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¿La última palabra sobre la revolución? Que se atreva a decirla quien tenga valor suficiente para ello. Feliz o desgraciadamente, no ha sonado todavía para nosotros la hora en que hay que pronunciarse. Esa hora que arbitrariamente Lenin hizo sonar para Rusia.

TODAVÍA DENTRO Y YA DESDE FUERA

Vamos caminando lentamente por las calles de Leningrado. Nuestros pasos resuenan estrepitosos en este gran silencio de la ciudad desierta. De tiempo en tiempo se cruza con nosotros un transeúnte que va pegado a las fachadas suntuosas de los palacios con este mismo aire divagador —aire de visitante de museo— con que nosotros vamos recorriendo la soberbia ciudad de Pedro el Grande.

Leningrado da hoy una impresión de ciudad deshabitada. Es, aumentada —en Rusia todo hay que multiplicarlo por veinte—, la misma impresión que produce Potsdam. Mientras Moscú, con el comunismo metido en las entrañas, es como una marmita puesta a hervir en la que va cociéndose el bolchevismo a fuego lento, Leningrado, abandonado, un poco clausurado, aparece en ese momento crítico en que una ciudad viva pasa a convertirse en una ciudad relicario. Leningrado empieza a darse a la Historia. Dentro de poco será como Toledo, Valencia o Brujas. Una ciudad muerta.

Los bolcheviques no se han atrevido a tocarlo; hasta la estatua de Pedro el Grande continúa en su puesto. Se han limitado a cambiar los rótulos: Leningrado en vez de Petrogrado, Detscoeselo (ciudad de los niños) en lugar de Tsarcoeselo (ciudad del zar), Avenida del Veinticinco de Octubre en vez de Perspectiva Nevsky, etc., etc.

Después de cambiarle los rótulos, los bolcheviques se han ido a Moscú. Desde allí, los leaders del comunismo lanzan sus discursos de propaganda, que unos potentes altavoces de radio colocados en lo alto de la catedral de San Isaac dejan caer día y noche sobre la ciudad desierta. No importa que los barrios populares de Leningrado estén rebosantes de una muchedumbre trabajadora, ni que el enjambre burocrático de los soviets haya tomado posesión de los palacios de los grandes duques. La ciudad de Pedro era, sobre todo, la ciudad aristocrática; era, más que nada, la corte, el zarismo, los diplomáticos, los generales, los príncipes, los millonarios, y la imponente legión de sus servidores. Extirpado todo esto, Leningrado da una impresión neta de caja vacía, de casa desalquilada.

La vida, que ha huido de las arterias aristocráticas, bulle, sin embargo, en los barrios populares. En los viejos rincones revolucionarios hay todavía, como en tiempos del zarismo, un hervor de protesta. Trotsky tiene aquí, en Leningrado, sus más fieles partidarios; los núcleos más activos del trotskismo se han refugiado aquí, y desde aquí desarrollan clandestinamente su propaganda política contra el Gobierno de Moscú. Me dicen que, oculta en estas barreduelas de los suburbios funciona, a despecho de la GPU, más de una imprenta clandestina que hace llegar a toda Rusia la opinión adversa del desterrado Trotsky ante cada uno de los actos del Gobierno de Stalin.

La Policía vigila como en los tiempos del zarismo. Cuando he querido visitar a un antiguo conocido, caracterizado trotskista, han recomendado:

—Procure esquivar a la GPU si quiere verle. Está muy vigilado y no le conviene a usted que le vean con él. Le ocasionaría molestias.

Y me han señalado en un plano la casa en que habita y me han trazado un itinerario del interior de la casa para que llegue hasta su misma habitación sin preguntar a nadie. En el portal de la casa del individuo en cuestión, había, efectivamente, de guardia, un tipo sospechoso. He procurado cogerle las vueltas y meterme escaleras arriba sin ser visto.

Leningrado conserva todavía la emoción de la clandestinidad revolucionaria.

El invierno se echa encima y pronto estará cerrado el aeropuerto de Leningrado. Hay que emprender el regreso sin demora.

