Cuando se espera que los fracasos y concesiones de la teoría marxista —impuestos únicamente por el fracaso de la revolución mundial— traigan aparejada la ruina del régimen soviético, se olvida que no es sólo el comunismo lo que mantiene en Rusia a los bolcheviques. Éstos son hoy el Gobierno nacionalista más fuerte que hay en Europa. La intervención extranjera, que a raíz de la revolución atizó la guerra civil, no sirvió más que para exaltar el nacionalismo ruso y poner incondicionalmente al lado de los comunistas a todas las fuerzas nacionales.
Hay un caso clarísimo: en Bakú se está erigiendo un monumento a los veintiséis comisarios del pueblo muertos allí por los ingleses durante la guerra civil. Estos veintiséis comisarios del pueblo, que murieron en defensa de un ideal revolucionario, han ido perdiendo con el tiempo el verdadero sentido de su heroísmo, y hoy, en vez de mártires del marxismo, son glorificados por el pueblo ruso como héroes de la independencia nacional. La gran fuerza del comunismo ruso radica hoy en el nacionalismo más exaltado.
¿Explica esta aparente paradoja la consolidación del régimen soviético a pesar de que a los trabajadores de la nafta, por ejemplo, no haya sabido mejorarles de condición?
—Esto que estamos pisando —me dicen— era en 1914 el mar. En 1918 aún no estaba completamente desecado. Poco después se alza la torre del primer pozo de petróleo. En 1923 se obtienen ya diez toneladas de nafta cada día. Hoy se han levantado trescientas torres, y la producción es de dos mil quinientas toneladas diarias. Una torre costaba antes doscientos cincuenta mil rublos; hoy sólo ochenta mil. Antes se necesitaban dos hombres en cada pozo; hoy un solo hombre cuida de diez pozos.
Recojo estas cifras y estas fechas porque revelan mejor que nada el esfuerzo dramático que se ha realizado a pesar de todas las dificultades inherentes a la revolución y al régimen en esta explotación petrolífera situada al Este de Bakú, que por ser una obra casi exclusivamente soviética era la que más me interesaba visitar.
A la entrada de la explotación hay una imagen de Lenin pintada y recortada en madera. Esta silueta y la bandera roja ondeando sobre el pabellón de las oficinas son las únicas señales de que allí no impera el régimen capitalista. Dentro, las condiciones de trabajo son las mismas que en cualquier explotación capitalista, el aspecto de los obreros idéntico, la disciplina igual, más dura aún, si cabe.
En los diez años que han transcurrido después de la revolución, no se ha pensado en el mejoramiento del obrero, sino en el mejoramiento de la producción. Producir más, mejor y más barato ha sido el lema de los directores soviéticos. Ya vendrá después el mejoramiento del obrero.
Es más; mientras se mantienen unos jornales insuficientes para proporcionar una vida siquiera tolerable al trabajador, se pagan sueldos enormes a los directores técnicos de las explotaciones. En esto, Lenin dio la norma sin ninguna vacilación: hay que proporcionarse a toda costa el personal técnico capacitado para dirigir las explotaciones industriales; pagando lo que sea, consintiendo las desigualdades más irritantes, de cualquier modo. Siguiendo esta consigna, los soviets han procurado atraer a ingenieros alemanes y norteamericanos, a los que pagan espléndidamente. Estos técnicos gozan en el régimen comunista de todos los privilegios y exenciones. Prescindiendo de todo doctrinarismo, hay que tenerlos contentos porque son indispensables; lo primero es el perfeccionamiento industrial; después vendrá el mejoramiento de la clase trabajadora.
Esta desigualdad de trato va creando en Rusia una nueva burguesía: la de los técnicos, los hombres que saben que sus conocimientos son indispensables para el desenvolvimiento del régimen, esta nueva burguesía, fomentada y mimada por el Gobierno soviético, es peor aún que la anterior. Es el elemento corruptor más grande que hay dentro del régimen comunista. Gente sin ninguna solidaridad con la obra revolucionaria, que aspira únicamente a enriquecerse aprovechándose de las necesidades de la dictadura del proletariado y que está siempre dispuesta a mezclarse en los manejos del capitalismo.
