Выбрать главу

Se ve en seguida que el fondo de la ciudad, su gran masa de habitantes es una gran masa de menestrales de vida honesta, gente trabajadora y sencilla de un reciente origen campesino, contenta y satisfecha de su vida y de su tierra. De vez en cuando, por entre esta multitud sencilla y un poco aldeana, atraviesa las Ramblas una jovencita con la falda por el muslo y un airecillo centroeuropeo muy gracioso. Pero es igual. El cosmopolitismo, el barrio chino, el distrito quinto, el puerto, son los aspectos menos interesantes de Barcelona. Lo cierto es lo otro.

El catalán es tradicionalista. Por encima de esos libres juegos de la inteligencia a los que se entrega, ama la tradición. Conserva a fuerza de restauraciones —afortunadas unas, desdichadas otras, las más recientes, las de la época de la Dictadura—; todo un barrio gótico sirve de fondo al escenario donde se ha desarrollado la pugna de la espiritualidad catalana en los últimos cincuenta años. Ahora, la lucha está sólo latente. Se ha decretado que no hay espiritualidad catalana, y sólo se ve el fondo gótico de su escenario vacío, en el que campean los anagramas de la realeza y las lápidas a los militares. Cuando estuve, iban a quitar un pequeño busto de Prat de la Riba que quedaba por allí.

Hay una estampa clásica de puerto mediterráneo que se da maravillosamente en la Barcelona con sus tabernas llenas de gente, sus puestos de fritanga, sus calles oscuras, su vino en porrón y sus munchetas. Los vecinos duermen al fresco en las aceras. Una muchedumbre en mangas de camisa come, bebe y ríe escandalosamente, meridionalmente. Entran en la taberna la amante de un futbolista famoso, un torero, uno que está fichado por la Policía… En un rincón, mientras una docena de catalanes se come una ensalada, hay otro que toca con sordina su acordeón: Els Segadors, La Santa Espina.

Uno del somatén mete las narices por el portal y olisquea.

¿Y este desapoderado amor por la literatura? Buena o mala, actual o pretérita. A la literatura. Ya de madrugada nos hemos encontrado a Rusiñol, que va renqueando penosamente. Rusiñol —me dicen— hace una vida incorregible de literato. Hace poco estuvo muriéndose. Y no cambia. Se toma todos los días dos ajenjos y no se acuesta hasta las cinco de la madrugada. Esta semana, a pesar de todo, ha escrito dos comedias. Verá usted, el argumento de una de ellas es el drama de una muchacha que se echa a la mala vida y tiene una hermana monja…

El Ateneo Barcelonés tiene un patio maravilloso; maravillosamente catalán. Tiene, además, una magnífica biblioteca, unos salones suntuosos, unas estatuas grandes; pero no he querido ver bien más que este maravilloso patio con su aire deliciosamente provinciano, lleno del buen sentido y de regusto de la vida. A pesar del esfuerzo de los intelectuales catalanes hacia la universalidad, este rincón tiene un claro sentido de provincia. Hay, refugiados aquí, esos tipos absurdos de gente ida y desorbitada, esos monomaniacos tan de provincias, tan de biblioteca de casino provinciano; el cura que no cree en Dios, el hombre que pasa diez horas diarias haciendo combinaciones para jugar teóricamente a la ruleta y ganar, el que se copia todos los días una página del Diario de Sesiones del Congreso

Lo más grato en el dédalo de la proteiforme espiritual catalana es este patio tan provinciano, tan lleno de sentido, tan exacto…

Otra vez en el avión, camino de Marsella, echo una ojeada sobre la ciudad, queriendo abarcarla toda. Entre la montaña y el mar, Barcelona extiende su dilatado caserío por la huerta feracísima. Este catalán bien plantado con sus alpargatas y su barretina, este catalán fuerte y macizo no puede estar quejoso; lo tiene todo: el mar, la montaña, la ancha vega, el puerto, las fábricas, la huerta. Por eso está lleno de sentido.

