En los días que he estado recorriendo los sanatorios del Cáucaso he visto la ruina fisiológica que son muchos de los edificadores del socialismo. Efectivamente, pocos son los trabajadores responsables que no tienen que venir a estos sanatorios durante alguna temporada para reparar sus fuerzas. El desgaste que la labor gubernamental produce hoy en Rusia, no hay fortaleza humana capaz de resistirlo.
Yo he visto en esos sanatorios a muchos directores del comunismo, jefes del Ejército Rojo, presidentes de soviets, directores de sindicatos, burócratas de los comisariados, gente de todos los sectores gubernamentales que llegaban aquí extenuados, hechos polvo por el trabajo sobrehumano que en sus puestos se ven obligados a realizar. No hay idea en España de cómo trabaja esta gente.
Téngase en cuenta que el comunista militante no desempeña la función que le esté encomendada de una manera normal y con el esfuerzo ordinario que todo trabajo exige, sino en un estado de sobreexcitación impuesto por las dificultades con que en cada momento ha de tropezar, y que tiene que vencer poniendo en juego toda su resistencia física y todas las potencias de su alma. En Rusia, la corriente de la vida, del curso de los hechos, no es comunista. El comunismo es absolutamente extraño a la manera de ser del pueblo ruso, y para imponerlo, para dar a toda la vida rusa un ritmo nuevo y un tono distinto, estos hombres que se han apoderado del país llevan ya once años haciendo el esfuerzo más formidable que se conoce.
En la Rusia zarista, como en la de ahora y la de siempre, los acontecimientos no tienen ese desenvolvimiento normal que hay en Occidente. Hay en Rusia un arrastre de razas distintas de la nuestra que da a la vida un sentido incomprensible para nosotros. El comunismo, que es una creación occidental, se encuentra con esa barrera infranqueable, y los hombres que luchan por introducirlo tienen que hacer cada día, cada hora, un esfuerzo que está por encima de las posibilidades humanas.
Piénsese en lo insignificante que es la minoría comunista en cuanto a número y parecerá maravilloso que haya sido capaz de provocar y mantener, no ya la revolución social, sino la revolución moral que ha llevado al fondo del alma rusa.
Por eso, estos hombres, que durante un periodo de tiempo se entregan furiosamente al trabajo revolucionario, caen un día extenuados, como muñecos a los que se les ha acabado la cuerda.
Hago estas consideraciones en la terraza de un hotelito de los pintorescos alrededores de Kislavodks, que debió de ser la finca de recreo de algún aristócrata zarista y hoy ha sido convertido en sanatorio para trabajadores responsables, ante una cama de campaña en la que yace insensible a todo cuanto le rodea una mujer, de unos cuarenta años, el rostro trabajado por innumerables arrugas, los párpados caídos sobre el globo del ojo, muy destacado en la cuenca profunda, de color violeta, los brazos, delgados y negros, extendidos a lo largo del cuerpo.
—Esta mujer —me dicen— es una de las figuras más representativas del partido; es de esa gente de segunda fila, cuyos nombres no llegan al extranjero, que en realidad ha sido la que ha hecho la revolución. Esta mujer fue de las que tuvieron el famoso carné amarillo de prostituta en la época zarista para poder cursar libremente sus estudios y entregarse a la acción revolucionaria, estuvo después en la emigración, volvió a Rusia el diecisiete y tomó parte en la guerra civil, pero no desempeñando cargos burocráticos a retaguardia, sino echándose al campo como guerrillera al frente de una partida de campesinos adictos al comunismo, más por instinto de conservación, frente a las bandas feroces de Wrangel, Denikin y Kolchak, que por simpatía ideológica con los comunistas. Fueron estas gentes las que en realidad consolidaron el régimen soviético. Cuando éste se impuso, esta mujer no dio por terminada su tarea; fue entonces cuando comenzó la parte más dura, la edificación del comunismo, la reconstrucción económica, ese agotador trabajo cotidiano que se realiza en el seno de las cédulas, los soviets y los sindicatos. Este renacimiento de Rusia ha exigido un esfuerzo tan sobrehumano, tan heroico, que en él ha caído doblada sobre los pupitres tanta gente como en la guerra civil.
