Yo he podido comprobar cómo personas cultas que estaban al tanto del movimiento científico e intelectual de todos los países se hallaban absolutamente desorientadas en cuanto se refiere a la política internacional, hasta el punto de ignorar incluso la existencia de hechos de importancia capital para la marcha política del mundo.
En cambio, una mañana me he encontrado en un periódico de Moscú con dos columnas llenas de información sobre una huelga obrera planteada entonces en Sevilla, a la que se atribuía en Moscú una importancia política que yo, español, ni sospechaba siquiera.
Cuando quise informarme en Moscú de lo que es en la actualidad el Ejército Rojo, se apresuraron a decirme:
Los efectivos militares de Francia en el presente año son de 633.171 hombres; los de Inglaterra, 512.801;
Italia, 550.470; los Estados Unidos, 303.869; Polonia, 284.000; Alemania, 99.191.
Rusia tiene este año un ejército de 775.000 hombres. El ejército más formidable del mundo.
Pero no hay que alarmarse demasiado. Esta cifra de 775.000 hombres, que teóricamente es cierta, en la práctica, atendiendo a la verdadera realidad, se reduce considerablemente. Los cuadros del Ejército Permanente, en el que se presta servicio obligatorio durante dos o tres años, no pasan de la mitad de esa cifra. Pero a este ejército se agregan los efectivos del Ejército Territorial, que forman una suerte de milicias locales en las que no se presta servicio más que durante seis meses, repartidos en periodos de dos; el Ejército de Instrucción, formado por trabajadores intelectuales en su mayoría, también con un tiempo de estancia en filas muy reducido, y las Tropas Especiales al servicio de la GPU.
El Ejército Territorial y el Ejército de Instrucción carecen casi en absoluto de efectividad bélica; pero el espíritu militarista triunfante en la URSS exalta y desfigura su verdadera importancia, porque el ideal de los revolucionarios de hoy es el de presentar a Rusia como el país más militarista y más formidablemente armado del mundo.
Desgraciadamente para ellos, el escaso desarrollo industrial de Rusia coloca a este amenazador militarismo en una situación de absoluta inferioridad. Esas enormes masas de jóvenes rusos, a los que se ha inculcado un fervoroso sentimiento guerrero, no podrán lanzarse a luchar con el mundo capitalista porque carecen de motores de aviación, de fábricas de productos químicos y, en general, de casi todo el material que exige una guerra moderna.
Pero si el Ejército Rojo es ineficaz para emprender por sí solo la lucha con el mundo capitalista, es un formidable instrumento de ataque contra las nacionalidades vecinas, Polonia, Lituania, Letonia y Estonia, y sobre todo, es la garantía de la continuación del régimen.
Descartado por ahora el ideal de la revolución mundial, para ayuda de la cual el Ejército Rojo tampoco serviría por su falta de material moderno, resulta que los bolcheviques han creado y sostienen un formidable militarismo con todas las lacras morales del militarismo, y sin más fines que los que se le adjudican en los países burgueses: la conservación por la fuerza del desorden establecido y la exaltación del nacionalismo en daño de los nacionalismos limítrofes.
Este del militarismo es uno de los aspectos más desagradables de la Rusia soviética. Teóricamente, la revolución no admite más ejército que esas milicias locales con tiempo de servicio muy reducido que hoy forman el Ejército Territorial; pero en la realidad se está llegando a la militarización de todas las fuerzas nacionales, hasta el extremo de que en las últimas maniobras ha sido movilizada incluso una gran parte de la población civil.
Pero lo más amenazador de Rusia no es la cifra de sus efectivos militares, sino el espíritu militarista que se ha desarrollado en el pueblo. El soldado bolchevique no se parece en nada al soldado de los ejércitos burgueses. Antes que de tener un ejército grande, el Gobierno bolchevique se ha cuidado de tener un ejército selecto. Lanzó como un señuelo, para atraerse a los mejores a esta servidumbre militar, el grito de que la defensa de la revolución con las armas en la mano era un honor que se reservaba sólo al proletariado, y mediante un sistema de reclutamiento absolutamente arbitrario pudo ir eliminando uno por uno a todos aquellos elementos que hubiesen podido representar un peso muerto o una tendencia pacifista dentro de los cuadros del ejército.
Del servicio militar, está prácticamente excluido todo aquel que es sospechoso, no ya de contrarrevolucionario, sino de antimilitarista. Se da el caso de que se acoge con menos reserva en el Ejército Rojo a los oficiales zaristas y a los elementos de los ejércitos blancos que a los bolcheviques de tendencias antimilitaristas.
Basta acercarse a un campamento del Ejército Rojo o presenciar el desfile de un regimiento por las calles de una ciudad para advertir netamente la fuerza moral de unas tropas así formadas y reclutadas. Yo recuerdo el desfile de unos batallones por las calles de Vladicaucas como una de las sensaciones bélicas más fuertes que he tenido en mi vida.
Con paso tardo, y abrumados bajo el peso de su equipo de guerra, aquellos mocetones, vestidos con uniformes pardos y viejos, desfilaban haciendo temblar el suelo bajo sus botas embreadas. Nada de colores brillantes, ni de condecoraciones, ni de galones de oro y plata. Una masa oscura que se arrastraba lentamente.
Nada de cascos de acero, ni de charangas, ni de plumajes vistosos. Todo el aparato de los ejércitos burgueses estaba suprimido. Sólo las grandes botas, las enormes mochilas, los cascos de cuero y, sobresaliendo, las puntas de las bayonetas y las canciones guerreras de los soldados.