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Existe sin ningún fundamento serio la opinión de que los heusur descienden de los cruzados. Sus viejas armaduras y la costumbre que tienen de adornar sus vestimentas con cruces de tela, que se cosen en el pecho, los codos y las rodillas, son la única base de esta sospecha.

Mi compañero de viaje, un ruso que domina todos los dialectos caucásicos, interroga al mendigo heusur sobre las costumbres de su tribu. La más terrible es la que se sigue con las mujeres antes del alumbramiento. Hay entre los heusur la creencia de que la mujer en el periodo de gestación es una criatura impura, cuyo contacto debe evitarse a toda costa. Así pues, desde el momento en que se advierte su estado, la mujer heusur es expulsada de la saklia y confinada en una cabaña lejana, a la que nadie puede aproximarse. Valiéndose de una especie de pértiga, se le introducen diariamente los alimentos en la cabaña, y allí permanece la infeliz hasta el momento de dar a luz. Cuando éste llega, la pobre ha de valerse por sí misma, sin que nadie pueda auxiliarla. El marido, que está rondando a lo lejos la cabaña donde su mujer sufre los dolores del parto y oye sus gritos de dolor, no puede hacer otra cosa que disparar al aire su escopeta para ahuyentar a los malos espíritus que en el momento del alumbramiento hacen sufrir a la infortunada.

Otra de las cosas características de los heusur es la administración de justicia. El más viejo de la tribu es el encargado de esta función. Se limita a intervenir en los casos de riñas sangrientas o agresiones entre individuos de distintas familias. Entonces hace que la herida causada se cubra con granos de cebada, y el agresor tendrá que pagar al agredido tantas vacas como granos de cebada quepan en el boquete que abrió en la piel de su semejante. Los heusur son muy respetuosos con esta justicia patriarcal y pagan siempre estas multas. Ahora bien, suele ocurrir que el agresor no tenga reses bastantes para satisfacer la indemnización, en cuyo caso, como es hombre respetuoso con la ley, baja al llano y se las roba a los campesinos de otras razas.

Hace poco, un sorprendente cortejo de montañeses cubiertos de andrajos, sobre los que relucían unas milenarias armaduras y unos cascos guerreros, llegó a la plaza principal de Tiflis. Parsimoniosamente, los jefes de aquella tropa descabalgaron y pidieron parlamentar con el Gobierno de la plaza. Eran los heusur, que habían oído el nombre mágico de Lenin y bajaban, al fin, de sus montañas para entrar en negociaciones con los bolcheviques.

Parece ser que llegaron a un acuerdo fácilmente. Y así, va a darse el caso de que aquellos montañeses pasarán automáticamente de la barbarie feudal al bolchevismo, que ellos han adoptado como la forma más excelsa de la civilización. ¡Para que los sociólogos hablen después de las leyes de la evolución!

A pesar de todas las dificultades, los comunistas van llegando con su propaganda hasta los rincones más apartados de Rusia, esas zonas vírgenes de toda civilización que el zarismo no supo sacar de la barbarie. El montañés, que ha resistido hasta ahora fieramente todo contacto con la civilización, ve que, poco a poco, se le van poblando los caminos de las montañas con estas bandas de comunistas que recorren el país hablando de una vida mejor. Y acabará por dejarse arrastrar.

Ahora mismo, en dirección contraria a la que nosotros llevamos, aparece una larga fila de carros escoltados por unos centenares de muchachos con banderas rojas y pañuelos rojos al cuello. Son los pionniers del Konsomol.

El Konsomol —la juventud comunista— tiene un cuerpo de pionniers organizado como los «chicos escuchas» de Inglaterra o los exploradores de España. Estos pionniers, a los que se da una educación estrictamente comunista, organizan excursiones por toda Rusia, excursiones que son regidas por ellos mismos. El grupo de pionniers de doce a quince años, que constituye el soviet de la expedición, delibera y resuelve libremente adonde se debe ir y qué se debe hacer en cada caso.

