La emoción se completa con las noticias que el chófer va dándonos durante el camino.
—Por aquí —nos dice señalándonos una espantosa torrentera— se despeñó hace tres meses un ingeniero.
—Aquí —agrega un poco más adelante—, un alud de nieve desprendido de la cima del Kazbek sepultó a un autobús en el que iban doce personas, que, naturalmente, perecieron.
—Allá abajo —señala— están todavía los restos de otro automóvil. Ha caído tan hondo que nadie se atreve a ir hasta allí.
Y así todo el camino.
Aparte esta sensación de peligro, el viaje es maravilloso. En algunos trozos del camino, el ánimo más rebelde a las emociones de la naturaleza —y el mío lo es bastante— queda sobrecogido por la grandiosidad del espectáculo que en este rincón del mundo ha preparado la divinidad. Hay valles rodeados completamente por montañas de dos y tres mil metros, cortadas a pico, que dan al viajero la sensación de hallarse en el vértice de un cono invertido. En el fondo de estos valles, el día dura apenas unas horas. Los rayos del sol apenas tocan en el fondo cuando está en el cénit y empiezan a subir rápidamente por la escarpada falda de las montañas. Y es de un efecto sorprendente ver el cielo de un azul intenso y las crestas de las montañas incendiadas por el sol mientras en el valle se extienden las sombras combatidas débilmente por una luz refleja que las nubes enganchadas en los picachos van cerniendo.
He querido venir hasta aquí no con un interés de turista amante de la contemplación de la Naturaleza, sino porque yo, que he rehusado en Moscú todas las informaciones oficiosas que se me brindaban sobre la acción de los organismos soviéticos en las comarcas más apartadas de la Unión, quería ver por mí mismo si realmente el bolchevismo tenía una existencia real traducida en obras públicas capaces de cambiar la faz del país. Más que las discusiones teóricas del partido y que las estadísticas, más que todas esas disposiciones gubernamentales que los bolcheviques adaptan a millares sobre el papel, me interesa la realidad, la obra viva, la que en realidad pueda haber llegado hasta el fondo de estos valles y a la cima de estas montañas.
Y, en efecto. Vamos sorteando las montañas entre los ríos Kura y Aragvi; el viajero tiene ante los ojos el panorama desolado de Mtsjeta, la antigua capital de Georgia, hoy en ruinas, con sus torres y sus templos milenarios desmoronándose poco a poco, cuando súbitamente aparece ante él la inevitable estatua de Lenin con el brazo levantado en ademán tribunicio —esta horrible estatua de la que se ha hecho una edición de centenares de ejemplares— y a su espalda unos formidables edificios de cemento, una presa, unas turbinas, unas chimeneas y, dominándolo todo, la estrella roja de los soviets.
El contraste entre los dos paisajes, el paisaje medieval de Mtsjeta y el panorama modernísimo de la gran obra hidroeléctrica soviética, no puede ser más elocuente.
Hay que rendirse a la evidencia. Los bolcheviques son unos teorizantes insoportables, han dictado millares de disposiciones gubernamentales que no se cumplen, se han equivocado, tropiezan, se caen, rectifican… Por encima de todo, como prodigio de voluntad, una voluntad heroica capaz de vencer tanto las dificultades exteriores como la propia incapacidad, existe hoy en Rusia una obra de Gobierno puramente soviética que ha llegado a la entraña misma del país.
No; la revolución comunista no es una revolución hecha sobre el papel y mantenida por la Policía, como sostienen los países capitalistas.
Muy de tarde en tarde, en los recodos del camino, aparecen unas aldehuelas miserables. Alrededor de algún milenario menhir o de los restos de alguna fortificación medieval, cinco, seis chozas colgadas de las cortaduras de las rocas. Para el viajero, la vida de estos montañeses encerrados en un repliegue de la sierra, donde lo tienen todo —el pan, el agua, la casa y la fosa; no necesitan más—, es un espectáculo emocionante.
Mas, aun en el corazón de las montañas, los aul —así se llaman en ruso estas aldeas— quedan reducidos a una sola familia y a una sola vivienda —la saklia—, aislada del resto del mundo y sin más ley ni gobierno que la despótica voluntad del cabeza de familia, este montañés bárbaro, lleno de supersticiones. Todas estas montañas, la Peña del Diablo, los Siete Hermanos, la Torre de la Reina Tamara, Kazbek, Elbrús, están pobladas por estas míseras familias, aisladas cada una en su saklia, sin más freno a los instintos que un oscuro sentido religioso que consiente las mayores atrocidades.
Hacia el mediodía hacemos alto en una saklia del camino para almorzar. Mientras hierve el samovar y va tostándose al fuego de unos grandes leños el sabroso chaslin —trozos de cordero adobado que se asan ensartados en una aguja—, salimos de la saklia para estirar un poco las piernas y contemplar el panorama que se descubre desde una especie de mirador natural allí próximo. Encaramado en el pretil de este mirador, nos aguarda un tipo astroso y contrahecho, que al vernos llegar pone las manos sobre una piedra que avanza sobre el precipicio, levanta ágilmente las piernas y se queda rígido, «haciendo el pino» en el borde de aquella cortadura de mil quinientos metros. Después, viene humildemente, con la montera de piel en la mano, a pedirnos unas copekas. Es un hombre de edad indefinible, casi una alimaña, con la cara recubierta por una espesa pelambrera y los ojos como dos puñaladas abiertas.
Mi compañero de viaje me dice:
—Es un heusur.
La tribu de los heusur, formada hoy por unos doce mil individuos, habita las gargantas del Cáucaso —«heusur» quiere decir literalmente «habitante de las gargantas»— en saklias diseminadas por todas las montañas a pocos kilómetros del Camino Militar. A pesar de lo frecuentado que está hoy este Camino Militar, los heusur se mantienen completamente apartados de la civilización. Hacen la misma vida salvaje que hacían cinco siglos atrás. Habitan en saklias de piedra, sin puertas ni ventanas, que durante los meses de invierno cubre por completo la nieve. Aislados del mundo, sepultados bajo la nieve, los heusur viven días y días sin salir de aquella estrecha cárcel, donde constantemente arden unos grandes leños bajo la vigilancia de un miembro de la familia, designado por turno, que cuida de que no se extinga el fuego mientras los demás duermen. La humareda del hogar, que difícilmente sale al exterior a través de la capa de nieve, hace que casi todos los individuos de la tribu padezcan terribles enfermedades de los ojos.
En la actualidad, los heusur viven exclusivamente de la agricultura y el pastoreo; pero, hasta hace poco, su principal fuente de riqueza era el robo. Periódicamente, bajaban de sus montañas a saquear a los cherkeskos y a los campesinos del Daghestan. De esta actividad tradicional, les queda el hábito de construir sus viviendas en los puntos más inaccesibles, en las ruinas de las viejas fortalezas medievales y en los picachos más inabordables. También son recuerdo de su secular medio de vida las armas que conservan: cotas de malla, corazas, cascos, lanzas. Un desfile de heusur es una reencarnación de las hordas medievales.