Decía recientemente el gran duque Cirilo, heredero del trono de los Romanov, que la restauración de la Monarquía en Rusia no representará la vuelta a la autocracia, y que los campesinos podrán seguir gozando de la posesión de las tierras.
Después de haber recorrido el territorio ruso, desde Leningrado a Bakú, yo me imagino la gran carcajada que ciento cuarenta millones de habitantes lanzarían al conocer estas concesiones de Cirilo Vladimirovich. En Occidente es posible que esta actitud democrática del pretendido zar se considere como una habilidad política capaz de surtir algún efecto; en Rusia, aun para los antibolcheviques, estas palabras sonarán seguramente de un modo grotesco.
Y es que, aunque parezca mentira, doce años después de la revolución, todavía se desconoce la verdadera trascendencia que ha de tener en el mundo la dictadura del proletariado. En Rusia, esto no hace falta ser profeta para asegurarlo, no habrá ya nunca una restauración monárquica, ni cabe soñar en la sustitución del socialismo imperante por ningún régimen liberal o democrático a la manera occidental.
Hay indudablemente unas etapas de transformación de la dictadura del proletariado que se irán cubriendo penosamente, en medio de terribles luchas, con marchas hacia atrás y hacia delante. El programa comunista será muchas veces vulnerado, se harán concesiones al capitalismo todo lo que sea necesario; pero la revolución seguirá su marcha.
A través de todas las claudicaciones impuestas por el error —tal vez deliberadamente cometido— de implantar el régimen comunista en el país que estaba en peores condiciones para hacer la experiencia, a pesar de la incapacidad de los directores del comunismo para imponer sus convicciones, la doctrina marxista seguirá abriéndose camino. Hoy existe en Rusia una generación que no concibe la existencia sino dentro del régimen comunista.
Es cierto que el comunismo, al salir de las obras de Marx y Engels y de las exégesis de Lenin, para hacerse carne del pueblo ha sufrido tales adulteraciones que puede creerse incluso que ha negado su propia esencia. El oportunismo de los leaders de la revolución, capaces de todas las claudicaciones por sacar adelante el Gobierno de Moscú, los coloca al lado de los oportunistas de la Segunda Internacional, a los que con tanta saña combatieron. Éstos, los socialistas de Ámsterdam, son los que tienen derecho a formular reproches a los comunistas y a decirles: «Se han lanzado ustedes a la revolución desencadenando sobre Rusia la guerra civil, el bloqueo, el terror y el hambre, para no conseguir, en definitiva, sino lo que nosotros postulábamos».
En el momento actual, ésta es la verdadera situación. Los bolcheviques no han conseguido sino aquello que los socialistas van logrando en los países capitalistas por medio de un procedimiento evolutivo. ¡Y para conseguir tan poco han sido necesarias esas infamias, esos crímenes de la Checa, las matanzas de Arkángel, el hambre, la guerra civil, el bloqueo, los niños abandonados y el Ejército Rojo!
A este justo reproche, dos comunistas pueden contestar diciendo que dada la situación del pueblo ruso en 1917, ni este poco siquiera se hubiese conseguido por procedimientos evolutivos normales. Rusia no era Francia, ni siquiera Alemania. Aun dando de barato que, andando el tiempo, los bolcheviques no consigan más que lo que aspiraba a conseguir Kerensky, ¿hubiese éste logrado lo que quería? Al surgir la revolución de noviembre, ¿no estaba ya Kerensky en manos de los generales zaristas?
No; pensar que la revolución comunista, porque no haya podido mantener sus conquistas y porque haya tenido que emplear procedimientos de represión verdaderamente inhumanos, pueda ser liquidada con un borrón y cuenta nueva y pasar a la Historia como un movimiento de regresión a la barbarie, es una insensatez que no puede caber en ninguna cabeza medianamente organizada.
