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Hablando de este afán aventurero de los checos, mi amigo exalta las ventajas de la enseñanza plurilingüe que se da a los chicos en todo el país. El ciudadano checoslovaco ha de aprender, si quiere colocarse en disposición apta para ganarse la vida, el checo, el eslovaco —eslovaco vulgar y eslovaco literario— y el alemán; aprende, además, con gran frecuencia, otra gran lengua europea: el inglés o el francés. En los últimos tiempos, el francés es familiar incluso para las masas populares. Y, finalmente, en Praga hay ahora un grupito de gente que se dedica a aprender y enseñar español.

—Nosotros los checos —me decían— tenemos un gran interés por España. Somos una nación que ha nacido hace diez años y precisamente por esto sentimos una irresistible atracción hacia las viejas naciones de glorioso pasado. En Praga hay un núcleo considerable de españolistas fervientes. No saben ustedes cuánto hacemos aquí por difundir el conocimiento y el amor hacia la cultura española. Lástima que España no nos haga mucho caso. Nosotros nos lo explicamos, claro; ustedes, españoles, no sienten esta ansia de asimilación y expansión que siente nuestro pueblo, nacido ayer.

El origen de este movimiento españolista que se advierte en ciertos núcleos intelectuales de Praga es curioso y de un sabor romántico poco frecuente.

En 1916, cuando la guerra europea estaba en su periodo culminante y las nacionalidades ensartadas en la doble monarquía austrohúngara se debatían entre los horrores de la guerra y de la revolución naciente, un grupo de intelectuales de Praga, asqueados de la horrible matanza que se desarrollaba en torno de ellos, aprisionados por aquel cinturón de odios que la guerra les ponía, buscaron un refugio espiritual, una zona neutra que les sirviera de descanso en el batallar de las filias y las fobias en que se veían, contra su voluntad, metidos. Entonces pensaron en España.

Hablar de España, conocer su historia, estudiar su cultura, aprender su idioma era para ellos un oasis; un término de conciliación entre aquellos hombres cogidos en el foco de una lucha feroz. Así nació el Círculo Español de Praga.

No era por entonces más que una tertulia ante una mesa de un café; de cuantas personas formaban esta tertulia sólo una, el doctor Jaroslav Lenz, había estado en España y sabía hablar español. Pero poco a poco, con un amor romántico por nuestra patria que nosotros no comprenderemos nunca, aquellos buenos hombres fueron interesándose por las cosas españolas y aprendiendo nuestro idioma. La guerra, que los rodeaba como una muralla de fuego, los tenía privados de toda comunicación con el mundo, y de la España de la que ellos hablaban entusiásticamente, no les llegaba jamás ni un rumor. Se habían enamorado de España como podían haberse enamorado de la luna.

Por entonces, no había en Praga ningún español. Los españolistas estaban deseando encontrar un testimonio vivo de la España de sus amores.

Un día supieron, con gran alborozo, que en Praga había un español. Era un antiguo domador de leones que se había casado con una checa y vivía retirado de la profesión. Desde hacía varios años, residía en Praga con su mujer y varios hijos.

Los españolistas buscaron a este ejemplar único de español, dieron al fin con él y lo llevaron poco menos que en triunfo a su tertulia. Pero su decepción fue dolorosísima.

Este español, el único que había en Praga, hablaba un idioma casi ininteligible para ellos, y no había oído en su vida hablar de Cervantes, ni del Quijote. Estuvieron por creer que se trataba de un español apócrifo.

Pero no; se trataba, por desgracia, de un español de lo más auténtico que puede darse. Lo que ocurría era que el domador de leones era un andaluz que no hablaba más que el macareno más castizo. Había salido de Sevilla a los quince años y jamás había tenido ocasión, en sus correrías por el mundo, de trabar conocimiento con el hidalgo de la Mancha.

Los españolistas de Praga, avergonzados de que este español no hubiese leído el Quijote, se lo están haciendo leer ahora. Y el hombre parece que lo encuentra bastante divertido.

En cuanto se pasa de Francia, el español empieza a ser una rareza, un tipo exótico casi desconocido. En cada ciudad importante de Centroeuropa hay, sin embargo, por lo menos un español; se trata siempre de un catalán o un valenciano que tiene una tienda de vinos en la que vende unos líquidos coloreados y explosivos a los que cuelga arbitrariamente unas etiquetas con los colores nacionales que dicen «Jerez», «Málaga», «Manzanilla», «Solera». Estos españoles suelen ser todos desertores del ejército o gente que ha tenido «una mala hora» y no quiere cuentas con escribanos y alguaciles castellanos. Pero son, eso sí, unos fervientes patriotas. El retrato del rey, y ahora el del general Primo de Rivera presiden, invariablemente, sus comercios.

