Hay que admitir que el hombre es mejor cuanto más desnudo está. Yo creo que la humanidad no será absolutamente humana mientras no saque a la luz del día ese fondo turbio, inexplorado, cerrado bajo siete candados morales que hay en ella. Pero yo tengo todavía una sensibilidad exacerbada, un pudor de herencia inmediata, un arrastre de viejas supersticiones que me hace rechazar el contacto con el hombre tal como es, en estado de naturaleza.
En la Rusia comunista, uno se siente saturado de humanidad, ahíto de vaho humano. Y esto, aunque parezca extraño, son muy pocos los hombres de nuestro tiempo capaces de soportarlo.
Todos esos tipos de intelectuales, artistoides, platónicos amantes de la humanidad que en Occidente sienten veleidades comunistas se horrorizarían si vieran de cerca lo que es la vida comunista. Y no lo digo en daño del comunismo, sino de ellos.
He pasado varios días recorriendo la zona de sanatorios del Estado en el Cáucaso. Hay, sobre todo, un grupo de estaciones termales consagradas exclusivamente al descanso y curación de los trabajadores que revela un aspecto interesantísimo de la vida actual en Rusia.
Las principales estaciones sanitarias de esta zona son Zheleznovodsk, Piatigorsk, Beshtau, Kislovodsk y Mineralovodsk, pueblos dotados de famosos manantiales de aguas minerales con virtudes curativas para muy diversas enfermedades. Esta zona era una de las preferidas por la burguesía y la aristocracia, y en ella se han levantado magníficas quintas de recreo, hoteles y balnearios. Era éste el lugar donde las gentes acomodadas de Moscú y San Petersburgo venían a descansar y a reponer su salud.
El Gobierno soviético, apenas terminada la guerra civil, se incautó de todas esas posesiones particulares y las transformó en sanatorios para la clase trabajadora. Aparte los grandes establecimientos termales, que no han hecho más que cambiar de huéspedes, hay muchos centenares de fincas particulares que han sido transformadas en casa de reposo para los obreros. En ellas siguen incluso los mismos criados del antiguo barine que hoy prestan sus servicios al tobarich carpintero, minero o albañil que el Gobierno de Moscú les manda. Como había millares de estas fincas, y donde antes vivía un solo señor hoy se acomodan holgadamente veinte o treinta trabajadores, que cada dos o tres meses se renuevan, la cifra de obreros que gozan de esta asistencia social es realmente considerable.
El régimen que se sigue para la concesión de plazas en los sanatorios del Estado es simplicísimo. Basta acreditar que se pertenece a la clase trabajadora y poseer un certificado médico afirmando que se está necesitado del régimen de reposo en un sanatorio. Los comunistas tienen un concepto más humano que el nuestro sobre la salud de los trabajadores. Todo hombre que trabaja está en un estado patológico, padece por lo menos la intoxicación por la fatiga del esfuerzo que realiza y tiene derecho cada año a una temporada de quietud y restauración fisiológica. Así, pues, la concesión de plazas en los sanatorios no está limitada más que por la capacidad de éstos, que, como ya decimos, es considerable.
Desde el momento en que el hombre ha obtenido plaza como enfermo, el Gobierno se incauta de él y le procura todo lo necesario. Desde el viaje hasta la alimentación, la asistencia facultativa e incluso el vestido. Durante esos meses que el obrero pasa en el sanatorio no ha de tener preocupaciones de ninguna clase.
El espectáculo que ofrecen estas estaciones termales tomadas por la clase trabajadora es curiosísimo. Los agüitas se entregan a las curas impuestas por prescripción facultativa con el mismo fervor y la misma liturgia que los burgueses de Vichy, Mondariz o La Toja. Tienen, además, para alegrar el tedio de la vida balnearia, los antiguos kursales, convertidos hoy en salas de conciertos sinfónicos, porque una de las cosas más características del comunismo puro —es decir, del comunismo de provincias, no el de Moscú— es la implacable supresión de toda frivolidad. Nada de bailarinas, ni de cupletistas, ni de prestidigitadores, ni de números cómicos. Música sinfónica a todo pasto y agua mineral.
