El partido comunista, que mide exactamente el valor de propaganda que esto tiene, conserva al campesino Mijaíl Ivánovich en lo que podemos llamar presidencia de la República, y le obliga a recibir diariamente a docenas de obreros y campesinos, cuyas quejas tiene que escuchar y contestar cumplidamente. Cada campesino que sale del despacho de Kalinin, después de haberle visto y hablado, vuelve a su aldea con la impresión de que, efectivamente, la revolución ha servido para que los campesinos estén gobernados por un campesino y los obreros por un obrero.
Realmente, Kalinin es un tipo representativo de un valor imponderable. Hijo de campesinos y campesino él mismo durante los primeros años de su juventud, abandonó después la servidumbre de la tierra cuando tuvo noción de lo desposeído de ella que estaba, y se marchó a la ciudad, donde formó en las filas de proletarios de la industria. La propaganda que hacían en las fábricas los teorizantes de la revolución le convirtió en revolucionario de acción, y bajo el zarismo sufrió persecuciones y encarcelamientos. Es, pues, una especie de arquetipo revolucionario; el hombre representativo del nuevo estado social.
Pero, como todo hombre representativo, tiene algo de mito, de ficción. Los campesinos que hacen cola a la puerta de su despacho pueden hacerse la ilusión de que es aquel campesino que está dentro el que les gobierna, pero cualquiera que conozca un poco la máquina del partido comunista sabe que el aldeano Kalinin, el venerable Kalinin, no es más que un símbolo manejado diestramente por los leaders de la revolución.
Precisamente en los días de mi estancia en Moscú, tuve ocasión de comprobar la inconsistencia de este símbolo en que se ha convertido el aldeano Mijaíl Ivánovich.
Después de haber dado la batalla a Trotsky, Stalin se encuentra con que la derecha del partido le lleva, en el terreno de las concesiones a los campesinos y a los comerciantes, más allá de lo que él quisiera. Rikov, apoyado por Kalinin, está dispuesto a atacar el último baluarte de la revolución: el monopolio del comercio exterior.
La oposición prudente de Stalin mismo a esta medida apunta una nueva escisión, en la que Kalinin aparece incondicionalmente al lado de Rikov. Pero, súbitamente, Kalinin cambia de criterio y se somete a la voluntad de Stalin. ¿Por qué? La gente va diciéndoselo al oído por Moscú.
Stalin, que posee los archivos de la Policía zarista, tiene seguramente en sus manos algún documento que compromete a Kalinin: alguna carta de retractación arrancada con torturas por algún jefe de la Ockrana, algún documento pidiendo clemencia a las autoridades del zar quién sabe después de cuántos sufrimientos…
¡Todo esto es tan frecuente y tan explicable entre los viejos revolucionarios! Para quienes saben medir serenamente el valor de las acciones humanas, esto no tendría, de existir, como me dicen, ningún valor.
Sin embargo, para las multitudes enfervorizadas por la revolución, Kalinin no es un ser humano sino un hombre representativo, un símbolo que no podría soportar una acusación de esta índole, y de hecho, el campesino que gobierna a los campesinos, el símbolo del régimen, no es más que un instrumento dócil en las manos del verdadero dictador: Stalin.
Me han dicho:
—¿Por qué no se queda usted dos o tres días más en Moscú y solicita una audiencia de Kalinin?
—¿Para qué? —he contestado—. A mí no se me ha muerto ninguna vaca.
Para mantener en toda su pureza el ideal comunista, sería preciso hacer una revolución cada cinco años. Esta es la gran tragedia del bolchevismo, insoluble mientras no se realice el sueño de la revolución mundial. La necesidad de mantener el régimen soviético en Rusia fuerza a los comunistas a pactar con los Gobiernos capitalistas y a favorecer el nacimiento y desarrollo de nuevas burguesías que ponen sitio, apenas nacidas, a las plazas conquistadas por la revolución. El comunista mismo, por grande que sea la pureza de su ideario, al poco tiempo de estar dedicado a la labor gubernamental, cae en un oportunismo político que le aleja fatalmente de los objetivos de la revolución. Así se ha creado esa burocracia del partido, que es hoy un formidable elemento conservador.
