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Este celo del Gobierno de Moscú no es superfluo. Trotsky es un tipo de tal entereza que nunca se le tendrá totalmente sometido. El destierro, allá casi en la frontera china, la estrecha vigilancia que se ejercía en torno a su persona, las persecuciones, encarcelamientos y deportaciones de sus partidarios, y, finalmente, esa especie de expulsión infamante no han sido medidas eficaces para anular la oposición.

Todavía en el último Congreso, los delegados de todo el mundo recibieron clandestinamente el informe que Trotsky enviaba desde su destierro. Las cartas del desterrado —y esto parece milagroso, dado el régimen policiaco de los soviets— circulaban de mano en mano mecanografiadas, reproducidas por medio de multicopistas, y hasta impresas. En todo momento, frente a cualquier resolución del Gobierno, ante cada uno de los problemas que iban planteándose, la voz del desterrado Trotsky se hacía oír implacablemente.

En vista de que la acción policiaca no bastaba para inutilizar a la oposición, Stalin emprendió una campaña política de descrédito del trotskismo ante las masas trabajadoras. Se acusaba a los trotskistas de contrarrevolucionarios y se insinuaba que la GPU tenía pruebas de que estaban en connivencia con elementos procedentes de los Ejércitos Blancos. Se dejó caer la noticia de que la oposición se había proporcionado una imprenta clandestina gracias a la colaboración de un ex oficial del ejército de Wrangel.

Como obedeciendo a una consigna, los elementos simpatizantes con la oposición contestan a esta campaña pidiendo en las células, en los comités de fábrica y en los soviets locales el nombre del agente contrarrevolucionario. La consigna era ésta: el nombre.

Estrechado por esta demanda unánime, el Gobierno tuvo que declarar que no podía hacer público el nombre del agente contrarrevolucionario porque se trataba de una persona que había prestado importantes servicios secretos a la Policía. Se trataba —como es natural— de un agente provocador de la GPU.

Todo esto hizo que el cerco que el Gobierno de Moscú tenía puesto a la persona de Trotsky se estrechase cada vez más. Los miembros de la oposición llegaron a temer por su vida. Realmente, Trotsky es de esa clase de hombres que sólo pueden inutilizarse con la muerte.

Respondiendo a esta alarma, las agencias periodísticas de los Gobiernos burgueses hicieron circular fantásticos rumores sobre un intento de asesinato de Trotsky cometido por los agentes de la GPU. Esto es absurdo. Salvaguardaba la vida de Trotsky la íntima devoción que por él sienten hasta sus más enconados adversarios políticos. El Gobierno de Moscú era el más interesado en que a Trotsky no le pasase nada. Si a Trotsky le hubiese sobrevenido, mientras estuvo prisionero de la GPU, alguna enfermedad que le hubiese costado la vida, los ciento cuarenta millones de ciudadanos de la Unión habrían creído a ojos cerrados que había sido víctima de un atentado, y ésta hubiera sido la más formidable plataforma de la oposición.

A pesar de la rudeza de la lucha, el Gobierno de Moscú no se ha atrevido a prescindir de las buenas formas con su prisionero. Trotsky estaba, antes de su salida para Turquía, descansando en Alma-Ata con determinada misión burocrática y disfrutando de una apariencia de libertad. Vivía con su mujer y sus hijos en una casa cualquiera de la ciudad; ahora bien, esa casa en la que vivía Trotsky estaba bajo la administración de la GPU. Es decir, Trotsky era inquilino de la Policía.

Cuando una mañana Trotsky se levantaba temprano y cogía su escopeta dispuesto a pasar el día en el campo tirando a los conejos, se encontraba con unos amables vecinos, también aficionados a la caza, que le acompañaban galantemente en su excursión. Y estos obsequiosos vecinos eran también agentes de la GPU.

La situación económica de Trotsky y su familia en el destierro era realmente angustiosa. El hombre, que en un momento pudo proclamarse emperador de Rusia, no tenía qué comer. Para mantener a los suyos, Trotsky invertía toda la mañana en hacer traducciones. De lo que le pagaban por sus traducciones vivía exclusivamente.