Cuando los bolcheviques se lanzaron acaudillados por Lenin a la conquista del Poder, la idea comunista no había madurado lo suficiente, y el pobre pueblo ruso ha padecido las consecuencias de esta precipitación y las seguirá padeciendo todavía durante mucho tiempo. El obrero de Moscú seguirá viviendo peor que el de Londres, Berlín o París. Pero el porvenir es suyo.
La dictadura del proletariado ha planteado en Rusia un problema cuya existencia no se sospecha siquiera en los estados capitalistas: el problema del derecho al trabajo. ¿Tiene todo el mundo derecho a trabajar? ¿Quiénes son los únicos que pueden gozar del privilegio del trabajo?
Mientras se creía que el trabajo no era más que una maldición divina y el trabajador era considerado en el seno de las sociedades burguesas como el ser desgraciado sobre el que se descarga el peso de esta maldición, era fácil atribuir a todo el mundo la obligación de trabajar; pero ahora que el trabajo es un privilegio, y el trabajador, por el hecho de serlo, entra a formar parte de una casta aristocrática que se reserva todos los derechos de la ciudadanía, surge el problema de saber quiénes son los seres privilegiados que tienen derecho a trabajar. Hoy en Rusia todos quisieran ser trabajadores. ¿Lo pueden ser todos? Indudablemente, no.
La condición excelsa del trabajo, que en los países burgueses no es más que una figura retórica, en la Rusia de los soviets es una realidad tangible. El trabajador es un ser superior que goza de todos los privilegios sociales, que se atribuye la misión providencial de dirigir al resto de la humanidad y se reserva, como premio a su indiscutible superioridad, todas las ventajas de orden material que la civilización pueda reportarle. La revolución no ha conseguido todavía hacer disfrutar a los trabajadores de ninguna ventaja de orden material; el obrero vive en Rusia tan mal como en cualquier país capitalista, y muchas veces peor. Pero la superioridad moral, los privilegios de índole espiritual están indudablemente en su mano. Un obrero de Bakú trabaja más horas al día que uno del Ruhr o de Riotinto; se alimenta acaso peor, está más derrotado, si cabe; pero tiene la convicción de que el mundo está en sus manos, de que es él quien gobierna, y de que no hay más obstáculo a su voluntad que la resistencia de la Naturaleza a ser dominada por el hombre. Todo lo que se cuenta de los procedimientos represivos del Gobierno de Moscú, de la tiranía del partido comunista, de los manejos inquisitoriales de la Policía soviética, es absolutamente cierto. Pero todo esto no roza siquiera los derechos del trabajador. En la Constitución rusa no aparecen por ninguna parte los Derechos del Hombre; sólo se encuentra presidiendo la Constitución del Estado la «Declaración de los Derechos del pueblo trabajador y explotado».
El hombre, por el hecho de serlo, no tiene ningún derecho, su libertad y su vida están a merced de la GPU.
En cambio, el trabajador goza de la más absoluta inmunidad. Mientras un obrero comerciante puede ser víctima de la «Suprema medida de defensa nacional» (así se denomina la pena de muerte) por una simple contravención de las órdenes o decretos soviéticos, un obrero puede manifestar ostensiblemente en su célula de fábrica o en el soviet local su disconformidad con la política del partido, combatir a los leaders y denunciar públicamente sus abusos de poder y sus inmoralidades. Claro es que el Gobierno de Moscú no se deja arrastrar por la acción política de los descontentos, que procura neutralizar cuidadosamente; pero se guarda mucho de aplicar a los trabajadores dos clásicos procedimientos dictatoriales. Se da el caso de que ni siquiera el leader goza de la inmunidad que tiene el obrero. Los jefes trotskistas, y Trotsky mismo, conocen el destierro y la cárcel; pero no así sus partidarios de los talleres y los campos. Basta decir que, no obstante, la furiosa campaña de la oposición, la GPU, que ha dado muerte en los sótanos de la Lubianka a muchos miles de burgueses sin una vacilación, no se ha atrevido a fusilar a uno solo de los miembros de la oposición trotskista.