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Tatiana Alejandróvna deja un momento los remos para hablarme de la acción de los comunistas entre los musulmanes.

—Hemos hecho —me dice— una campaña formidable. No sabe nadie lo que era la vida en las aldeas musulmanas. En Occidente se tiene la idea de que el harén es un lugar de placer fastuosamente decorado, en el que llevan una vida regalada y triste unas bellas mujeres. Es una visión literaria, de opereta. Ustedes no pueden imaginarse lo que era un harén, la cueva inmunda, la pocilga donde vivían hacinadas esas pobres mujeres mahometanas, llenas de miseria, hambrientas, convertidas en arpías.

»Nosotras las comunistas —agrega Tatiana Alejandrovna muy orgullosa— hemos acabado con eso. El harén está prohibido por el Gobierno soviético, y nosotras mismas hemos ido a sacar de él a esas pobres mujeres y a enseñarles que hay una vida mejor, más clara, más alegre. Ha sido preciso que anduviésemos con un gran tacto, porque no se pueden atacar directamente los prejuicios religiosos de esa gente. Hay que ir dando la vuelta. Por ejemplo: los soviets no se han atrevido a prohibir los velos. Las musulmanas pueden seguir tapándose la cara, según los mandatos de su religión. Pero como se las llevan a trabajar a la calle, a las fábricas y a las tiendas, los velos van cayendo poco a poco. Cuesta trabajo, sin embargo, arrancar estas viejas preocupaciones. Se da el caso pintoresco de que por las calles de Bakú circulan muchas jovencitas musulmanas con zapatos de tacón alto, medias de seda y falda por encima de la rodilla, pero con la cara muy tapada, eso sí.

»Es nuestra táctica ante las preocupaciones religiosas —me dice Tatiana Alejandróvna sonriendo—; las religiones eran muy fuertes en Rusia. Si los comunistas las hubiésemos atacado de frente, no habríamos conseguido más que provocar un levantamiento general del espíritu religioso en contra nuestra, que seguramente nos hubiera sido fatal. Ha sido más eficaz irles minando el terreno arteramente.

En efecto; yo he visto en un poblado turco próximo a las explotaciones de nafta de Bakú, donde se conserva el espíritu musulmán puro, mantenido por ser aquel el santuario de las reliquias de Bibi-Eibat, la hermana de Mahoma, cómo las mujeres sublevadas contra la tiranía del varón formaban sus sindicatos bajo la inspiración de estas muchachas comunistas que, como Tatiana Alejandrovna, les hablan siempre de una vida mejor, más libre, más digna.

EN GEORGIA A TRAVÉS DE LA CORDILLERA DEL CÁUCASO LA MISIÓN CIVILIZADORA DE LOS COMUNISTAS

La vida de Tiflis es menos dura, menos comunista que en la generalidad de las ciudades de la Unión. No sé a ciencia cierta por qué.

A despecho de revoluciones e invasiones, las ciudades tienen su fisonomía inalterable, y esta cara amable y sonriente de Tiflis no ha podido ser deformada por la gran mutación soviética. Escondida en el fondo de las montañas, detrás de la gran barrera del Cáucaso, la ciudad de Tiflis permanece un poco ajena al dramático esfuerzo de Rusia por asimilar el comunismo.

Por su alejamiento, el régimen de autonomía concedido a todas las repúblicas soviéticas le ha favorecido quizá más que a otras comarcas. El suelo es rico, los naturales se sienten con más libertad que antes, hablan su lengua nativa —turca, armenia o caucásica— y la lucha política no existe. El aspecto de la ciudad es bastante grato. La gente viste mejor —sospecho que por el comercio exterior, que seguramente se hace de contrabando por la frontera de Armenia— y las casas están mejor conservadas, más cuidadosamente enlucidas de lo que suelen estar en la Rusia comunista. Estas casas de Tiflis tienen casi todas grandes galerías acristaladas que recuerdan el panorama de Vitoria.

Para subir a la montaña de Gandeguili, desde donde se divisa uno de los panoramas más hermosos del Sur de Rusia, los comunistas han construido un magnífico funicular eléctrico. Durante la noche, millares de personas suben a la montaña y se desparraman por los restaurantes populares allí instalados para comer, beber y divertirse honestamente. Honestamente, porque los soviets no consienten ningún esparcimiento deshonesto, aunque su deshonestidad es distinta de la de los burgueses. Por ejemplo: de estos cabarets está absolutamente desterrado el baile; hay muchos comunistas que consideran los bailes modernos como de una gran deshonestidad: «El charlestón —me dice mi simpática camarada— es la reproducción de la cópula en posición vertical; nada de placeres burgueses».