Se hace la travesía de Leningrado a Reval en un pequeño hidroavión Junkers de dos plazas. En este tiempo ya se han acabado por estas alturas el sol y el paisaje. Navegamos envueltos en el algodón de esta niebla, que sólo muy de tarde en tarde se rasga un momento para dejarnos ver la masa negra de la costa o la lámina verde del mar.

Desde Reval a Riga el avión no encuentra un resquicio para esquivar esta masa de vapor de agua que va hendiendo. No se tiene en todo el viaje un punto de referencia. El altímetro, la brújula y las indicaciones del radiotelegrafista van guiando al piloto hacia el aeródromo. Yo pienso: ¿Si ocurriese ahora una panne, dónde aterrizaríamos? ¿En los tejados de una ciudad, en la cresta de una montaña, en el mar o en la copa de un pino?

Súbitamente, en la concavidad gris del espacio brilla una lucecita azul que, como una estrella errante, describe su graciosa parábola. El piloto la ha visto y vira hacia el sitio de donde partió. Otra estrellita se levanta desde el mismo punto del espacio, y al llegar a lo alto se desgrana en lucecitas de colores; después otra y otra. Hemos llegado a Riga. Para que lo sepamos, a través de las espesas cortinas de la niebla, el jefe del aeródromo, puesto en mitad del campo, lanza con un enorme pistolón esas bengalas de colores que indican al piloto dónde está la tierra, que él no puede ver hasta que no se ha posado sobre ella.

Cuando he regresado a Alemania, después de mi viaje por Rusia, ha venido a verme una dama de la antigua aristocracia moscovita que hoy vive penosamente en Berlín. Quería que yo le hablase de la situación actual de Rusia, de cómo se desenvuelve la vida de Moscú, de las transformaciones operadas en la ciudad, y más que nada en los palacios, los parques, los teatros y los salones en los que se deslizó su juventud.

Empezó esta dama diciéndome que no tenía ninguna esperanza de poder volver a Rusia —la vida ha sido bastante dura con ella en los diez últimos años, y tiene que agarrarse heroicamente a la realidad—; pero yo tengo la convicción de que me buscaba, como busca a todo el que vuelve de Moscú, con la ilusión de hallar un apoyo a su esperanza. La pregunta que esta pobre señora no se atreve a hacer es la de: ¿cuándo cae el régimen bolchevique? ¿Falta mucho todavía?

Me ha parecido lo más piadoso decirle rotundamente la verdad. El régimen soviético podrá sufrir todas las alternativas que determinen las circunstancias, tendrá que hacer concesiones, gastará a sus hombres, se modificará cuanto sea preciso, pero como tal régimen, está definitivamente consolidado. Después de diez años de experiencia comunista no será posible en Rusia ningún otro Gobierno.

—¡Pero, si ellos mismos —me dice esta dama— se acusan unos a otros de «thermidorianos» y contrarrevolucionarios! ¡Si son ellos, precisamente ellos los que dicen a cada momento que la obra de la revolución está en inminente peligro! No son agentes capitalistas, sino los jefes bolcheviques los que anuncian el desastroso fin del régimen. Yo he leído algunas de las cartas que clandestinamente envía Trotsky a sus partidarios desde el destierro. Bien claro dice que se está llegando al final de la liquidación. Lea usted los mismos discursos de los leaders de la situación. Todos dan la impresión de una inminente catástrofe…

—No pueden tomarse al pie de la letra —le he contestado— esos gritos de alarma de los bolcheviques, que para ir desarrollando su programa tienen que amenazar todos los días con que la revolución está en peligro. Es el gran truco del Gobierno de Moscú. Piense usted, además, que el comunista tiene la «pose» de la sinceridad, y que, contra lo que se cree, el comunismo no ha ocultado nunca nada de la situación de Rusia. Al contrario, ha exagerado siempre los peligros, porque esta de la alarma ha sido siempre su política. No olvide usted que toda dictadura vive un poco del mantenimiento de un estado de alarma en el país sobre el que actúa.

Diez años de régimen comunista han creado en Rusia un sentido comunista de la existencia que imposibilita toda vuelta al régimen burgués. Ya no es posible.