En Praga hay también un español de éstos; los españolistas del Círculo, gente, como hemos dicho, de buena fe, visitan el establecimiento de vinos de este español y se beben sin chistar aquellos líquidos explosivos disimulados detrás de las patrióticas y monárquicas etiquetas.

Tampoco este español de Praga es hombre muy familiarizado con la cultura de su patria. Tiene, sin embargo, ciertos pujos literarios. Un poco avergonzado, un checo, que escribe correctísimamente el español, me ha mostrado unos versos escritos «en castellano» por mi compatriota. Son unos versos en los que el tabernero canta las excelencias del vino. No resisto a la tentación de copiarlos, respetando su pintoresca ortografía. Dicen así:

Es Dios que inventó el vino

por su natural Concencia

que para hir a la Gloria

beber el Vino Valencia.

El Vino es Medesina

que ceproduce en la Tierra

convate toda Malaria

organe la Convelencia.

El Vino alarga la Vida

por ser una Alimencia

i provar Beber solo Vino

ivereis la Diferiencia.

Todo esto es muy divertido, pero un poco triste también. Yo —que, afortunadamente, no tengo nada de patriota— he sentido rubor cuando aquel checo, que ha aprendido en su patria el castellano sólo para conocer nuestra Literatura, se dolía de que los hijos de los españoles residentes en Praga no sepan ninguno la lengua de su padre.

Me hicieron asistir a la toma de posesión por el Círculo Españolista de tres magníficas salas cedidas por el Estado checo para la instalación en ellas de un Instituto iberoamericano, que ya ha empezado a funcionar. Y digo que me hicieron asistir porque de buena gana hubiese eludido mi presencia de un lugar donde se está pregonando la ingratitud y la incapacidad de los españoles.

Tan convencidos están ya los españolistas checos de que nada tienen que esperar de España, que cuando les ofrecí hablar en mi patria de lo que ellos venían haciendo desinteresadamente, me contestaron:

—Usted no hará nada tampoco. Ya estamos acostumbrados a que los españoles que pasan por Praga nos ofrezcan su adhesión fervorosa para todo y luego no vuelvan a acordarse de nosotros. España no nos quiere; no le interesamos. Seguramente la vieja amistad de España con el Imperio y los lazos de sangre que unen a la corte española con la monarquía austríaca hacen que se nos mire, si no con malos ojos, por lo menos con una absoluta indiferencia. Ya ve usted: sólo hemos pedido que nos envíen un lector de español y no hemos podido conseguirlo…

LA CABEZA PARLANTE O EL VERDADERO MONSTRUO DE LAS BARRACAS DEL PRATER

Salimos de Praga a las siete de la mañana. Ya a esta hora la ciudad está despierta, ágil, nerviosa, las calles pobladas de transeúntes, los comercios abiertos. Praga es una de las ciudades de Europa que se levanta más temprano. En marcha hacia el aeródromo, damos un último paseo por la ciudad. Dejamos atrás el Moldava, con sus márgenes cubiertas de verdor, en las que se han trazado deliciosos parquecillos, y poco a poco nos vamos metiendo en la zona fabril de la ciudad. Aquí, el panorama es radicalmente distinto. Otra vez la influencia germánica. Grandes fábricas, colosales chimeneas, barriadas obreras tiradas a cordel. La zona industrial de Praga es el reducto de los alemanes. Pasado este cinturón de hierro y humo, donde se desarrolla la gran lucha del capitalismo industrial y el comunismo, llegamos al campo checo, esta campiña tan pintoresca, tan iluminada, tan de estampa. En el aeródromo de Kbely subimos al avión que ha de llevarnos a Bratislava, en la frontera austríaca. El panorama de las provincias checas responde exactamente a su exponente de la ciudad de Praga. Anchos campos de labor, campesinos laboriosos, trajes pintorescos, costumbres ancestrales, mucho folklore, grandes barbas, grandes pipas, pueblecitos que se estructuran a la manera medieval y ciudades ricas en testimonios arqueológicos. Así Brno, así Bratislava.