Los agentes de la GPU se presentaron un día en su casa para hacer un registro. La madre de Smirnoff, octogenaria, casi ciega, alejada ya del mundo, fue sometida a un interrogatorio policiaco. Costó un gran trabajo hacer comprender a la vieja de lo que se trataba. No lo concebía.
Cuando a través de las brumas de su senectud pudo darse cuenta, se limitó a preguntar:
—Ha vuelto el zar, ¿verdad, camarada?
Mientras su hijo está en el destierro, la vieja se morirá repitiendo: «Ha vuelto el zar». «Ha vuelto el zar».
UN ESPAÑOL EN RUSIA: RAMÓN CASANELLAS
En el zaguán del pensionado de la Universidad Obrera de Sverdloff, oscuro y lleno de humo de tabaco, hay un grupo de mocetones con unánime tipo de chófer y unas muchachas guapas y mal vestidas —chaquetones remendados, los calcetines caídos sobre los zapatos viejos de tacón bajo y la cabeza liada en un pañuelo rojo anudado a la nuca— que bromean sin gana, recostados en las paredes o derribados en unos mugrientos bancos de madera. Un estudiantón de reciente origen aldeano, más diligente que los otros, se ha incorporado y me ha dicho mientras se rascaba la revuelta pelambrera metiéndose los dedos por debajo de la gorra:
—Cualquiera sabe por dónde anda ése; por ahí… Su compañera, que está algo enferma, se ha marchado al Cáucaso, y él anda suelto… Creo que duerme en una casa de por aquí cerca. Un gran tipo; mucho temperamento. ¿Usted no le conoce personalmente? Magnífico sujeto ese gorgojillo español. Es como un garbanzo, pero tiene fibra. Buen militante. Grandes tipos los españoles…
Una muchachita encinta, bizarramente encinta, se nos acerca con esa afabilidad característica del pueblo ruso para con el extranjero, y dice algo que el estudiantón me traduce:
—Esta compañera dice que conoce la casa donde él ha ido a dormir anoche; no sabe si irá también esta noche, pero se brinda a acompañarte hasta allí camarada.
Al lado de esta muchachita, que bambolea su enorme panza montada sobre unas piernecillas finas de adolescente, echo a andar por este inclemente empedrado de las calles de Moscú. He tenido compasión de los pies de esta muchachita que tropiezan con las puntas de los guijarros a través de las suelas destrozadas, y suavemente la he llevado hacia la acera y se la he cedido. Cuando ella ha advertido esta galantería occidental, se ha revuelto ásperamente y me ha dicho algo que, conociendo ya el modo de ser de los comunistas, he comprendido fácilmente. La ofende la cortesía. Bueno.
Cruzamos dos o tres calles de esta barriada popular, que es exactamente como las barriadas populares de las ciudades españolas: en la calle de Atocha, de Madrid hace treinta años; la calle de la Feria, en Sevilla. Chicos que juegan tumbados en las aceras, mujeres arrebujadas en mantones, mendigos, vendedores ambulantes de baratijas, puestecillos de fruta en el borde de las aceras…
Mi compañera se detiene, me señala un gran portalón, da media vuelta y se marcha sin aceptar siquiera el ceremonioso spasiva tovarich (gracias, camarada) con que quiero corresponder al favor que acaba de hacerme. El comunista no considera nada como un favor que deba ser agradecido ni pagado; los servicios que presta son deberes de asistencia social.
Atravieso el portalón y me encuentro en uno de esos grandes patios característicos de Moscú, que son como las plazuelas desiertas con losas cubiertas de verdín en que desembocan los callejones sin salida de las ciudades andaluzas. En el centro del patio, un par de árboles tristes; en un rincón, unos haces de leña; en otro, un montón de chatarra. Un gran silencio, y escalonadas en las paredes, las pupilas de cien ventanas que atisban impertinentes al que ha entrado en el patio y se queda un momento perplejo sin saber adonde dirigirse. Bajo el hueco de una escalera, un zaquizamí, en el que un viejo de clásica estampa moscovita hace hervir el samovar y después se sienta en el borde de su camastro con el vaso humeante entre las manos y se queda mirando, sin ver, hacia la lejanía.
