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—Yo no creo en eso del sentido comunista de la existencia. El pueblo ruso es el más apegado a sus tradiciones. Los bolcheviques no conseguirán arrancarle nunca sus viejas virtudes. A mí me consta que todavía en alguna de mis antiguas posesiones del Cáucaso los campesinos rezan primero por el zar y después por mí. Mire usted: aún recibo yo cartas de una de mis viejas criadas. Es una pobre mujer nacida en la sombra de nuestra familia que no sabrá nunca volverse contra nosotros, sus amos. Esta mujer está casada con un revolucionario y tiene un hijo que es agente de la GPU. Creo que tanto el marido como el hijo me fusilarían sin ningún escrúpulo; sin embargo, ella a escondidas, me escribe todavía como a su natural señora, doliéndose de los crímenes que se han cometido con nosotros, consolándome, dándome esperanza para el porvenir… No toda Rusia es comunista.

Indudablemente. El comunismo es una insignificante minoría. No llega a un millón de afiliados en un país de ciento cincuenta millones de habitantes. Pero su fuerza es indestructible. El millón de comunistas es el millón de personas que hay en Rusia; el resto es ganado.

No tiene nada de extraño que esa pobre vieja, nacida y criada en la servidumbre, sea fiel hasta la muerte a sus señores. Ella no concibe la vida comunista, como su hijo no concibe la vida anterior. Han pasado diez años. Hay ya una generación, la que tiene en sus manos el porvenir de Rusia, que se ha educado en el nuevo régimen. En los momentos más difíciles de la revolución, Lenin, haciendo concesiones a la burguesía, claudicando ante el kulak y el nepman, a los que se veía forzado a dar vida, sonreía diciendo: «Si me dejan a la juventud en mis manos durante diez años, yo haré imposible toda reacción».

Así ha sido. La gran revolución comunista no ha sido sólo una revolución política, social y económica: ha sido una revolución moral. Podrán perderse mañana todas las conquistas políticas y económicas de la revolución. Para reconquistarlas, para asegurar la continuidad de la obra revolucionaria y garantizar que no se volverá nunca al régimen anterior, existe una juventud comunista, con una moral comunista, una juventud que ha sido sometida desde la infancia a la acción catequista más formidable del mundo.

Hoy, en Rusia, el padre es burgués, la madre religiosa y el hijo comunista. Diez años más y automáticamente toda Rusia será comunista. Las nuevas generaciones que cada año salen del Konsomol han estado sometidas a un tratamiento moral que no deja resquicio a ninguna esperanza.

La verdad es que, apenas he salido de Rusia y he puesto el pie en una ciudad alemana, he tenido una clara sensación de alivio; he sentido que se me ensanchaban los pulmones y que respiraba otra vez con plena libertad. La dictadura del proletariado se me representa ahora como un estado patológico, como una obsesión o una pesadilla. No quiero escamotear esa sensación física que refleja exactamente la reacción del espíritu burgués frente a la presión proletaria.

Pero no quiero tampoco dejarme arrastrar por esta impresión puramente subjetiva de pequeño burgués o intelectual que se siente excluido o, mejor dicho, perseguido por la clase social dominante hoy en Rusia.

El régimen bolchevique no deja lugar a dudas sobre su naturaleza, finalidad y procedimientos. El burgués o intelectual que va a Rusia con la mejor voluntad de comprender y amar, lleno de fervor revolucionario, saturado de literatura mujikista y de humanitarismo, se encuentra con un estado de opinión hostil a todo lo que le es más querido, cogido por una disciplina de clase estrecha, implacable, falta de humanidad y de inteligencia. Nada de humanitarismo ni de sensiblería; nada de literatura, Tolstoi es un pobre santón, un viejo tonto, con unas barbazas que sólo sirven para el reclamo. Dostoievski, un cochino literato lleno de taras fisiológicas y de prejuicios burgueses.

