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Esta inmunidad de las clases trabajadoras, convertidas súbitamente en la única aristocracia de Rusia, empuja a la masa de la población hacia la conquista del carné del sindicato, como en los países burgueses la empuja a la consecución de los títulos de nobleza o los billetes de banco.

Los desastrosos efectos de esta invasión del campo de los trabajadores auténticos por estas masas de gentes incapaces que quieren aparecer en las filas de los que trabajan, sin capacidad para ello, y sólo por el poder personal que del trabajo se deriva, los han sentido bien pronto los directores de la revolución. Los talleres y las fábricas donde se necesitan obreros conscientes preparados, forjados en esa disciplina férrea del trabajo, han sido inundados por gente de procedencia burguesa blanda para el trabajo, sin disciplina, sin moral, sin preparación técnica, gente acostumbrada a esa insolvencia y falta de responsabilidad característica de los servidores humildes de la burguesía, tipos domésticos incapaces del heroísmo que la revolución pide a los que llama «trabajadores responsables».

Estos contingentes de trabajadores improvisados, procedentes de la burguesía, son los que han llevado la corrupción a la burocracia soviética restableciendo todas las inmoralidades del régimen anterior dentro del nuevo régimen, a pesar de la buena voluntad de los directores.

Por otra parte, la propaganda de la revolución en los campos ha echado sobre las ciudades bandadas de campesinos incultos ansiosos de poder, que llegan a Moscú creyendo que, por el hecho de ser trabajadores, están ya capacitados para ingresar en esa casta privilegiada que se ha adjudicado el Gobierno de Rusia. Esas masas de emigrantes del campo a la ciudad que yo he visto perdidas por las calles de Moscú en busca de trabajo, con sus petates mugrientos a la espalda, durmiendo a la intemperie, viviendo del pillaje y la mendicidad, no tienen indudablemente derecho al trabajo. Si la industria rusa estuviera tan desarrollada que realmente necesitara de ellos y los ocupara, no tardarían en sentirse los daños que en la producción ocasionarían estos trabajadores improvisados, estos obreros sin la moral del obrero, analfabetos en su mayor parte, ambiciosos, conservadores, torpes. No; el derecho al trabajo no alcanza a todos.

Sólo una parte de la población, la más noble, la más culta, tiene derecho al trabajo. El resto tiene que ser considerado por ahora como una masa parasitaria a la que los trabajadores tienen que nutrir.

Económicamente, la situación es la misma que antes del triunfo del bolchevismo. El trabajador tiene que producir para él y para los que son incapaces de producir. La diferencia estriba en que antes eran los incapaces, los parásitos, quienes gobernaban, y ahora son los trabajadores los que producen, quienes tienen en sus manos el cetro del mundo. Esto solo ya puede valer por todas las víctimas de la revolución.

A los once años del golpe de mano bolchevique, el panorama ruso aparece todavía desconcertado y ruinoso, lleno de resquebrajaduras y a punto de caer. El viajero que se adentra con las manos en los bolsillos de su gabardina burguesa por las barriadas de las grandes ciudades, donde pulula luchando por acomodarse a las nuevas circunstancias una muchedumbre mal vestida y desorientada, tiene la impresión de que aquello es una cosa caótica cuya ruina es inminente. Después de estar rodando por toda Rusia durante un mes y de tocar de cerca todas las dificultades con que se tropieza para la vida, tanto en las grandes ciudades como en las aldeas, es perfectamente explicable el encono con que hablan del régimen soviético los viajeros que no han sabido sobreponer su juicio sobre la revolución a las molestias personales que el nuevo orden les ocasiona. Realmente, la impresión que Rusia produce al viajero occidental es desastrosa.

Pero esta impresión, puramente visual, no es absolutamente cierta. De la obra revolucionaria, el viajero no ve más que las resquebrajaduras, las fallas, el albergue incómodo, el tren que no llega, el taxi caro, la falta de urbanización en las calles, la ausencia de confort en las casas, el hacinamiento de seres en las viviendas, la suciedad de las comidas en los restaurantes cooperativos… La reconstrucción de la sociedad deshecha por la revolución sobre la base de la dictadura del proletariado escapa a su comprensión. Y esta reconstrucción, no terminada aún, es, a pesar de todas las fallas, una obra formidable.

Todavía hay que hablar y discutir demasiado. Nada está suficientemente reglado y estatuido. El hecho de trasladarse de un lugar a otro, el satisfacer una necesidad cualquiera, la menor cosa, origina una serie de dificultades casi insuperables. Las cosas más sencillas, las que en las sociedades burguesas se desenvuelven mecánicamente casi sin que nos demos cuenta de ellas, plantean en la Rusia soviética unos terribles problemas jurisdiccionales, unos debates interminables que acaban con la paciencia de todo el que no tenga este sentido del tiempo que tienen los rusos. El empleado de la ventanilla, con el que no estábamos dispuestos a cambiar más que unas palabras sucintas, nos enredará en una discusión doctrinal sobre el marxismo y se quedará meditando con la cabeza entre las manos ante nuestra demanda, mientras detrás de nosotros, en espera de que se resuelva nuestro caso, aguarda pacientemente, a pie firme, una cola de cincuenta personas, cada una de las cuales planteará, cuando le llegue el turno, un nuevo problema de conciencia al funcionario de la ventanilla.

Esta incapacidad administrativa de la nueva clase directora se agrava al querer remediarla aumentando hasta el infinito el número de burócratas y dictando a diario centenares de disposiciones casuísticas que convierten la Administración en una maraña inextricable.

Esto es lo que ve el viajero, y de ello deduce el fracaso de la revolución.

En la reconstrucción de un país tan vasto como Rusia, que ha pasado por un periodo revolucionario de veinte años, por una guerra imperialista, por la desaparición del Estado autócrata y la instauración de la dictadura del proletariado, por la sequía y el bloqueo, es imposible ya juzgar qué males son imputables a la incapacidad o mala voluntad de sus directores y cuáles son los que obedecen al encadenamiento fatal de los hechos.

La propaganda anticomunista, que de manera tan inteligente sostienen los países capitalistas, hace aparecer a los bolcheviques como a los representantes del espíritu del mal en la tierra. El mismo conde de Keyserling cree explicárselo todo cuando dice que Lenin y sus discípulos son de espíritu «satánico».

Los bolcheviques son, pues, los causantes de los males de Rusia, los que han desencadenado las catástrofes y enzarzado las guerras y provocado la sequía en los campos.

Pero esta postura cerril no sirve sino para que, por otra parte, y como reacción natural, haya en el mundo un sentimiento de solidaridad con esta casta de hombres que arrostran injustamente la maldición de la humanidad burguesa.

Después de haber recorrido Rusia y de haber buscado afanosamente cuanto en pro o en contra de la revolución se ha escrito, yo me atrevo a creer que la postura del hombre auténticamente civilizado no es la de ser comunista o anticomunista, sino la de estar atento al desenvolvimiento de los hechos, pesando y sopesando las responsabilidades de cada uno de los factores que han intervenido en la terrible experiencia que se está haciendo en la carne viva de un pueblo de ciento cuarenta millones de habitantes, sin desechar la posibilidad del alumbramiento de una nueva humanidad, pero sin perder de vista al mismo tiempo que puede haberse errado la senda.