Frente a esta corrupción del ideal revolucionario, se ha levantado Trotsky a la cabeza de la oposición, postulando la necesidad de la «revolución permanente». A su lado están todos los idealistas del partido, todos los revolucionarios de sangre y casi todos los intelectuales. Pero Stalin, apoyado por los campesinos, los burócratas, la nueva burguesía y los comunistas de buena fe, que se engañan creyendo que pueden sacar incólume su ideología bolchevique a través de una política oportunista y jesuítica que sólo a un hombre genial como Lenin es dable intentar, ha dado la batalla a la oposición y ha vencido.
La oposición es fuerte; tiene a su lado a los prestigios máximos de la revolución y cuenta con la adhesión espiritual de los verdaderos comunistas. Pero Stalin tiene a su lado la máquina del partido, y cuenta, sobre todo, con la GPU. El triunfo de Stalin sobre Trotsky es principalmente un triunfo policiaco.
Los bolcheviques están curados de espanto en eso de las represiones por medio de la Policía, y el Gobierno de Moscú se ha tirado a fondo contra la oposición. Trotsky, la gran figura de la revolución, está expulsado del territorio soviético como un apestado, y en Siberia hay más de dos mil trotskistas deportados. Para darse una idea de lo dura que ha sido la represión, me aseguraba un leader de la oposición residente en Leningrado —donde hay un fuerte núcleo trotskista— que el Gobierno de Moscú ha utilizado para la deportación incluso lugares que el Gobierno del zar no se había atrevido a utilizar nunca por considerarlos demasiado inhóspitos.
La situación moral de los revolucionarios de sangre adictos al trotskismo, ante esta represión del Gobierno soviético, es realmente conmovedora. Hombres agotados en la lucha por la revolución contra los esbirros del zarismo, que creían haber conquistado con el triunfo del régimen soviético el derecho a la paz, se han visto de nuevo perseguidos, encarcelados, sometidos a registros domiciliarios, deportaciones y confiscaciones, lanzados de nuevo a la lucha revolucionaria, más feroz ahora que nunca, porque el Gobierno de Moscú, que conoce el temple de estos hombres, no puede tener con ellos ninguna tibieza.
Es el triste sino del revolucionario de sangre. Por poca que sea la comprensión y la solidaridad que se tenga con la conducta de estos hombres que en aras de un ideal revolucionario sacrifican sus vidas, el ánimo se sobrecoge ante el heroísmo con que ya viejos, quebrantados por toda una vida de sufrimientos, se lanzan de nuevo con ímpetu juvenil a combatir lo que ellos mismos crearon y en sus mismas manos se ha vuelto contra ellos.
Smirnoff, Comisario de Correos y Telégrafos hasta hace poco, era uno de los revolucionarios de más limpia historia dentro del partido. Era el prototipo del revolucionario de pura sangre. Los comienzos de su actuación se remontan casi a los tiempos de la Narodnaia Volia. Consagrado exclusivamente a la consecución de idea revolucionaria, no tuvo en su vida un momento de paz, perseguido siempre por la Policía zarista, en la cárcel, la deportación o el destierro durante toda su vida, no supo crear un hogar donde remansarse; en su vida azarosa, únicamente le acompañaba y auxiliaba su madre, víctima también, como él, de las persecuciones policiacas. Cuando subieron al poder los bolcheviques, Smirnoff se encargó del Comisariado de Correos y Telégrafos, y sólo entonces encontró la pobre vieja un poco de sosiego para su senectud.
Pero surgió la disidencia trotskista, y Smirnoff, idealista de siempre, se puso al lado de la oposición. Empezó a ser sospechoso ante los demás miembros del Gobierno, y poco después era destituido del Comisariado y sometido a estrecha vigilancia. Volvió entonces a la lucha revolucionaria con el mismo ardor de su juventud. No tardó en sentir las consecuencias.