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Casanellas, con los ojos entornados, se acomoda en su camastro y se queda un poco ensimismado.

—¡España, España! ¡Caracho! —exclama—. ¡Cuándo podré volver yo por allá!

Se incorpora rápido, se despereza ampliamente para sacudirse la morriña y se pone a cruzar la habitación a grandes trancos, de punta a punta.

En las paredes llenas de desconchados y de manchas de humedad hay unos cuantos retratos de camaradas españoles y de camaradas rusos. Éstos, con ese aire imponente de actores bien caracterizados que tienen todos los rusos; los nuestros, con ese tipillo alegre y simpático de horteras endomingados que van de merienda el Primero de Mayo a la Dehesa de la Villa o al Parque de Montjuich.

Casanellas se queda mirando uno de estos retratos y vuelve a pasear furiosamente. Tengo la impresión de que para este pequeño español la inmensidad de Rusia con sus ciento treinta millones de habitantes no es más grande ni más divertida que la estrecha celda de un penal. Pero, en fin, más holgada que una caja de palo en el cementerio, ya es.

—Vamos a tomar una taza de té, camarada —me dice. Aviva la llama del samovar, saca un trozo de longaniza, una concha llena de caviar y pan negro. Mientras va y viene preparando el té, reacciona vivamente:

—¡Puerca España!

—Yo tenía entonces veinticuatro años y era como una fuerza desatada, como un ciclón. Nadie comprendería de lo que yo me sentía capaz entonces. ¡De todo! ¡No me hable usted de lo que hice, del atentado!… Eso fue lo que se terció; lo hubiera hecho todo.

»Entonces… yo no sabía nada de nada; ni siquiera tenía idea de lo que es ser un verdadero revolucionario. Pero la vida me trataba mal, trabajaba, pasaba hambre y, sin embargo, yo me sentía fuerte, audaz, astuto… Había que romper por alguna parte. No se ve bien la salida, no se concibe claramente qué es ser revolucionario, pero uno siente que le acorralan… quiere uno vivir y no puede. Y así, a ciegas, sin saber, pregunta: «¿Qué hay que hacer?». Y lo hace. Lo que había que hacer entonces era «aquello», y se hizo…

Casanellas se queda un rato silencioso con el vaso de té entre las manos. Su charla es un poco incoherente, exaltada, imposible de reproducir; da la impresión de haber contraído la costumbre que tienen los rusos de decir en voz alta, a saltos y sin ilación verbal, lo que van pensando o sintiendo a lo largo del diálogo. De esta conversación sin vértebras yo saco la impresión neta de que este hombre recuerda con más cariño el ímpetu de su juventud —«la pobre loba muerta» —que los detalles de aquella hazaña suya que conmovió un día a España entera.

¿Hasta qué punto está satisfecho de lo que hizo? No creo que se haya arrepentido todavía de haber disparado su pistola contra aquel presidente del Consejo de figura macilenta y borrosa —¿es hora ya de decirlo?—, con cuya muerte ninguna aspiración revolucionaria se satisfacía; pero me ha parecido adivinar que deplora un poco no haber empleado más eficazmente aquella fuerza destructora de su juventud.

No quiere —en esto pone un gran empeño— ser únicamente el autor de aquel atentado terrorista de tan escasa eficacia, y se cree en el caso de justificarlo refiriéndose constantemente al medio ambiente y a aquel difuso anhelo revolucionario de muchacho inculto que entonces sentía.

—Uno sabía que valía para algo y estaba dispuesto a lanzarse a lo que fuese. Y no tenía una verdadera educación revolucionaria, ¡qué iba a tener!, sino la convicción de que arrastraba una vida miserable, y la desesperación de saber que ya siempre sería así. A los veinticuatro años yo había luchado, trabajado y sufrido más que muchos hombres a los cincuenta.

Siempre con frases sueltas, disparadas, incoherentes, Casanellas habla de su infancia rebelde y su adolescencia turbulenta y aventurera, de la pobreza de sus padres, de sus primeras peregrinaciones por la Barcelona industrial en busca de trabajo, de sus esfuerzos para salir del peonaje, que convierte a los hombres en bestias, y hacer su aprendizaje de mecánico, de sus huidas a Francia huyendo del lock-out

—Una vez estaba yo en París trabajando en las obras del Metro; a mi lado pasó una muchachita blanca, sonrosada, pulida. Me encandilé, y tirando la piocha me fui hacia ella y le dije no sé qué cosa que quería ser un requiebro. La chica, al verme, hizo un mohín de asco y me volvió la espalda. Entonces me puse furioso y le grité en catalán todas las bestialidades que sabía. ¡Cochina burguesa!

