Ya hay bastantes aportaciones. La aviación ha empequeñecido el mundo. Terminará por transformar radicalmente el sentido que de él teníamos. La Tierra, hasta que los aviones empezaron a surcarla, no tenía la medida de lo humano. Era demasiado grande para nosotros, que de hecho habíamos de sentirnos en ella como ratoncitos perdidos en alguna sala de un inmenso palacio. Hoy hemos tomado posesión de ella y ya podemos poner en nuestras tarjetas de visita, sin ninguna prosopopeya «Fulano de Tal, habitante del planeta Tierra». Esto era lo que nos faltaba: tomar posesión auténticamente.
El hombre civilizado no estaba satisfecho mientras no le fuese posible recorrer íntegramente su dominio, pero sin riesgos ni heroísmos, y en poco tiempo. Era necesario saltar de uno a otro continente con la misma sencillez con que se pasa de una habitación a otra dentro de casa.
Ya sé que ésta no es una necesidad cotidiana. Para vivir bastan unos metros cuadrados de tierra; pero éste era un problema previo de soberanía. El emperador no conoce seguramente sus estados y ni siquiera los salones de su palacio; le basta con un cuartito donde tiene una cama, una mesita y un rayo de sol. La vida no exige más. Pero para sentirse emperador, para serlo, ha de satisfacer esta necesidad espiritual de tener bajo su planta sus estados. No hace falta que los recorra; le basta con poderlos recorrer.
Esto es lo que, gracias a los aviones comerciales, puede hacer hoy el hombre en su planeta.
Todos los esfuerzos de la humanidad han sido para esto: para que yo ahora, sencillamente, sin ninguna molestia ni heroicidad, me acomode en un butacón de la confortable cabina de uno de estos pajarracos metálicos y salga a dar la vuelta a Europa en unas cuantas jornadas con mi estuche de aseo, unas camisas, unos pijamas y unos libros. Los quince kilos de equipaje reglamentario. No se necesita más.
Hasta ahora las ciudades se construían para ser vistas de lado. De aquí en adelante habrá que pensar en las exigencias de la perspectiva vertical. Yo confío en que dentro de unos años, las comisiones municipales de ornato público decretarán la demolición de barriadas enteras que hoy nos parecen bien vistas desde un mismo plano, pero que serán feas, intolerablemente feas, vistas desde arriba.
Madrid es feo; está demasiado poblado. Este millón de manchegos apelotonados en la llanura da una impresión poco grata. Todavía los barrios modernos, con sus festones de verdura y sus terrazas, son tolerables, pero el viejo Madrid de los barrios bajos, visto desde arriba, es una monstruosidad. Así son casi todas las ciudades. Lo único perfectamente grato y habitable que hay en ellas es el cementerio. Desde arriba se tiene la impresión de que los muertos viven mejor que los vivos.
En Madrid sólo hay dos o tres cosas agradables a vista de pájaro. La Castellana, el palacio real, algunos sectores del barrio de Salamanca, las plazas de toros, la Ciudad Lineal y el estanque del Retiro. ¡Qué bien hace con sus aguas intensamente verdes encuadradas por las líneas blancas del monumento que lo cobija en medio de esta paramera y rodeado de estos tejados rojos de Castilla como coágulos de sangre! No vale tomarlo a broma. Hemos hecho el descubrimiento del estanque del Retiro. El auténtico mar de Madrid. Sólo por él tiene Madrid un poco de gracia.
Madrid es un milagro. No se comprende cómo ha surgido en medio de esta horrible paramera. La vista se cansa y el espíritu se fatiga al revolotear sobre esta desolación de la provincia de Madrid. Ni una granja, ni un campo de labranza, ni un hombre… De vez en cuando, como un hormiguero, un pueblo. Y así en toda la extensión de cien kilómetros que se abarca desde dos mil metros de altura. Desde Madrid hasta que se pasa la paramera de Molina hay una faja espantosa de desolación, sin árboles, sin agua, sin habitantes.
No tengo ninguna admiración por los héroes de la independencia nacional; los he mirado siempre con un poco de prevención; desde Viriato hasta Agustina de Aragón.
Ahora, volando sobre la tierra aragonesa, me los explico un poco. Esta tierra es como ellos: demasiado fuerte, demasiado abrupta, demasiado cortada a pico. Estas barbacanas y estos torreones naturales tenían que dar hombres así. La principal virtud del aragonés es lo bien enraizado que está, el sabor a tierra que tiene; son como tierra de esta tierra un poco cruda todavía. Lo mejor que pueden ser es eso: héroes de su independencia. Lo serán siempre, como lo son sus montañas y sus torrenteras. Cuando el vasto mundo esté totalmente conquistado, ganado para la causa de la civilización, cuando hayan perdido su independencia las selvas tropicales, los mares del Ecuador y los hielos del Polo, aún quedará cerril, indómito, este rincón abrupto de España. Nuestro avión, que brilla al sol entre las nubes, debe pasar un poco asustado sobre estos peñascales de Albarracín, Cucalón y Gúdar, que le amenazan con sus agudos cuchillos de piedra.
Para bajar al mar desde la meseta hay unas suntuosas escalinatas. La tierra catalana tiene ya un amable color rosado que da una suntuosidad escenográfica a estas escaleras por las que se baja desde Castilla al Mediterráneo. En el último tramo de esta escalinata, como un acontecimiento lógico, el mar.
El Mediterráneo es un mar venido a menos. Es el mar de una civilización ya superada que tenía otro concepto del tipo humano. Mar para héroes clásicos que los héroes modernos desdeñan.
Desde Valencia a Barcelona le vemos extenderse suavemente como una lámina verde de vidrio esmerilado en la que las olas son como una granulación. En la dilatada playa que es toda la costa levantina, la buena gente pesca, se baña o toma el sol, sin conceder importancia al mar de los héroes clásicos, que hoy no es capaz de tentar a ninguna heroicidad. El Mediterráneo es un mar venido a menos.
Hemos encontrado la primera nube artificial. La va formando pacientemente una alta chimenea que, todavía a muchos kilómetros de Barcelona, anuncia ya el poderío industrial de la tierra catalana.
El avión se posa en el aeródromo del Prat, y camino de Barcelona cruzamos su espléndida huerta en automóvil. Este catalán que nos lleva está muy orgulloso de sus coles, de sus melones y de toda su tierra catalana.
—La tierra es buena —nos dice—, y los hombres la trabajan bien. ¡Si nos ayudasen los gobiernos de España! Ya ve usted, para ir desde el Prat a Barcelona no hay más que un puente, construido por un particular. Cada vez que pasamos se nos cobra una peseta. Menos mal que el propietario del puente quiso dejar fama de filántropo, y lo que nos cobra a nosotros se lo deja a los pobres, por mano, claro es, de los curas.
El hombre se lamenta y suspira. Esta disgustado de todo menos de su tierra, la tierra catalana que tanto ama. No he visto gentes con este amor y este orgullo en Castilla.
Sobre la gente catalana hay muchos y tradicionales errores. El primero, el de su dureza. No es dura ni agria esa buena gente, que con un aire amable y gracioso discurre por las Ramblas discutiendo a veces, es verdad, pero con ese verbo pintoresco y divertido de la gente mediterránea.