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Cuando Casanellas evoca aquella época de su vida, él, que tanto alardea de su coraje, no puede reprimir un gesto de horror.

—Lo que era aquello no lo comprenderá nunca más que el que estuvo allí. He visto morir más gente que pelos tengo en la cabeza. ¡Se habla muy fácilmente de la revolución! ¡La revolución! No sabe nadie por allá abajo lo que cuesta ganarla. Ya quisiera yo haber visto aquí en 1921 a más de cuatro. En ese Ejército Rojo que ve usted ahora perfectamente equipado, he pasado yo lo que nadie se figura cuando estábamos allá en las aldeas del Sur, rodeados de mujiks que nos cerraban las puertas a ver si reventábamos, y en jaque siempre por las bandas de cosacos. Aquí, aquí quería yo poner a los guapos de Barcelona… Yo no soy un niño de teta, ¿verdad?, sin embargo, ¡cómo me pesan esos años! ¡Caracho! ¡Cómo peleábamos y cómo moríamos!

»¡Y usted viene ahora a hablarme del atentado de Madrid…! ¡Bah! Esto, esto de aquí es lo que hay que saber. De esto sí que vale la pena hablar.

Casanellas, incapaz de articular sus recuerdos en un relato, se queda inmóvil en el camastro, con los ojos fijos en el pasado que debe representársele con la absurdidez de una pesadilla. Mientras, yo evoco la figura de este gorgojillo español cogido en medio de aquella lucha feroz, salvaje, asiática, rodeado de gente extraña incomprensible, de delirantes que mataban y se hacían matar sin comprender claramente por qué…

—En fin, ya pasó —dice luego Casanellas—; usted no sabe camarada la alegría que ahora nos da cuando vemos que esto marcha. ¡Con lo que nos ha costado! ¡Qué orgullo cuando conseguimos poner en explotación una fábrica o que ande un tranvía o que ruede un carro!

Entran en la habitación donde estamos charlando primero un perrazo imponente y después un chiquillo como de ocho a diez años, fuerte, curtido, hosco, vestido con el uniforme de los pionniers del Konsomoclass="underline" es el pequeño Casanellas.

—Éste es catalán —me dice Ramón—; nació en Barcelona. Cuando yo fui a Madrid a «aquello», todavía estaba en los pañales. La madre se ha muerto en España y me lo he traído a Rusia. Sólo lleva aquí unos meses y ya habla bastante bien el ruso. Éste será un buen bolchevique.

El chico, que viene rendido de rodar por el campo a su albedrío durante todo el día —pura educación comunista—, cruza por delante de nosotros sin despegar los labios y va a echarse en un rincón, donde se pone a mordisquear un gran pedazo de pan negro y unas rodajas de longaniza, mientras se le van cerrando los ojos vencido por el sueño.

Casanellas sigue contando sus andanzas en el Ejército Rojo. Como era mecánico, entró en el servicio de aviación y allí se hizo piloto. Por méritos de guerra, obtuvo la graduación de comandante. El comandante en el Ejército Rojo es sólo una especie de suboficial.

Tuvo varios accidentes de aviación. En España se dijo que en uno de ellos se había matado.

—Yo estaba en Barcelona —dice el chico abriendo los ojos—, y una mañana, al pasar por delante de un quiosco de las Ramblas, vi un periódico que publicaba con letras muy grandes la noticia de que mi padre se había matado. Y creí que era verdad… —agrega el chico mientras se le cierran los párpados—; después resultó que no.

Son las doce de la noche. Llevamos ya cinco horas charlando. El pequeño Casanellas se ha echado sobre su camastro y duerme a pierna suelta completamente vestido y equipado. El perrazo se enrosca junto a él y poco a poco va metiendo el hocico hasta colocarlo junto a la cara del chico, sobre la que lanza sus resoplidos isócronos. En el marco de la puerta aparece silenciosamente una figura de mujer. Es aquella vecina que estaba antes peinando cuidadosamente su gran mata de pelo negro. Cuando veo cómo sonríe gachonamente al pequeño español, me levanto dispuesto a marcharme. Conozco ya bastante la simplicidad bolchevique en cuestiones amorosas.