El Gobierno le pasaba el socorro de treinta rublos mensuales —unas ochenta pesetas— que desde la época del zarismo se pasa a los deportados, pero Trotsky se negaba a cobrar este socorro y vivía sólo de lo que le producía su trabajo de traductor y de lo que subrepticiamente le enviaban sus fieles partidarios.

Muchos de éstos dedican unas horas de la jornada a trabajar para Trotsky. Sé que muchas de las obras rusas que se editan en el extranjero han sido traducidas únicamente para obtener algún dinero con que auxiliar a la familia del caudillo revolucionario.

El trabajo de éste en el destierro seguía siendo muy intenso. Aparte su labor de traducciones, dedicaba muchas horas del día a la labor política, porque para filtrar a través de la vigilancia policiaca una carta o un informe, tenía que hacer por sí mismo, de su puño y letra, muchas copias, que luego se quedaban entre las uñas de la GPU. Esto, por lo menos, servía para que en todo momento el Gobierno de Moscú supiera cómo pensaba Trotsky.

Me dijeron que, además, Trotsky está escribiendo sus Memorias, que por ahora no piensa publicar, porque no cree que su vida pertenezca todavía al pasado.

Fuerte, sano, joven todavía, Trotsky espera que llegue nuevamente su hora. Mientras, se dedica a la caza, la pesca y la literatura —amén de su actividad política—, con la misma intensidad, la misma energía y el mismo coraje con que antes se aplicaba a la organización de los servicios ferroviarios o a la creación del Ejército Rojo.

—Es un hombre terrible —me decía un amigo suyo que ha tenido ocasión de convivir con él en varias ocasiones—. Tiene la obsesión de hacer las cosas a fondo, el culto a la obra bien hecha. Alguna vez hemos salido a pescar tranquilamente, por pura diversión, y apenas se enfrascaba en la pacífica tarea de la pesca, Trotsky se exaltaba, se enconaba, ponía sus cinco sentidos en lo que estaba haciendo y luchaba por recoger los peces que querían escaparse del trasmallo, como luchó con los contrarrevolucionarios. Es el hombre que menos comprende el sentido deportivo de la existencia que postulan ustedes en Occidente.

—Mijaíl Ivánovich, vengo a verte porque se me ha muerto la vaca; tú sabes bien lo que eso es para nosotros. Además, tengo al hijo en el Ejército Rojo y quería pedirte…

Mijaíl Ivánovich escucha pacientemente la retahila del campesino, que ha recorrido muchas verstas para llegar a Moscú y contarle sus cuitas. Cuando el campesino calla al fin y queda ante él rascándose la pelambrera por debajo de la pesada papaja, Mijaíl Ivánovich pregunta a su vez y entonces se entabla un diálogo lento, grave, con esas pausas y ese arrastre de las palabras característicos de la conversación de todos los campesinos del mundo. Diríase que Mijaíl Ivánovich y su interlocutor son dos compadres aldeanos que se cuentan sus cuitas mano sobre mano en una tarde de domingo.

Mijaíl Ivánovich Kalinin es, sin embargo, algo más que un campesino: es el jefe del Estado, el Presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

No por esto se puede decir que sea un farsante. No; Mijaíl Ivánovich Kalinin, cuando habla con los campesinos que acuden a su despacho, se olvida por completo de que ha habido una revolución y de que él, aldeano, hijo de aldeano y nieto de aldeano, está ocupando el puesto más elevado de la República, para volver a ser únicamente el compadre del pobre hombre que le cuenta sus cuitas en ese lenguaje moroso, lleno de silencios y de reticencias, que sólo los campesinos entienden.

Kalinin es el único jefe de Estado que sabe hablar en su lengua al pueblo. Esa farsa que los monarcas y los presidentes de todo el mundo quieren ensayar cuando se dirigen llanamente a sus súbditos más humildes para conquistarse un poco de popularidad es siempre una torpe bufonada. A través de las palabras amables del magnate se ve siempre su fondo insincero. Sólo el camarada Kalinin sabe hablar desde la altura con los humildes sin ofenderles.