De los recuerdos de su adolescencia salta Casanellas a las evocaciones de Barcelona en la época del sindicalismo.

—¡Gran tiempo! Un hombre valía entonces para algo más que para irse muriendo poco a poco amarrado al tajo. Fueron los burgueses los que nos lanzaron. Pero ya íbamos adquiriendo cierta experiencia y cierto sentido revolucionario. Después, ellos se asustaron. A nosotros nos daba igual. Aquello estaba ya bien maduro y nos parecía que íbamos a poder liquidarlo a tiros de Star.

Ramón —a Casanellas en Rusia todo el mundo le llama Ramón— hace un alto en su incoherente charla y, adoptando súbitamente un tono seco de hombre que quiere ser austero, me dice:

—¿Pero por qué hablar de mí? Eso no le interesa a nadie. Yo no soy más que un revolucionario que cumple su deber. Ustedes los burgueses se pagan de muchas tonterías y no saben lo que es la austeridad revolucionaria. Ustedes no tienen idea de lo que es un bolchevique. ¡Un bolchevique! ¡Qué cosa, caracho! Nosotros no tenemos que aparecer en los periódicos, ni que hacer declaraciones, ni debemos dejarnos arrastrar por esas estupideces exhibicionistas de los políticos servidores del capitalismo. Usted quiere, camarada, hablar de mí; bueno, yo no le digo nada; usted hable lo que quiera; yo no le he hecho a usted declaraciones; usted allá.

Cuando Casanellas llegó a Rusia después de las emocionantes peripecias de su huida, el Gobierno de Moscú, que había ofrecido hospitalidad a los perseguidos por delitos políticos de todos los países, le trató bien. Pero aquella gente, avezada a una lucha revolucionaria feroz, no era muy propicia a extasiarse ante ningún héroe revolucionario, y a poco de su llegada se le dijo a Casanellas:

—Bien, camarada. Tú has cumplido con tu deber como cada uno de nosotros cumple a diario con el suyo.

Pero, ¿y ahora? Tendrás que seguir trabajando por el triunfo de la revolución. No vamos a convertirte en un burgués.

Casanellas no era entonces un «trabajador consciente», como allí se llama a los directores del partido. Carecía de preparación, no había leído siquiera a Carlos Marx. Sólo tenía corazón y coraje y cierta destreza como mecánico de motores de explosión. No le quedaba en la Rusia soviética otra salida que la de «sentar plaza».

Le otorgaron el honor de defender la revolución con las armas en la mano y fue destinado como simple soldado a uno de los cuerpos del Ejército Rojo que operaban en el Sur de Rusia, donde todavía estaba latente la guerra civil y las bandas supervivientes de los ejércitos contrarrevolucionarios, convertidas en cuadrillas de bandidos, asolaban el país.

Alistado en aquel ejército de proletarios descalzos, hambrientos y cubiertos de harapos que iban a imponer el ideal comunista que ellos mismos no sabían sentir claramente a un pueblo inculto, semisalvaje, fanático, apegado a sus tradiciones seculares y educado en el dolor y en la crueldad asiática, Ramón Casanellas vio de cerca y palpó todo el horror de aquella época, la más terrible que registra la Historia. Como en una visión dantesca, desfilan ante este pequeño español los episodios de la lucha contra los cosacos, el levantamiento de los campesinos puestos al lado de los comunistas por miedo a la barbarie de las hordas contrarrevolucionarias, la guerra civil, el comunismo de guerra ejercido implacablemente contra la misma población civil, la lucha espantosa con los mujiks, los fusilamientos en masa, y, finalmente, el hambre, aquel azote callado, aquellos millones de seres extenuados que se abatían sobre el suelo ruso sin un rumor, en medio de un silencio de muerte, que sólo rasgaban de vez en cuando las descargas de fusilería del Ejército Rojo, que iba imponiendo sin compasión su justicia.