Cruje bajo mis pies la vieja escalera de tablas apolilladas, avanzo a tientas por un pasadizo saturado de un olor agrio a coles cocidas y llego, tanteando los enormes muros, hasta una especie de rellano donde arde una lámpara de petróleo. Por una puertecilla entreabierta se ve a una mujer como de treinta años que está con los hombros desnudos peinando lentamente su gran mata de pelo negro delante de una esquirla de espejo.
Toda esta gente, tan metida en sí que ni siquiera advierte mi presencia, que me mira sin ver y me deja ir de acá para allá desorientado, sin salir de su ensimismamiento, me da la impresión de que estoy moviéndome entre figuras de cera.
Llego al azar hasta una puertecilla que parece cerrada por dentro y toco en ella con los nudillos. Nadie. Insisto una vez y otra. Nadie. Voy a marcharme desesperado cuando del fondo de la habitación sale una voz torpe que lanza unos sonidos incomprensibles.
—¿Tovarich Casanellas? —grito a través de la puerta. Desde dentro me contestan con unos gruñidos que bien pueden ser ruso, y a poco se abre la puerta y aparece en la penumbra un hombre perfectamente dormido que me mira sin despertarse todavía.
—¿Tovarich Casanellas? —repito.
—Yo soy Casanellas. Dígame, no más, qué se le ofrece. Un poco desorientado por aquel acento americano que no me esperaba, insisto, creyendo haberme equivocado:
—¿Ramón Casanellas?
—Yo mismito soy, caracho. Dígame, amigaso, qué es, qué me quiere.
Ramón Casanellas habla con acento americano y no ha estado nunca en América. La explicación es curiosa. Cuando en unión de Matheu y Nicolau cometió el atentado contra don Eduardo Dato, Ramón Casanellas era un muchachito catalán analfabeto que apenas conocía el castellano. Expresaba sus rudimentarias necesidades en un argot barcelonés esmaltado de galicismos adquiridos en sus correrías por Francia, en el que seguramente no entraba más de un centenar de palabras castellanas. Ha sido en Rusia, ante la necesidad de manejar un instrumento más apto para la cultura que su catalán —que no es precisamente el de la Fundación Bernat Metge—, donde Ramón Casanellas ha aprendido el castellano, y, claro, lo ha aprendido oyéndolo hablar a los delegados comunistas de las repúblicas sudamericanas que van a Moscú. Para Casanellas el castellano culto, la lengua en que se puede hablar seriamente y a fondo de las doctrinas marxistas y de la dictadura del proletariado, es sólo ese habla cadenciosa esmaltada de «no más» y de «amigaso» que ha aprendido de sus camaradas americanos.
Cuando se confía y habla llanamente de las vicisitudes de su vida, de la miseria de su infancia, de sus andanzas por la Barcelona industrial, de sus hazañas, usa un catalán cerrado lleno de interjecciones castellanas y francesas que es su idioma natural; pero cuando quiere apersonarse y se mete en el campo de las teorías revolucionarias, le salen los americanismos.
Es un caso muy curioso que revela la singular transformación que el ambiente de la revolución soviética ha operado en este revolucionario español semianalfabeto, suponiendo que, cuando cometió el atentado contra Eduardo Dato, Casanellas fuese realmente un revolucionario.
Casanellas me hace entrar, aunque de mala gana, en su cuarto; se sienta en el borde de la cama donde estaba durmiendo y se pone a escucharme silencioso y reservón, mientras balancea las piernas y me mira fijamente a la cara, queriendo adivinar no sé qué celada que indudablemente teme que yo le esté tendiendo. Es un tipo tan claro, tan sencillamente expresivo, que veo perfectamente en sus ojos el instante en que pasa por su imaginación la idea de plantarme en la calle sin más contemplaciones. Se contiene porque en este momento yo le estoy hablando de España, de sus amigos de allí, de lo que se dice de él…