Esta mujer tiene, en efecto, el aspecto de un ser absolutamente terminado, extinto. Se ha dado por completo a la obra revolucionaria y sus pobres huesos se niegan ya a sostenerla.
Yo, que no soy comunista, quisiera saber qué fuerza ideológica hay actualmente en el mundo capaz de provocar un heroísmo semejante.
LA CIUDAD BLANCA Y LA CIUDAD NEGRA DE BAKÚ
Hay dos ciudades de Bakú: la ciudad blanca y la ciudad negra. La de los que viven bien y la de los que viven mal. Esto no han podido remediarlo hasta ahora los bolcheviques.
Estas dos ciudades que hay en Bakú son, con su terrible desigualdad, el alegato más fuerte que puede hacerse en contra del régimen comunista. Al lado mismo de la ciudad blanca, llena de grandes hoteles a la europea, teatros, cines, cabarets, parques y jardines, con casas confortables y templos magníficos como, por ejemplo, el que tienen los católicos, que es soberbio —cosa que todavía no he podido explicarme—, está la ciudad negra, dantesca aglomeración de casuchas miserables en las que vive como ganado la gente trabajadora.
Esta ciudad negra de Bakú, denegrida, enrarecido el aire por las emanaciones de la nafta, invadida por los detritus y el humo de las refinerías, poblada por una muchedumbre harapienta que no ha conocido jamás ninguna de las ventajas de la civilización, con casas como muladares y hombres como bestias entrapajadas, llenos de roña y de miseria, es uno de los espectáculos que le avergüenzan a uno de ser hombre, y que, cuando no se está en Rusia, hacen nacer en uno el sentimiento comunista.
Si toda esa gente que ha ido a Rusia pagada por los Gobiernos capitalistas para hacer campaña en contra del Gobierno de los soviets, en vez de quedarse en Moscú, hubiese venido aquí, con sólo describir las dos ciudades de Bakú, la ciudad blanca y la ciudad negra, hubiese conmovido al mundo en contra del régimen comunista.
Es, agravado por la barbarie musulmana y por el aislamiento en que el mundo civilizado tiene aquella zona, el mismo espectáculo que el régimen capitalista proporciona en el Ruhr, en Gales o en Riotinto. Los soviets no han podido evitarlo.
Es decir, los soviets han construido un magnífico ferrocarril eléctrico —el primero que funciona en Rusia— para transportar a los trabajadores de la nafta a Sabunchi, su mísera barriada. Pero éste y algunos otros servicios de asistencia social dejan intacto el horror de la vida de estos trabajadores parias del comunismo como de la sociedad burguesa.
Son, y lo serán durante muchos años, a pesar de la revolución, las víctimas de la desigualdad de clases. Para que un gentleman respire a pleno pulmón recorriendo las pistas de la Costa Azul sobre su soberbio Rolls-Royce, es preciso que este ex hombre de Sabunchi carezca hasta del aire. Esto, el Gobierno de los soviets no ha podido hacer más que controlarlo. Hasta ahora el comunismo se ha limitado a erigirse en intermediario de esta explotación.
Antes, eran las grandes empresas capitalistas de Inglatérra las que ejercían directamente la explotación. Era la Royal Dutch la que decidía sobre la vida de los trescientos mil trabajadores de la nafta que hay en Bakú. Ahora es el Gobierno de los soviets el que amarra a los hombres a esta vida inhumana.
Pero, desde un punto de vista absolutamente ajeno a la teoría comunista —el nacionalismo—, el Gobierno de los soviets ha hecho una obra que le asegura el apoyo de todos los elementos, comunistas o no, de Rusia. La expulsión del capitalismo extranjero.