Un poco más allá de Bratislava todavía estamos volando sobre territorio checo; un aletazo más y estamos en Viena. No en Austria; literalmente en Viena. No hemos podido ver el paisaje austríaco.
Entrando por este lado, se tiene la impresión de que toda Austria es su capital; toda Austria es ciudad.
A poco de atravesar la frontera, se divisan desde el avión, sucesivamente, los tres deltas del Danubio. Toda la campiña tiene un aspecto de suburbio, de afueras de una gran ciudad. Tomamos tierra en el aeródromo de Aspern, un poco más arriba del Viejo Danubio. La germanización vuelve a ser ostensible; se mete por los ojos apenas se baja de la cabina del avión. Todo vuelve a estar pintado y barnizado a la alemana. Los aviones vuelven a ser exclusivamente alemanes. Salen frecuentemente los correos aéreos para Munich y Berlín, van dando un rodeo para evitar el territorio checoslovaco, esta cuña metida por la paz de Versalles en el corazón de Germania.
Por la Praterstrasse y el muelle de Francisco José, llegamos hasta el corazón de Viena. En un rinconcito de la Stephansplatz hay un restaurante amable; un frondoso emparrado deja caer una grata luz verde sobre los manteles donde brilla la plata vienesa de los cubiertos y la cristalería de Bohemia. Allí, bajo la sombra graciosa de la catedral de San Esteban, vuelve a tomarse el gusto a la buena vida, a la vida amable de la gran ciudad imperial, que lo ha perdido todo menos este señoreo de sí misma, este goce sensual de la existencia que Praga, por ejemplo, la vieja capital de provincia, no sabrá sentir jamás.
Las últimas investigaciones de la Academia de Ciencias de Moscú han demostrado que una cabeza separada del tronco puede seguir viviendo durante algún tiempo mediante un sistema artificial de circulación de la sangre. Ahora, volando sobre Viena, me asalta la impresión de que estoy comprobando la verdad de esa afirmación científica; una cabeza privada del cuerpo puede seguir viviendo.
Viena, mientras volamos sobre ella, se nos antoja como una cabeza cortada que sigue moviendo los ojos y la boca mientras el verdugo la enseña al pueblo cogida por los cabellos. De un momento a otro cesarán estos movimientos del sistema nervioso central, y esta magnífica testa de magnate decapitado que es Viena se acabará para siempre.
Pero la cirugía de los pueblos tiene muchas más posibilidades que la cirugía de los individuos. A esta cabeza cortada se le está buscando un cuerpo. Éste es el empeño de los defensores del Anschluss, la anexión de Viena a Alemania.
Viena da la impresión de estar deseando fervientemente unirse a alguien. Pero, no obstante, el fatalismo de la influencia alemana, las preferencias espirituales de los vieneses no son para Alemania, sino para Inglaterra. Austria es hoy una colonia espiritual de Inglaterra. Basta penetrar en un hogar austríaco para comprobar la realidad de esta reverencia por el espíritu británico.
Ahora, al término de mi viaje, pienso en lo conveniente que sería divulgar el mapa espiritual de la Europa contemporánea llevándolo hasta las paredes de las escuelas de primera enseñanza. Un mapa en el que apareciesen, señaladas por masas de colores diferentes, no las diversas naciones según las fronteras de sus estados, sino las distintas comunidades espirituales. Se vería en este mapa que Francia, por ejemplo, que ha ensanchado considerablemente su territorio nacional después de la guerra, es la nación que más tierra espiritual ha perdido. Toda Rusia, que antes de 1914 tenía en el mapa espiritual de los pueblos europeos el color de Francia, tiene hoy el color de Alemania. Alemania ha conquistado a Rusia. He tenido la paciencia de ir preguntando a todo el mundo durante el tiempo que he estado en la URSS qué nación era la que más admiraban, y de cada diez ciudadanos soviéticos interrogados, ocho respondían que Alemania y dos que los Estados Unidos.
Francia, en cambio, ha ganado Checoslovaquia; Inglaterra proyecta sobre el exiguo territorio austríaco el color verde botella con que en los mapas suelen estar marcadas sus islas, e Italia extiende la tinta negra de su fascismo por el Oriente europeo.
Habría que hacer seriamente este mapa de la espiritualidad europea contemporánea.
Viena es inexplicable. Uno se pasea por las grandes avenidas de Viena un poco asustado. A pesar de la grandeza de los palacios, de la escrupulosa municipalización de los comercios suntuosos, la vida cara, las frivolidades, las joyas, las sedas, las mujeres, se advierte en seguida que todo aquello se mantiene milagrosamente, acaso por la inercia, quién sabe a costa de qué íntimas catástrofes. Uno no está muy seguro de que el chófer que le lleva en su taxi no vaya a desmayarse de inanición, ni de que esta señorita vienesa que luce su toaleta fastuosa por la Kärntner Strasse o la Opernring no tenga a su madre implorando la caridad pública a la puerta de cualquier templo católico.
En el Prater hay todas las tardes unos millares de ciudadanos que llenan alegremente los cinematógrafos, las montañas rusas, los carruseles, los columpios, las barcas del lago, las barracas de los fenómenos, las cien diversiones que han hecho del Prater la feria más famosa del mundo. Pero la pregunta sigue siendo, angustiosa: ¿De qué vive toda esta gente?
Viena es, hoy día, la ciudad más confusa de Europa. No hay modo de explicarse lógicamente sus contradicciones, su apariencia fastuosa y su miseria íntima, sus palacios, sus museos, sus porcelanas y su orfebrería al lado de estas gentes mal alimentadas y estas muchachitas graciosas con las piernas desnudas porque no hay medias. Viena católica, socialista, fascista. Viena ciudad imperial y mendicante es hoy el gran enigma de Europa.
El tono de Viena no se explica más que al pensar que es una ciudad que está viviendo a costa del pasado. Viena tiene, efectivamente, un ritmo viejo, un ritmo que ya no se usa. En sus cabarets se bailan valses vieneses todavía, aunque instrumentados por los jazz-bands. En las películas vienesas hay aún unas muchachitas ligeras de cascos que se enamoran fácilmente de unos apuestos oficiales; en general, el amor conserva aquí aquella espiritualidad artificiosa, aquel tono frívolo y sentimental de antes de la guerra que ya no se encuentra ni en París ni en Berlín. Donde las cosas tienen hoy una dureza y una netitud implacables.
La vida galante de Viena conserva, estilizado, el ritmo de la opereta. Europa se americaniza, se charlestoniza. Los negros han tomado París, y Berlín es una colonia yanqui. Viena es lo único europeo que queda en Europa. Mientras las chicas berlinesas juegan terribles partidos de fútbol o reman hasta destrozarse las manos en las piraguas del Wannsee y las parisinas rinden pleitesía a Josefina Baker y a las troupes de girls norteamericanas, las muchachitas vienesas siguen llevando el «tempo lento» y ceremonioso de la frivolidad europea, aquellas buenas maneras de la cortesanía, aquel artificio sentimental que hacía aparecer a las mujeres como joyas fragilísimas, protegidas por costosos estuches de sedas y pieles. Frente a la desnudez centroafricana de una negra con unos plátanos colgados de la cintura que triunfa en París y el sucinto traje de baño de las norteamericanas que han adoptado como uniforme las muchachas deportivas de Alemania, estas madamitas vienesas arrebujadas en sedas, con sus coqueterías y sus resabios vagamente sentimentales, son la supervivencia del viejo sentido europeo del amor. Esto explica aquel ruidoso fracaso de Josefina Baker en Viena, donde estuvo a punto de ser linchada por la multitud.