Casanellas me agarra del brazo y me dice:

—Espérese, camarada; yo me marcho también.

Se encasqueta la gorra hasta las orejas y nos echamos a la calle. Mientras caminamos se me cuelga del brazo y me dice entusiasmado:

—¡Aquellas mujeres de España…!

La compañera de Casanellas es una muchachita revolucionaria de tipo intelectual. Es ese tipo tan frecuente en la literatura rusa. Ella ha sido quien ha impreso el derrotero definitivo a la vida de Ramón.

Cuando después de la campaña en el Ejército Rojo volvió Casanellas a Moscú, se le planteó de nuevo el problema de su existencia. ¿Qué iba a hacer? No bastaba haber hecho la guerra para ser un buen comunista. Mientras continuase siendo un hombre inculto, no podría ser un buen revolucionario. La manía teorizante de los rusos colocaba a Ramón en un plano de inferioridad. Casanellas no había leído a Carlos Marx, y aquella muchachita comunista que se enamoró de él tomó sobre sí la tarea de convertirle en un militante perfecto. Para esto había que estudiar.

Casanellas gestionó una beca en la Universidad Obrera de Sverdloff, donde se cursan las disciplinas necesarias para convertir a un hombre de acción en un «revolucionario consciente»: Economía Política, Sociología, Marx, Engels, Plejánov, Lenin, mucho Lenin… Dados sus merecimientos revolucionarios, Casanellas obtuvo fácilmente el ingreso en la universidad, y en ella se ha pasado cuatro años metiéndose en la cabeza el inmenso fárrago de las teorías comunistas.

Éste ha sido el esfuerzo más dramático de la vida de Casanellas: estudiar todo eso sin conocer bien el ruso, ignorando incluso el castellano, sin tener nociones de nada, sin una educación elemental que le sirviera de base para las lucubraciones marxistas. Casanellas me enseña las canas que le han salido estudiando. Le parece seguramente más heroico comprender todo aquello que despachar a una docena de presidentes de Consejo.

Pero la superstición teorizante de los bolcheviques es implacable. Para ser buen militante hay que tener una preparación científica. Sin ese paso por la universidad no es posible él desempeño de cargos públicos.

Casanellas ha terminado este verano su penoso calvario, ya está en disposición de ser el diputado Casanellas o el ministro Casanellas. No creo, sin embargo, que como político —«trabajadores responsables» se llaman allí— llegue adonde llegó como hombre de acción.

Ahora, cuando habla de sus estudios en Sverloff, Casanellas vuelve a ponerse un poquito pedante. Mientras paseamos por Moscú durante la madrugada, se enreda en una disertación sobre la lucha de clases, la dictadura del proletariado, el capitalismo de Estado y el régimen comunista. Vuelven a salirle los americanismos; ese acento americano que él cree que es el acento del español culto.

Entramos en una taberna y nos ponemos a beber kvas, esta cerveza agria de los rusos que molesta al paladar y no emborracha. Yo vuelvo a hablar del atentado contra Dato. Casanellas, cuando recuerda los detalles de su fuga, se pone del mejor humor del mundo.

Está tan orgulloso de ella, que la única vez en su vida que se ha sentido escritor ha sido para contar en un artículo cómo burló a la Policía y salió de España.

Recuerda cariñosamente a los amigos que le ayudaron en su huida. Sobre todo aquel viejo anarquista que la noche del atentado, cuando estuvo de vuelta de la Ciudad Lineal, donde había dejado la moto, le recogió en su casa y le tuvo escondido durante muchos días, mientras se llegaba a ofrecer un millón de pesetas al que le delatase. En una mísera casita de los alrededores de Tetuán de las Victorias, por donde andaba husmeando la Policía, estuvo Casanellas hasta que, pasados los primeros momentos de revuelo, pudo marcharse tranquilamente por la carretera hasta la frontera.