Pero, a partir de Dresde, la anilina alemana va destiñéndose, borrándose. En el paisaje empieza a predominar el elemento natural. A lo largo de muchos kilómetros, luchan por la posesión del campo el imperialismo germánico y esta gran fuerza étnica y ancestral de los checos. Hay una clara dualidad de influencias. Todo tiene una doble dirección —hacia dentro y hacia fuera— y hasta una doble denominación— Bodenbach, germánico; Podmokly, checo; Aussig, alemán; Usti, checo—, que hace más patente y melodramática la lucha que se está desarrollando en esta coyuntura de la Europa oriental y la Europa occidental.
Poco a poco, los campos son más grandes, las parcelas más desiguales y los caminitos más torcidos. La anilina germánica va siendo sustituida por el «color local». Localismo en vez de imperialismo. A medida que el avión penetra en el macizo de Bohemia va notándose cada vez más la rebeldía del paisaje. Ya en Praga, el panorama espiritual ha cambiado por completo. Aldeanos con trajes de colores, siglo xvi, arqueología, etnografía.
Y unos camareros de frac que hablan francés.
Muy de mañana, he abierto esta ventana grande y apaisada de mi cuarto de hotel y me he encarado con el panorama de los tejados de Praga. Sobre la lámina gris plata del espacio se recortan, escalonadas, las negras siluetas de los tejados de pizarra que cubren graciosa y confortablemente la ciudad con sus buhardillas, sus torreones, sus agujas y sus veletas. Lo mejor de Praga es la cobertura, el remate, la teoría de tejados de estas casas grandes, monumentales, de amplios patios silenciosos y larguísimas crujías, con muros de piedra bien trabajada, piedra envejecida sin revocos, curada al humo y a la niebla. Por entre estas casas, que dan una sensación de fuerza indestructible, se va caminando a lo largo de unas callecitas estrechas y enrevesadas hasta dar en una gran plaza con soportales, idéntica a la plaza mayor de cualquier ciudad castellana. En los soportales de estas plazas tienen dos pañeros sus tiendecitas repletas de tejidos aldeanos de vivos colores, de mantas que bien pudieran ser zamoranas y palentinas y de pañolones rameados para la cabeza de las campesinas. A esta hora temprana, la plaza y sus aledaños están ocupados por una muchedumbre abigarrada de campesinos, provincianos y pequeños comerciantes de todas las razas, checos, eslovacos, alemanes, madgyares, ruthenos, judíos y polacos, que discuten y regatean cada cual en su lengua, todos pobres, todos laboriosos, todos buenos ciudadanos.
En el costado de una torre, un historiado reloj de sol trazado en piedra hace varios siglos. Sobre la valla de un solar, unas litografías gigantescas que anuncian las funciones de un magnífico circo provisto de todas las fieras.
La Europa occidental tiene cierta ternura por Checoslovaquia. El ciudadano de esta joven república de honrados profesores encuentra en todas partes una asistencia y una simpatía excepcionales. Es con lo menos que se le puede pagar.
La independencia checoslovaca fue el más eficaz quebrantamiento del imperialismo germánico que amenazaba a Europa. Su occidentalización, la vuelta de cara de sus profesores hacia París, Londres, Ginebra y Bruselas, al ver antes que nadie en aquellos momentos que no era cierto lo de que la luz venía de Oriente, fue la gran barrera puesta al siniestro del bolchevismo. Bien pueden estar agradecidas las potencias occidentales a esta pequeña república democrática inventada por unos profesores de buena voluntad, a base de unos estrechos nacionalismos y de un irredentismo rencoroso y cerril. No se puede tener demasiada simpatía por ningún movimiento nacionalista, pero aquí, en Checoslovaquia, el ímpetu del nacionalismo checo está contrapesado por las minorías nacionales, que a su vez se contienen unas a otras, dando este feliz resultado de un estado democrático, liberal, culto y europeo, a pesar de que en el fondo no hay más que unos fermentos nacionalistas, unas primitivas e inciviles diferencias étnicas.
