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El carricoche del aldeano se pone en marcha, llevándonos encaramados sobre unos haces de hierba. El tránsito por los caminos de Rusia es un arrastrarse penosamente con espantoso traqueteo sobre los surcos y los arroyuelos, con la impresión de que no se avanza un paso en aquella inmensidad. Para soportarlo, es preciso tener el sentido del tiempo que tiene esta gente. Su sentido del tiempo y sus riñones.

Cuando llegamos a la aldea de Svorovska es cerca de la medianoche. No hay en todo el poblado más iluminación que una lámpara de petróleo colgada a la puerta de una de las chozas más grandes: la oficina de la GPU.

Es imposible quedarse a dormir allí como no sea en uno de los pajares. He inspeccionado el interior de una de estas viviendas aldeanas y no es nada agradable quedarse a pasar en ella la noche. Para poder llegar cuanto antes a la estación de ferrocarril nos ponemos de acuerdo con la única persona inteligible que hay en Svorovska: un granjero alemán.

Toda Rusia, sobre todo el Sur, está poblada por estos alemanes que vienen a cultivar esta tierra feracísima que, a pesar de todas las trabas revolucionarias, les rinde pingües beneficios. Este granjero engancha su caballejo a una especie de tartana, y, saltando sobre las veredas, nos lleva hasta la línea del ferrocarril.

No es realmente una estación, sino un apeadero, lo que encontramos. El tren de viajeros ha pasado ya hace mucho tiempo, y hasta mañana, bien entrado el día, no podremos, en ningún modo, partir.

El camarada Rojklin pide entonces al jefe de estación que nos deje marchar en uno de los trenes de mercancías que durante toda la noche están pasando por allí. Se niega al principio el jefe, pero nuestro compañero de viaje insiste, y como argumento decisivo muestra su carné de comunista militante.

Ser comunista en Rusia es como pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado desde luego una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquier aristocracia. No es comunista todo el que quiere.

Se ha dicho, para demostrar la inconsistencia del régimen soviético, que los comunistas no pasan en Rusia de setecientos mil, pero este argumento es falaz. Si los comunistas abriesen la mano en la admisión de afiliados, si no fuesen tan duros en las depuraciones que hacen frecuentemente para excluir de sus filas a todos los que no les merecen una absoluta confianza, podrían volcar íntegro el censo de Rusia en el partido. Todo habitante de Rusia consideraría hoy como un privilegio el pertenecer al partido.

Tampoco quiere decir esto que toda Rusia sea comunista, no. Es que el comunista goza de una situación privilegiada que todo el mundo envidia.

Ante el deseo del camarada Rojklin, el jefe de estación se lava las manos y nos autoriza a partir en el primer tren de mercancías que se detenga en el apeadero. Pero cuando al fin llega un tren surge una nueva dificultad. El conductor del tren, al informarse de nuestra pretensión, se niega terminantemente a llevarnos.

Según dice, aquella zona está infestada de ladrones de trenes. Aun en los trenes de viajeros los robos son diarios. Cada tren lleva, sin que haya manera de evitarlo, junto con sus guardafrenos y sus fogoneros, sus ladrones propios. En los trenes de mercancías esto es mucho más grave; la lentitud de los convoyes, que permite subir y apearse en marcha fácilmente, y además la dificultad que existe en Rusia para procurarse billetes de ferrocarril, hacen que los trenes de mercancías vayan cargados de viajeros clandestinos nada recomendables que, si a más de viajar sin billete pueden llevarse algo, tanto mejor.

—Ustedes —nos dice el conductor del tren— llevan sus equipajes y la valija del avión, y yo no puedo responder de la suerte que corran en los vagones sin vigilancia. Como no encuentren un agente de la GPU que les dé escolta, no pueden venir en el tren. Yo no respondo.

—Respondo yo —intervino el camarada Rojklin.

—¿Con qué me respondes tú, camarada?