Con absoluta libertad van juntos por los caminos de la inmensa Rusia, durante días y días, chicos y chicas de diez a quince años. No hay ni la sombra de una autoridad sobre ellos. Pueden hacer cuanto les venga en gana.

Este sistema educativo tiene, como es natural, sus inconvenientes; sobre todo en el aspecto sexual, las consecuencias de la educación comunista espantan a todo aquel que tenga un resto siquiera de moral burguesa.

Pero así y todo, aun rechazando esa promiscuidad sexual infantil, que a título de ninguna moral, por amplia que sea, puede admitirse, es preferible cien veces esto a lo otro.

Los excesos del comunismo, por muy terribles que a la gente burguesa les parezcan, tendrán siempre un fondo civilizador, una estimación de la humanidad que los hacen deseables cuando se ve de cerca la vida bestial de estos montañeses rusos. Aunque no se considera que el comunismo representa un tipo superior de civilización; aunque el ciudadano de Londres, París o Berlín tenga derecho a estimarlo como una regresión, como un salto atrás en el progreso, siempre habrá que agradecerle por lo menos la misión civilizadora que heroicamente está ejerciendo en contra de la barbarie campesina en Rusia. Esto nunca lo había intentado el zar.

LOS REVOLUCIONARIOS UNA VEZ HECHA LA REVOLUCIÓN

Todo Moscú está lleno de iconografía revolucionaria. En los escaparates de todas las tiendas, en los quioscos de periódicos, en las vallas de los solares, en todas partes se encuentran siempre las caras de los leaders de la revolución, reproducidas millares de veces por esta horrible litografía rusa, de un mal gusto que crispa los nervios.

No hay modo, sin embargo, de encontrar un retrato de Trotsky en toda Rusia. El trotskismo es el culto más perseguido hoy. Se ha llegado hasta el extremo de suprimir la cabeza de Trotsky en los grupos fotográficos en que aparecía Lenin rodeado de todos sus colaboradores; al cuerpo de Trotsky se le ha puesto, recortada, la cabeza de otro leader cualquiera. He visto, incluso, que los trotskistas más fervientes ni siquiera en lo más escondido de su hogar, ni en la cabecera de su cama, se atreven a tener la efigie de Trotsky, y a los que por devoción indestructible la conservan, para evitar el verse denunciados, la tapan durante el día con un paño blanco, y únicamente cuando se quedan solos y atrincherados en la intimidad de su alcoba se atreven a descubrirla.

Pero a pesar de todo…

Con un muchacho comunista que me sirve de intérprete en mis andanzas por Moscú, me he acercado una vez a un quiosco de periódicos para comprar fotografías de los leaders revolucionarios.

—¿No tiene usted a Trotsky?

—Trotsky —me ha dicho el vendedor con un acento bastante significativo— es el único leader revolucionario que no se vende.

Aunque la personalidad de Trotsky es una de las cosas que más me interesaban de Rusia, no pude llegar hasta el lugar donde estaba desterrado antes de permitirle que saliera del territorio de la URSS. Nadie podía llegar hasta él. La vigilancia de la GPU impedía todo contacto con el creador del Ejército Rojo.

Últimamente se dio un caso emocionante. Trotsky es uno de esos tipos subyugantes, arrebatadores, que ejercen una atracción irresistible sobre quienes le rodean. Compadecidos de su destierro, dos muchachos comunistas, que durante los últimos años le habían servido de secretarios, pidieron ser desterrados con él para poderle auxiliar en sus trabajos.

—¿Cómo va a poder trabajar estando solo? —se decían—. Nos necesita; somos sus pies y sus manos.

El Gobierno de Moscú se negó a desterrarlos con su antiguo jefe, y entonces ellos, por su propia iniciativa, sin ningún contacto con los directores de la oposición, sin ningún propósito político, impulsados sólo por el afecto personal al caudillo, emprendieron el camino de Alma-Ata, donde Trotsky estaba desterrado. No pudieron llegar; los agentes de la GPU los sorprendieron en el camino, y encarcelados están y estarán ya para mucho tiempo.