—¿Verá usted a aquel viejo camarada?
—Sí, le veré; le veo frecuentemente.
—Dele usted un abrazo de parte de Ramón. Se portó bien conmigo.
Hablando de la conducta de aquel viejo anarquista, Casanellas se enfrasca de nuevo en las divagaciones teóricas sobre la acción revolucionaria. Es la pedantería teorizante de todos los comunistas rusos. No comprende este hombre cómo lo que más puede interesarme de él son los detalles de la acción, y no el mecanismo simple de sus reflexiones.
Nos echamos de nuevo a la calle. Moscú, de madrugada, ofrece la silueta emocionante de sus palacios y sus iglesias bizantinas recortada sobre un cielo cubierto de nubarrones plateados. Por las calles, completamente a oscuras para economizar fluido eléctrico, pasan frecuentes parejas de jóvenes comunistas que van riendo y bromeando; de vez en cuando nos cruzamos con un pelotón de hombres que marchan lentamente a la deriva por las calles abrumados bajo el peso de sus imponentes petates: son los campesinos que la revolución echa en oleadas sobre Moscú.
Me despido de Casanellas. Está amaneciendo, y dentro de una hora sale el avión que ha de llevarme en un solo vuelo hasta Berlín.
—¿Y estará usted esta noche en Berlín? —me pregunta Casanellas.
—Sí, esta noche.
—¿Cuánto tarda usted en llegar a España?
—No sé si me detendré en el camino. Pero puedo salir esta mañana de Moscú para estar por la noche en Berlín, salir mañana de Berlín para hacer noche en Ginebra, y seis horas después en Barcelona.
—En Barcelona… —repite Casanellas.
—Sí, en Barcelona.
—Es decir que…; hoy es miércoles…; el miércoles, el jueves…; eso es: el viernes en Barcelona.
—Sí, el viernes.
Casanellas se queda un rato silencioso y después repite:
—Eso es: el viernes en Barcelona…
Se me hace tarde y echo a andar hacia el aeródromo. Casanellas, pegado a mí, sigue caminando sin despegar los labios. Cuando desembocamos en la avenida que conduce al aeródromo me vuelvo hacia él y nos despedimos de nuevo.
—Hasta la vista, Ramón.
—Hasta la vista.
Cruzo aprisa la amplia calzada. Desde lejos vuelvo la cabeza y diviso a Casanellas que sigue allí clavado. Le digo otra vez adiós con la mano y le veo dar media vuelta y echar a andar pegándose a las paredes, con las manos metidas en los bolsillos y la gorra encasquetada.
Poco a poco, su figurilla se va desvaneciendo en las vacilaciones del alba, que riñe su batalla en aquella calleja oscura de Moscú por donde Ramón se ha ido.
UNA SÍNTESIS, SEGURAMENTE ARBITRARIA, DEL PANORAMA SOVIÉTICO
Deliberadamente me he limitado, en la reseña de mi viaje por el territorio ruso, a exponer, desnudos de artificio, los pequeños hechos de la vida cotidiana que caían bajo mi zona de observación, y he guardado cuidadosamente tanto la documentación oficial, que a manos llenas se me ha ofrecido en Rusia, como cualquier deseo de interpretación personal que pudiera haberme asaltado.
Pero, ya al final, me espanta un poco la interpretación que pueda darse del hecho aislado que honradamente yo consigno. Es imprescindible, dado el conocimiento que se tiene en España de la situación actual de la Rusia soviética, ensartar esos hechos aislados en una exposición algo más coordenada que el relato de un viaje para que sirva de pauta a su acertada interpretación. No escribo para especialistas documentados, sino para el gran público.
Y como, a mi juicio, los errores de interpretación sobre las cosas de Rusia parten, creo yo, de que unos tienen la convicción de que el régimen soviético está a punto de extenderse por todo el universo como fórmula redentora de la humanidad, y otros, en cambio, consideran que la revolución comunista no es más que una utopía, la obra infecunda de unos cuantos delirantes que se han aprovechado del estado de descomposición de un pueblo inculto para instaurar un régimen monstruoso, creo esencial reflejar lo más exactamente posible, aunque desde luego a base de una interpretación personal que carece en absoluto de toda autoridad, la situación en que se encuentra hoy Rusia ante el mundo.