POR TIERRAS DE FRANCIA

E el aeródromo del Prat, ante el avión que ha de conducirnos, el piloto y el radiotelegrafista consultan las indicaciones meteorológicas que acaban de recibir sobre el estado de la atmósfera en el trayecto hasta Marsella. Hay un poco de tormenta en el Pirineo y el avión tiene que ir subiendo y bajando constantemente para esquivar las corrientes de aire y las nubes.

Al despegar, el avión cruza petulante sobre Barcelona, que se extiende ancha y plena a la orilla del buen mar. Pronto queda atrás el gran hormiguero, y este buen mar Mediterráneo, antes tan llano y humilde, a medida que avanzamos se va enroscando y creciendo. La costa llana, es ahora costa brava y difícil.

Súbitamente, por un boquete de las nubes descubrimos el Golfo de Rosas, puerto ancho por el que quiso entrársenos a raudales en la hosca Península la vieja cultura clásica. No sé si es exactamente una impresión directa del paisaje o más bien una sugestión literaria anterior, pero la luz de esta mañana en el Golfo de Rosas tiene una diafanidad mayor que nunca.

En lontananza, las últimas estribaciones de los Pirineos Orientales bajan a bañar su cola en el mar, asemejándose a esos paquidermos que en los parques zoológicos nos recuerdan cómo debían de ser los animales antediluvianos. El terreno montuoso es, visto desde el avión, como un fabuloso plesiosauro.

Poco a poco vamos metiéndonos en la zona tormentosa. El viento viene a chocar contra nuestro avión heroicamente. Es curioso advertir cómo para el navegante del aire la atmósfera no es esa cosa vacua, sin sentido, que es para el terrícola. El aviador sabe las cosas que hay en el aire; las mil cosas sorprendentes que cuando todos sean aviadores exigirán, si no un nuevo sentido, una agudeza mayor de la que tenemos para poder advertirlas. Los baches, las corrientes de aire, las zonas de menor densidad, los remolinos, las trombas, toda una complicada mecánica aérea puebla la atmósfera que antes creíamos diáfana y vacía.

Ya en pleno Pirineo, la tormenta nos alcanza. Las nubes se precipitan furiosas sobre el aparatito que se les entra valientemente por la panza negruzca. Hace falta una gran decisión para meterse nube adentro. La nube es como una gran humareda, y cuando nos metemos en ella, tenemos la misma sensación de habernos metido de cabeza en un incendio.

Huyendo del seno de la nube, el avión gana altura con arremetidas valientes del motor. Se ha borrado por completo la tierra. Esto tiene ya un aspecto curioso de paisaje sideral, tal como nosotros podemos concebir lo sidéreo hemos superado las nubes y las vemos correr insensatamente debajo de nuestra máquina. A veces, entre sus desgarrones, aparece la mancha clara de la tierra o la mancha verde del mar, sobre las que se proyectan las sombras de estas nubes que bajo nosotros corren empujadas quién sabe con qué designio.

Cada vez se cierra más y más el horizonte. Llega un momento en que no hay solución de continuidad entre las nubes. Toda la porción del planeta que puede abarcarse desde la altura del avión está algodonada, cubierta totalmente por este algodón sucio de los nubarrones. Nuestro motor se abre paso lentamente; sus gruñidos isócronos parecen descubrir ya un poco de jadeo, y el piloto lo vigila y lo fuerza a seguir. La resistencia del viento se me antoja insuperable. Subimos hasta no poder más. Allí no son tan densas las nubes, pero la fuerza del viento es mayor. Desbaratadas por el ventarrón, las nubes pasan a nuestro costado como lanzas tendidas contra un invisible enemigo.

La tormenta está muy alta y hay que intentar el paso por debajo. El piloto pica la proa del avión y nuevamente nos zambullimos en la gran masa de vapor de agua; durante unos minutos navegamos perdidos en la panza del nubarrón. De improviso, se abre un jirón en la niebla por el que asoma siniestro el gran cuchillo de piedra de una montaña demasiado próxima. Más que el viento y el mar, es la tierra nuestro enemigo.