El poder disolvente que una clase social así reclutada tiene en un país como Rusia es enorme. Llega a pensarse que esta gente, actuando corrosivamente sobre la burocracia sovietista, tan maleable como todas las burocracias, acabará por destruir la obra revolucionaria.
Pero, a pesar de todo, lo importante es que las industrias sigan prosperando, que se aumente la producción y se aminore el coste. Y esto, aunque penosamente, van consiguiéndolo poco a poco los soviets.
Mientras los pozos de petróleo de Bakú rindan las toneladas necesarias para el abastecimiento del mercado, el régimen comunista está asegurado. A los soviets no les importa estar en franca guerra con el mundo capitalista mientras tengan en sus manos la mayor parte del petróleo que se consume.
—Hay muchos estados capitalistas —me dicen— cuyos Gobiernos se han negado al reconocimiento de la República de los soviets. Esto a nosotros nos trae completamente sin cuidado. Desde el momento en que necesitan nuestro petróleo, de hecho, nos otorgan su reconocimiento. Quiere decirse que en vez de entendernos directamente con esos estados, nos entendemos por medio de la Standard Oil, el gran agente diplomático de los soviets en el mundo capitalista.
Ahora bien: todo se acabaría súbitamente si Rusia descuidase su producción petrolera o la pusiese en manos extranjeras. Por eso, lo importante es mantener y aumentar las explotaciones. Aunque haya que tolerar una clase social enemiga del comunismo, como es la de los técnicos, y aunque el trabajador tenga que soportar unos años más el régimen de explotación capitalista.
Anochece mientras nos alejamos a golpe de remo del muelle de Bakú. Como grandes masas negras recortadas en la claridad del cielo, pasan al costado de nuestra barca los veleros rusos, turcos y persas que hacen la travesía del mar Caspio. A esta hora —¡maravillosa identidad del espíritu humano en todas las razas y todas las latitudes!—, en el castillo de popa de cada una de estas embarcaciones, hay un marinero, quién sabe de qué raza, que toca el acordeón. Y lo mismo en el puerto de Marsella que en el de Hamburgo o el de Bakú, esta música del acordeón de los marineros tiene un tono patético que expresa exactamente un estado de ánimo por el que se hermanan espiritualmente estos seres tan extraños entre sí que surcan las aguas del mar del Norte, del Caspio o del Mediterráneo.
Noche cerrada ya; refulgente, Bakú a lo lejos —una diadema oriental—, ha surgido de lo negro del mar un gran lamento, hondo, largo, con tal acento humano, que da miedo. Es una gran voz que echa a rodar su queja por la amplitud del mar. De súbito, la voz se quiebra en la garganta del cantante y estalla una algarabía de guzla, tamboril y panderos, de la que vuelve a surgir poco a poco, con más brío, el lamento viril, hondo, grave, cadencioso del que canta.
—Son los turcos —me dicen—; conservan ese cante hondo y triste que evoca el dolor de los galeotes amarrados al remo, la tristeza de un pueblo bárbaro, aherrojado por su propia barbarie. Nosotros, los rusos, no comprendemos cómo se puede cantar así.
—Nosotros, sí —le digo—. Si hay en el mundo algo que se parezca a nuestro cante «jondo» es esto.
El falucho turco pasa a nuestro lado como una sombra. En la popa se recortan las siluetas de unos cuantos hombres en cuclillas que tañen aprisa sus rudimentarios instrumentos formando corro alrededor del que canta. Un farolillo veneciano colgado de una jarcia echa una luz roja sobre el pintoresco grupo, que se entrega al cante con esa litúrgica solemnidad que yo creía exclusiva de los «cantaores» de flamenco.
A medida que nos alejamos del muelle, se hace más exacta la ilusión de que estamos, más que en el puerto de Bakú, en el de Nápoles. Allá, a la izquierda, donde debía estar el Vesubio, se alzan unas montañas que mis acompañantes me señalan como el refugio inexpugnable de la barbarie musulmana.