Nada de Democracia, ni de Derechos del Hombre, ni de Libertad. La pregunta de Lenin: «¿Para qué sirve la libertad?», se la tiran a uno a la cara tan pronto como formula una leve objeción a la dictadura. En la Rusia bolchevique no hay más que la tiranía de una clase social sobre las otras, y dominándolo todo, los instrumentos de esta tiranía: el Ejército Rojo y la Policía política, la GPU.

En lontananza, como idea inasequible por ahora, el ideario comunista; el reparto equitativo de la riqueza mediante la supresión del capitalismo; la desaparición paulatina del Estado y el lema de «a cada uno según sus necesidades; de cada uno según su aptitud».

Después de mi viaje a Rusia, yo me explico el furor contrarrevolucionario de mucha gente inteligente, que ha tenido la ocasión de conocer de cerca la dictadura del proletariado. Me lo explico, pero no puedo compartirlo.

Aun reconociendo que los procedimientos de represión empleados por la dictadura del proletariado son idénticos —más feroces si cabe— que los de todas las dictaduras, me repugna equiparar el Gobierno soviético a cualquier Gobierno dictatorial de los países burgueses. Hay una diferencia sustancial que olvidan los demócratas de pura sangre, muy aferrados a la idea de esta absoluta identidad entre las dictaduras: la motivación.

La dictadura del proletariado imperante hoy en Rusia no es un hecho esporádico determinado por la arbitrariedad y la exaltación de un poder personal. Estaba ya prevista por Carlos Marx como una de las etapas obligadas para la transformación de la sociedad capitalista hacia el régimen comunista.

El problema que se plantea al hombre que quiere fijar su posición honradamente ante el gran hecho ruso es el de si hay algún momento en el desarrollo de la sociedad moderna que permita o aconseje la implantación de una dictadura. Los que aceptan y justifican la dictadura por cualquier causa no pueden negar el derecho del proletariado a imponer sus convicciones por la fuerza a toda la masa del país, porque si alguna vez la fuerza se ha esgrimido en nombre de un ideal excelso, ha sido precisamente ahora.

Pero aquellos a quienes repugnan los poderes dictatoriales y sienten una coacción moral que les veda el empleo de la fuerza para decidir los destinos de un pueblo, esos sí pueden honradamente combatir a los bolcheviques, echarles en cara sus crímenes, acusarles de haber desatado todas las catástrofes y oponer a la feroz dictadura del proletariado una concepción más humana del progreso de la sociedad.

El demócrata, el hombre liberal, el localista, el humanitarista, en fin, ¿pueden aceptar ese colapso de sus ideales que se llama dictadura del proletariado como etapa obligada de la lucha de clases para el advenimiento de una sociedad mejor? En síntesis: ¿El amor hacia el pueblo debe llevar hasta el extremo de sacrificarlo?

O, utilizando las grandes palabras míticas: ¿Para la redención hay que pasar por la crucifixión?

UNA NACIÓN ADOLESCENTE

Otra vez en el aeródromo de Tempelhof, camino esta vez de Checoslovaquia. Vamos a ver ahora limpiamente cómo a medida que el avión avanza va borrándose la huella que ha impreso en el paisaje el imperialismo germánico. Volamos, primero, sobre el corazón de Prusia; todo el paisaje, los bosques, las carreteras tiradas a cordel, las vías férreas, los centros industriales —manchas echadas sobre el campo— que ofenden al cielo con sus humos, todo está tomado por un espíritu de concentración de fuerza, de exuberancia, de congestión, que no puede ser más que espíritu imperialista. El aeródromo de Halle-Leipzig es el más moderno del mundo; la estación de Leipzig, la más grande del mundo también… Casas grandes y sólidas, tejados agudos, calles amplias, campos bien parcelados, pequeños como pañuelos, con vallas pintadas de verde, todo muy aprovechado, medido, pintado y barnizado.

Después, Dresde, con sus grandes edificios rojos, amarillos, azules. Dresde, tiene un pigmento especial, una coloración sui géneris; está impregnado de una anilina de tono radiante.