Por esta obra inteligente, Checoslovaquia se ha ganado la consideración y el cariño de Europa. Se encontró súbitamente a caballo en el lomo que partía las dos vertientes del porvenir europeo, el Occidente en decadencia y el Oriente, de donde se creía entonces que venía la salvación, y supo resolver certeramente, sin prescindir de nada sin estrangular nada, quedándose en una situación de equilibrio inestable que permite la convivencia de los tres millones de alemanes que hay en su territorio con una obra intensa de desgermanización y sostiene con procedimientos democráticos la lucha a brazo partido con el partido comunista más fuerte de toda Europa. Esta situación engendra una constante inquietud, una tensión perenne del espíritu ciudadano, que es, en definitiva, lo que más favorece el desenvolvimiento de las fuerzas nacionales. ¡Cuán lejos se está aquí de esa calma y ese silencio de muerte que imponen las dictaduras!
Un cabaret en Praga es un saloncito con cierto aire de intimidad, donde unos caballeros corteses se inclinan ceremoniosamente para besar la mano a unas damitas vestidas con unos trajes negros abiertos por la espalda hasta la cintura. Todo muy distinguido y un poco demodé.
Ante una mesita donde el champán alterna sin desdoro con una sustanciosa sopa nacional de fuerte sabor aldeano, un joven diplomático checo me habla fervorosamente de su país; con ese fervor patriótico que el español inteligente no sabe sentir.
Habla este hombre largamente, persuasivamente, saliendo rápido al paso de todas las objeciones, saltando ágil de unos temas a otros para dar de su país una impresión de país bien trabado, de actividades ensambladas, puesto certeramente en ruta. Praga es una ciudad histórica poblada de templos y palacios, pero no es una ciudad que pertenezca al pasado, no es una de esas ciudades definitivamente clausuradas que se encuentran en Italia y en España. Hay que ver en Praga los monumentos arqueológicos y las nuevas barriadas de casas para obreros. Tanto interés tienen unos como otros. El pueblo checo es liberal, tolerante y sin prejuicios religiosos. En la joven literatura checa, se advierte ahora, sin embargo, un renacimiento religioso, un misticismo de última hora que quiere imponerse al sencillo y saludable materialismo del pueblo. La desgermanización ha favorecido el desenvolvimiento de las industrias alemanas en Checoslovaquia. El impulso nacionalista no excluye la solidaridad y la comunidad de interés con los pueblos vecinos. Frente al Anschluss austroalemán, Checoslovaquia postula la unión económica de todos los pueblos de la antigua monarquía austrohúngara sin daño de su independencia política.
No hay que creer, sin embargo, que por virtud de esta política prudente Checoslovaquia haya conseguido una vida próspera y sosegada. La joven república tropieza con grandes dificultades económicas y sociales. Su moneda es una de las más bajas de Europa, y su contingente de emigración, enorme.
Pero la emigración en el pueblo checo no es un daño irreparable, como en España e Italia. El checo ha emigrado siempre, es aventurero y trotamundos de condición, pero no rompe nunca el nexo con la patria.
—Nos vamos por ahí —me dice mi amigo el diplomático— simplemente por ansia de ver mundo. No hay un rincón del planeta adonde no haya un checo. Entre nosotros se dice que cuando Colón descubrió América, con el primero con quien se topó fue con un checo que ya estaba allí. Esta comezón aventurera no es extraña. ¡Estamos tan lejos del mar!
En el saloncito del cabaret entra en este momento una muchachita vestida con una guerrera de dril y calzada con unos zapatones claveteados, que va de mesa en mesa vendiendo unas postales en las que nos informa de que tiene diecisiete años y se dispone a dar la vuelta al mundo a pie y sin dinero. Toda Europa está llena de estos globetroters checoslovacos. Pero si en el resto del mundo estos simpáticos aventureros están considerados simplemente como mendigos extravagantes, en Checoslovaquia, patria de los trotamundos, se les considera y halaga como a héroes nacionales.