Los efectos del régimen de reposo en esta pobre gente que ha estado trabajando toda su vida en el pozo de una mina o en la sordidez de un taller sin aire y sin luz son emocionantes. Los domingos se les ve salir de excursión por los pintorescos alrededores de los sanatorios, llenos de júbilo y orgullo, con una graciosa petulancia de burgueses, de nuevos ricos. Sobre todo, el atavío de estas pobres mujeres, que tanto han sufrido con la revolución, es, en los días de fiesta, conmovedor. Quieren ser graciosas y gentiles y se prenden ingenuamente unos chales de colores y unas pamelas con flores contrahechas que son un prodigio de mal gusto e insensatez. Pero, en fin, ellas estaban viviendo una vida triste en el fondo de las fábricas y los hogares y ahora se sienten felices triscando libremente por los campos.
Esto de la coquetería femenina es, sin embargo, una supervivencia burguesa. La comunista auténtica no se atavía más que con su propia belleza. La moral comunista —que para los burgueses no es más que una deliciosa o terrible inmoralidad— les permite exhibirse con la falda por el muslo, el pecho, la espalda y los brazos absolutamente desnudos. En cuestión de moralidad, el comunismo no prescribe más que lo que cuesta dinero.
Lo curioso es que las jóvenes que no han sido mujeres más que dentro del régimen comunista no sienten la necesidad del atavío ni tienen más coquetería que la de su desnudez. En cambio, las mujeres de treinta a cuarenta años, las que han conocido la feminidad en el viejo régimen, por muy comunistas que sean, no desechan del todo las viejas galas burguesas y se sienten felices luciendo sus cintas de seda, sus pañuelos bordados y sus flores de trapo.
Por entre esa gran masa trabajadora que llena los sanatorios del Estado, se deslizan desde hace dos o tres años algunos tipos de burgueses que tímidamente vuelven a los viejos lugares de placer y sosiego creados y sostenidos otro tiempo por ellos. Esta pobre gente burguesa que viene a las estaciones termales con sus propios recursos económicos padece aquí, como en toda Rusia, las consecuencias de un régimen fraguado precisamente en su contra. Todo lo que el trabajador tiene absolutamente gratis, no lo consigue el nepman o el kulak más que a precios exorbitantes y a costa de enormes dificultades. El alojamiento, la manutención, el transporte, la asistencia facultativa, el agua medicinal, las diversiones, todo es objeto de una explotación fabulosa para el que no pertenece a la clase trabajadora. No se concibe cómo en este régimen de implacable desigualdad hay gente todavía aferrada a sus aspiraciones burguesas.
La posición del comunista ante el burgués es indeclinable. Que pague, que sufra, que reviente. Podrán los comunistas, si los necesitan, pactar con los burgueses, aprovecharse de sus virtudes, utilizarlos para el desempeño de esas funciones en las que estaba educada la burguesía capitalista, pero siempre, en todo momento, la vida de Rusia, tal como está organizada por los bolcheviques, se encamina a la extirpación del burgués.
Cuando no se conoce la vida de Rusia ni se ha visto de cerca la acción personal de los hombres que mantiene el régimen comunista, extraña un poco la frecuencia con que estos hombres, «los trabajadores responsables», como aquí se llama a los que nosotros llamamos políticos, se inutilizan, fracasan físicamente, se rompen. El caso de Trotsky, el de Yeryinsky y los de tantos otros que súbitamente desaparecen de la primera fila del Gobierno soviético y caen por el escotillón de los sanatorios del Cáucaso o los Urales autorizan a pensar que son tipos inferiores al tipo medio del gobernante de Occidente, capaz de mantener durante toda su vida una acción persistente e igual encaminada a la perduración de sus ideales.
Esta fragilidad de los directores del comunismo les hace aparecer como gente sin consistencia, tipos de neurasténicos, delirantes que en un momento dado se imponen por una especie de sugestión mesiánica que ejercen sobre las masas y otras veces se imponen por el terror, pero a fin de cuentas caen deshechos, arrollados por la corriente de la vida más fuerte que sus utopías.