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Cada vez son más frecuentes los jirones verdes y azules en la masa vaporosa. Al primer rayo del sol que alancea la tormenta, nuestro aparatito brilla gracioso como un juguete. Sus piezas niqueladas y su ala metálica juegan alegremente con el sol. ¡Qué grata esta alegría radiante de nuestra maquinita con sus cueros primorosos, su tapizado impecable y el brillo de sus cobres en este paisaje sideral que va hendiendo inalterable, como si jugara!

Camina el viento barriendo las nubes a nuestra espalda y lanzándolas como flechazos. Nos apartamos de las anchas fauces del mar y volamos ya sobre tierra francesa. Cuando el ámbito queda limpio y oteamos el paisaje, se ha operado en él una de esas maravillosas mutaciones de decoración que tanto sorprenden al viajero del aire.

Contemplamos ahora una planicie inmensa, irregularmente dividida en pequeñas porciones donde se dan todas las tonalidades del verde al amarillo. Es el campo de Francia. De trecho en trecho se alzan las granjas, las innumerables granjas que toman posesión efectiva de esta tierra próvida del Mediodía francés. El viejo tema de la diferencia del paisaje español y el paisaje francés se me suscita ahora vivamente, obligándome a la reiteración. He aquí un pasaje humanizado, sencillo, confortable, como muy raras veces puede contemplarse en España. El Garona riega cómodamente la dilatada planicie, y se ve en seguida que aquí la vida no puede tener ese sentido dramático que le dan los roquedales aragoneses, la dura meseta castellana o la reseca Andalucía.

Volamos ahora plácidamente. Pero acaso el motor ha trabajado demasiado y empieza a fallar. Sus gruñidos no tienen ya esa isocronía que tanto tranquiliza y tanta seguridad da al viajero. Gruñe con intermitencias y cada vez parece más dispuesto a dimitir. Empieza a notarse un fuerte olor a caucho quemado, y el piloto y el mecánico luchan un momento por conservar la marcha y la altura, pero finalmente se disponen al aterrizaje forzoso.

Estamos todavía a gran altura y puede escogerse el sitio donde ir a caer planeando. Lo único disponible que tenemos a la vista es un campito de trigo recién segado.

Es lo único abordable entré la inmensa masa de follaje y la exuberancia de las viñas. No tendrá este campito sesenta metros de largo; mientras bajamos sobre él en espiral, nos intranquiliza un talud que hay cerrándolo. El piloto hace su maniobra y yo me amarro prudentemente a mi butacón. A motor parado, el avión va perdiendo altura para posarse en el pequeño espacio de que disponemos con la menor violencia posible. Pero aquello es demasiado pequeño. Entramos rozando las copas de los árboles que marcan la linde y tocamos tierra violentamente. El avión salta sobre su tren de aterrizaje y se precipita raudo fuera de nuestro improvisado aeródromo. Súbitamente un formidable golpe; cruje la caja metálica de la cabina, hay un estrépito de cristales y saltamos en nuestros asientos hasta dar con la cabeza en el techo. Miramos entonces por la ventanilla. El avión está empotrado en una zanja de metro y medio de profundidad que separa nuestro campo de aterrizaje de una viña colindante. ¡Cochino espíritu de propiedad de los franceses! No les basta con tener fijadas sus lindes en el registro de la propiedad; por poco no nos dejamos los sesos en esta zanja.

Las aspas del avión se han hundido en una cepa cargada de racimos, y uno de los brazos levanta en alto, como un trofeo, un gajo de uva gorda y verde.

Salimos de la cabina, salvamos la zanja y esperamos a unos campesinos que llegan a todo correr desde una granja próxima. El primero que se nos aproxima es un mocetón cetrino, bien plantado.

—¿Dónde estamos?

—Cerca de Vendres. A veinte kilómetros de Bezieres. ¿Es usted español?

—Sí. ¿Y usted?

—También; soy prófugo.

Ha llegado ya un grupo nutrido de campesinos.

—Éste —me dice el que llegó primero— es también español; y también prófugo. Y éste. Y éste…

Hasta una docena de entre los veinte trabajadores del campo que han acudido son españoles y prófugos o desertores.

—¿Tendrán ustedes ganas de poder ir a España? —les pregunto mientras fumamos un cigarrillo.