El poder soviético está definitivamente consolidado. No creo que exista ya en toda Europa un solo político capaz de creer honradamente esas patrañas contrarrevolucionarias que las agencias periodísticas subvencionadas por los Estados burgueses lanzan cada día anunciando la inminente caída del Gobierno de Moscú.
Pero la consolidación del régimen soviético se ha hecho a costa del sacrificio de las teorías comunistas. La dictadura del proletariado ha tenido que dar un paso atrás y quedarse en una suerte de capitalismo de Estado muy semejante al que se esboza en Alemania, por ejemplo, con el cual los Gobiernos burgueses pueden transigir y pactar tranquilamente. La revolución mundial no es ya más que una aspiración romántica de los idealistas del partido, a la que el Gobierno dedica cada vez menos dinero. Éste es el sentido de la victoria de Stalin sobre Trotsky.
Un formidable nacionalismo fomentado hábilmente por el Gobierno de Moscú en todas las repúblicas de la Unión es hoy el verdadero sostén del régimen que no ha querido quedarse a merced de una problemática revolución mundial.
Aparte la renuncia a la teoría de la «revolución permanente» que postulaban Trotsky y sus amigos, el Gobierno de Moscú ha ido evolucionando por etapas sucesivas, y en la actualidad se ha restablecido la libertad del comercio interior, en los campos se ha concedido a la burguesía el derecho a arrendar sus tierras y a contratar el trabajo de los obreros, se ha restaurado el derecho de herencia, se ha abierto nuevamente a los hijos de los burgueses el acceso a la enseñanza superior, se ha devuelto a los campesinos el ejercicio de sus derechos electorales y en las fábricas se ha limitado la intervención de las células obreras a la función de controlar el cumplimiento de las leyes de trabajo. Todo esto tiende eficazmente a la consolidación del régimen.
Frente a esta política de concesiones a los Gobiernos burgueses y a la burguesía del interior, se ha levantado la posición acaudillada por Trotsky, que acusa a Stalin de «thermidoriano». «¡Están liquidando la revolución para mantenerse en el Poder!» —gritan.
Es una realidad que las conquistas revolucionarias van sucumbiendo ante la necesidad de defender el régimen. El empujón de la burguesía exterior o interior va más allá que todas las concesiones, y el mismo Stalin, que derribó a Trotsky porque éste quería volver al comunismo de guerra para defender la revolución, se ve obligado ahora a tomar el programa de su adversario y pronto tendrá que poner en práctica aquellas medidas excepcionales que aconsejaba el organizador del Ejército Rojo, si no quiere ser arrollado por la nueva burguesía que se lanza al asalto del último baluarte comunista: el monopolio del comercio exterior. Rikov, con una gran parte de los miembros del Gobierno, parece que está dispuesto a hacer también esta última concesión, ante la que Stalin se detiene atemorizado. Y una nueva escisión se dibuja en el seno del partido.
Pero no hay que hacerse ilusiones. Los jefes comunistas podrán acometerse encarnizadamente y acusarse mutuamente de contrarrevolucionarios y de «thermidorianos», podrán acertar o errar en esta política oportunista de zigzags, de tira y afloja, que vienen desarrollando; pero hay una inmensa masa popular dispuesta a todo trance a defender el régimen y a impedir toda la acción capitalista o pequeñoburguesa. Se da el caso de que la misma gente que pone en peligro la vida del régimen, incluso el nepman y el kulak, los enemigos jurados del comunismo, se levantarían en masa para apoyar al Gobierno de Moscú si éste se hallase realmente en peligro. Y es que el comunismo en el Poder no es ya sólo comunismo: es también la paz, el orden, el fomento de la riqueza nacional, la garantía de la independencia nacional… Y la gran masa social que ama estas cosas por encima de todo cierra los ojos ante la doctrina comunista, procura eludir sus consecuencias, se pliega todo lo posible a la voluntad de los gobernantes y, en definitiva, los apoya.