En sustitución del jazz-band, estos restaurantes del Sur de Rusia tienen unas orquestillas turcas que producen una algarabía muy semejante a la música de los negros que triunfan en Occidente. Pero nada de baile. Las parejas de jóvenes comunistas se mantienen en público a respetuosa distancia. Ahora bien; con una gran naturalidad salen del restaurante y van a pasearse por la montaña a la luz de la luna. Y estos paseos a la luz de la luna de los jóvenes rusos no tienen nada de románticos, porque el romanticismo es, para el comunista, un estado espiritual perfectamente burgués.

La vida de Tiflis se desliza así agradablemente. Se está bastante lejos de la obsesión que produce Moscú, por ejemplo, con su terrible lucha política.

El ambiente es más grato. Las calles tienen el encanto inefable de las calles silenciosas de Andalucía. Por los portones entreabiertos se adivinan los patios penumbrosos donde la gente hace una vida familiar, amable e indolente. Aprovechándome de la noche, me he metido en uno de estos patios perfumados por el aroma de los árboles frutales y he estado espiando el interior de una de estas casas a través de las celosías de una ventana. Es la casa de un musulmán acomodado. Con las piernas cruzadas sobre los cojines de una cama turca, el dueño de la casa fuma lentamente su pipa con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho. En el otro ángulo de una habitación, una mujer joven, bella y pomposamente acicalada con ricas telas y pesados collares, está delante de un espejito que tiene puesto encima de una mesa desbaratando poco a poco su tocado. Es una estampa clásica.

Cuando salgo del patio y voy paseando de nuevo por las calles de Tiflis, tan calladas, tan serenas, pienso que la revolución comunista, los diez años de régimen soviético, no son más que una alucinación, un rapto de locura, de unos cuantos delirantes. La vida sigue su curso inalterable a despecho del dramático esfuerzo de un puñado de idealistas.

Pero al desembocar en la plaza principal de la ciudad, desde lo alto de una farola cae incansable el sonido bronco de un altavoz que repite por milésima vez el discurso de uno de los leaders del partido. Son las doce de la noche. En la gran plaza hay apenas dos docenas de personas que pasan indiferentes, pero el aparato de radiotelefonía sigue diciendo incansable las ventajas del sentido comunista de la existencia. Es la gota de agua.

Estos delirantes habrán cambiado un día hasta la entraña de la vida rusa.

Se hace la travesía de la cordillera caucásica, desde Tiflis a Vladicaucas, por una pista llamada Camino Militar del Cáucaso, que va bordeando las montañas, repta a veces por su falda, se hunde en ocasiones hasta el fondo de los valles y salva la mole imponente del Kazbek subiendo por sus laderas hasta una altura de dos mil metros.

Hasta hace pocos años este viaje se hacía en coche o en caballería exclusivamente, y se tardaban de ordinario cinco o seis días en recorrer los doscientos kilómetros que por la línea del aire hay de uno a otro lado de la cordillera. Bajo el régimen soviético se ha mejorado considerablemente esta pista militar, y hoy se puede hacer el viaje en automóvil. Esto de que se puede hacer es relativo; lo hacen los rusos, que son la gente más audaz del mundo.

Lo hacen a diario, en unos automóviles viejos, con unos frenos y unos motores que no funcionan sino por un prodigio de habilidad de sus mecánicos. En estas condiciones se lanzan por los zigzagueantes caminos de las montañas al borde de unos precipicios de dos mil metros, salvan las torrenteras saltando sobre guijarros del lecho con el agua hasta el cubo de las ruedas y se precipitan por pendientes de veinte o treinta kilómetros, en las que no hay diez metros en línea recta. Esta travesía del Cáucaso por este camino y con estos automóviles sólo son capaces de hacerla normalmente los rusos. A los amantes de las emociones fuertes, a esos automovilistas denodados que aman el peligro y lo buscan, yo les recomendaría que viniesen al Cáucaso y recorrieran el Camino Militar en estas máquinas.