—Psé; aquí se vive bien. Aquello era más duro. Más trabajo, menos que comer, pocas mujeres… Por lo demás, sí, nos gustaría poder ir…

Mientras llega el auto que hemos pedido a Bezieres, descansamos unos minutos en una granja próxima. En torno nuestro, ante unos grandes vasos de vino tinto y áspero, se reúnen hasta dos docenas de braceros. Son españoles en su mayoría. Brava gente que emigra de nuestro país buscando un poco de bienestar, este pequeño bienestar del trabajador francés que no hemos sabido dar todavía al trabajador español. Son gente sobria que se contenta con poco; una buena comida, una gran independencia y alguna que otra moza amable. No tienen más que esto aquí. Pero ni siquiera esto se les da en España, y por eso emigran a millares los braceros españoles a esta tierra del Mediodía francés, en la que se encuentran felices a cambio de tan poca cosa.

Pero el españolismo no se ha borrado en ellos. Ser español es hacer profesión de fe en el heroísmo, en el sacrificio. Todos estos españoles emigrados, prófugos en su mayoría, aman a España y se avergüenzan un poco de no haber tenido el heroísmo suficiente para seguir viviendo apegados a sus terruños, de no haber sido capaces de soportar todos los sacrificios que la dura tierra española exige a sus moradores.

Camino de Bezieres, la campiña francesa nos muestra el secreto de la grandeza de Francia. Francia no es grande por sus grandes ciudades ni por sus grandes hombres, sino por la grandeza de esta campiña exuberante, por el esfuerzo de estos millones de aldeanos —entre los que hay muchos miles de españoles— que nutren el Estado con una savia fuerte capaz de resistir todos los embates exteriores y toda la corrosión interior. Este tipo magnífico del campesino francés que vamos viendo es la clave de todo. En el mundo se conoce de Francia a sus políticos, a sus escritores, a sus artistas, y el mundo cree que Francia es grande por ellos. No, ellos no son más que el exponente de estas grandes masas de trabajadores de la tierra, humildes, limitados, constantes, que han hecho del suelo de Francia un vergel. Cada parcela de tierra francesa está cultivada como ni siquiera puede concebir un español. El amor del francés a su pegujalillo, a su pedazo de corteza terrestre, no lo sabría tener nunca, por ejemplo, un andaluz.

Reflexionamos sobre esto ahora, camino de Rusia, y cada vez se arraiga más en nosotros la convicción de que, de todos los países del mundo, es Francia el que menos tiene que temer al comunismo. El pequeño propietario francés, tan amante de su pedacito de tierra y del ahorro, es la fórmula netamente anticomunista. No importa que el comunismo tenga una gran fuerza en París y en las zonas fabriles. El comunismo de tipo ruso no hace aquí sino recibir y encauzar ese fermento revolucionario que existe en todos los países como motor de muchos individuos, siempre los mejores.

Cuando llegamos a Bezieres, la tarde solemne de este día caluroso da a la ciudad un encanto inefable. Por las calles anchas pasan, pegándose a las fachadas de las casas, unas viejecitas amables tocadas con sus cofias historiadas que se anudan graciosamente bajo la barbilla. En las tabernas, los hombres beben lentamente, con envidiable regodeo, el buen vino de la tierra; beben como sólo saben beber los bebedores de provincias con un paladeo solemne que refleja exactamente el paladeo de la vida que esta gente remansada de provincias sabe practicar.

El mejor paseo de Bezieres empieza a poblarse de gente que sale de sus casas a refrescarse. Los bancos de piedra cobijados por los árboles centenarios del paseo son tomados por estas respetables damas que hacen ganchillo, estos burócratas que a todas partes llevan dignamente la representación del estado francés, y estos pequeños propietarios rurales, tipos grotescos todos ellos si se quiere, pero con un alto valor ciudadano. Este tipo de francés de cincuenta años que cifra su orgullo en llevar una cintita en el ojal y que mantiene a despecho de los tiempos su sentido de la caballerosidad —caballerosidad francesa bien distinta de la caballerosidad española— es el aglutinante de esta varia muchedumbre cobijada bajo la bandera tricolor. No son, esto salta a la vista, gente de una inteligencia extraordinaria; tienen en el fondo ese fermento malo y egoísta de todos los nacionalismos, pero ¡ya quisiéramos nosotros que sus equivalentes en España fueran siquiera así!