—Con mi carné de miembro del partido comunista y con esta pistola. Vamos al tren.

El camarada Rojklin quitó el seguro a la browning, metió una bala en el cañón y nos invitó a subir a un furgón donde, parapetados detrás de la casilla de un guardafrenos, recorrimos un trayecto de veinticinco kilómetros en unas dos horas y media, viendo cómo por los techos de los vagones saltaban unas sombras nada tranquilizadoras.

EN LOS SANATORIOS DEL SUR LOS TRABAJADORES RESPONSABLES

Al lado de la estación de Mineralovodsk hay un pabelloncito con cinco o seis grandes habitaciones en las que se alinean hasta cuarenta o cincuenta camas. Es el alojamiento de los viajeros de esta línea, en la que hay cruces importantes que a veces obligan a una detención aquí de ocho o diez horas. Este evacopunt de la estación de Mineralovodsk es uno de los lugares más característicos de la nueva vida impuesta en Rusia por el comunismo.

Todos los viajeros del Sur de Rusia, incluso los de las líneas aéreas, han de hacer noche en este evacopunt, que es exactamente como el dormitorio de un cuartel o un hospital. Limpio, sí, pero descuidado, inconfortable, con ese ambiente desagradable de las cárceles, los cuarteles, los monasterios o los hospitales, que por muy modernos e higiénicos que sean dan siempre la sensación insufrible de la manada humana. Es lo peor del comunismo. Para soportarlo será preciso dotar a la gente de una nueva sensibilidad.

Yo creo que esta gente la tiene ya. El pudor de la intimidad, el escamoteo que de sus necesidades elementales y de su vida privada hace el hombre civilizado en relación con sus semejantes, no existe aquí. La vida en la Rusia comunista se hace auténticamente en común, en comunidad, y el hombre convive con el hombre tan íntimamente que no hay repliegue de su personalidad ni movimiento o necesidad fisiológica que se oculte a los ojos de los demás. Esta vida en común acaso aproxima más a los hombres, tal vez sirve para destruir ese falso sentido de la personalidad que se tiene estando encerrado en la celdita hermética del hogar; pero para llegar a esto, ya digo, hace falta una sensibilidad distinta de la que hoy tienen las masas burguesas.

Mostrar a los semejantes el fondo de animalidad neta que hay en la vida del hombre es, para nosotros, hasta ahora, un pecado de lesa civilización. Para el comunista, no.

Esta noche, en el evacopunt de la estación de Mineralovodsk, yo he estado observando atentamente cómo los tipos más extraños a mí venían a cobijarse bajo el mismo techo que yo y en la misma penumbra de la habitación destapaban su intimidad y me hacían partícipe de ella. Indudablemente, el hombre que se abandona al sueño junto a mí, y el que pasa la noche en vela a mi lado mostrándome sin rebozo la inquietud de su espíritu, y el que sueña en voz alta sus quimeras, y el que cuenta su pesadilla, y el que se queja de sus males, y el que ronca plácidamente, y el que por la mañana ofrece el espectáculo de sus abluciones, y el que no se abluciona, y el que exhibe la pobreza de sus ropas interiores en contraste con su testa magnífica, y el que al levantarse reza, y el que gruñe, y el que maldice, y el que canta están, en definitiva, en un contacto más humano conmigo que toda esa gente burguesa en cuya intimidad no se puede penetrar nunca ni por un resquicio, aunque pase años y años a nuestro lado sin más separación que un delgado tabique.

Teóricamente, la diferencia del concepto de la vida que tienen el burgués y el comunista estriba en que uno cree que hay una parte de humanidad que es pecado exhibir, y el otro considera que todo lo humano debe mostrarse sin hipocresías. El burgués se avergüenza de ser como es, y ahorra a sus semejantes el espectáculo de su parte impura; considera que hay un sector de su existencia que es perfectamente vitando, y lo oculta. El comunista, por el contrario, no tiene vergüenza de nada. Así es el hombre y así debe manifestarse.