Y es que Viena y sus muchachitas es una de las pocas cosas que nos van quedando del viejo espíritu europeo después del tirón hacia la selva que nos están dando los americanos.
Salimos del aeródromo de Viena en dirección a Venecia con un día de viento y niebla nada grato, sobre todo al pensar que habíamos de atravesar los Alpes. Pero la aviación comercial aspira a funcionar con la misma regularidad que los servicios ferroviarios, y los fenómenos atmosféricos han sido teóricamente suprimidos. Los aviones correos vuelan a la hora fijada con viento, niebla, nieve o tempestad.
A los cincuenta kilómetros del aeródromo pasamos sobre Wiener Neustadt, el gran centro industrial atravesado por numerosas líneas ferroviarias que allí se entrecruzan, y poco después nos adentramos en la región montañosa, envuelta en una niebla espesa, que el avión perfora bravamente.
Metidos ya en el corazón de las montañas, tropezamos con una barrera infranqueable. El piloto tuerce el rumbo e intenta bordear la zona tormentosa caminando primero hacia el Norte y después hacia el Sur. Las tentativas son inútiles. Remontamos el vuelo hasta una altura de dos mil quinientos metros. Inútil también. Entonces procuramos pasar por debajo de la turbonada, y el piloto pone a prueba nuestros nervios abatiéndose hasta el fondo de los valles y trepando por la falda de las montañas para atravesarlas rozando las copas de los árboles y los picachos de las crestas. Hay un momento en el que, por un desgarrón de la niebla, asoma a poca distancia ya la ingente masa de una montaña, contra la que estamos a punto de estrellarnos.
El pugilato emprendido entre nuestra máquina y las enormes masas de vapor de agua que el viento empuja ciegamente se prolonga una hora y otra. Al fin vence el temporal, por puntos. Al avión se le han agotado las provisiones de esencia y hay que aterrizar inmediatamente. ¿Dónde? Un vallecito hondo y oscuro como el vértice de un cucurucho. Para posarse allí, el avión tiene que sortear una casita, tres árboles y un rebaño de cabras. Apenas se hunde el tren de aterrizaje en el barro, empiezan a salir de todos los rincones del valle campesinos que vienen hacia nosotros corriendo y agitando sus guadañas, sus horquillones de madera y sus hoces como una horda de cazadores salvajes a los que les hubiese caído una buena pieza.
Hemos caído a varios kilómetros de Graz, adonde nos lleva al poco tiempo un automóvil, mientras el avión se queda allí expuesto a que los campesinos se lo coman. No me extrañaría nada.
Graz es una ciudad pequeña, vieja, con muchos monumentos, muchos puentes y muchas fortalezas. En la plaza principal hay por las mañanas un mercado al que los campesinos bajan a llevar sus cántaras de leche, sus quesos y sus recentales. Graz tiene infinidad de iglesias católicas, alguna iglesia protestante y creo que hasta alguna sinagoga. Graz es la patria de Sacher-Masoch.
Hemos de quedarnos aquí hasta el día siguiente. Paseamos aburridos por las callecitas estrechas y tortuosas de esta vieja ciudad provinciana. Una hora en el patio claustral de Landhaus nos hace recordar el sentido de las viejas ciudades españolas que habíamos perdido en esta sucesión de grandes ciudades a que nos tienen sometidos las etapas del avión. Cuando ya va anocheciendo, caemos en un restaurante típicamente austríaco. Es una vasta sala de gran chimenea y techo altísimo, decorada con trofeos de caza, armas y atributos de montería. Allí se bebe copiosamente una cerveza clara y sabrosa, se fuma en grandes pipas de madera o porcelana y se comen unos formidables trozos de carne guisados con mucha manteca. No hay nada más que hacer allí.
Muy de mañana, salimos para Klagenfurt, próximo a la frontera yugoeslava, y desde allí continuamos para Venecia.
VENECIA O LA SUPERSTICIÓN DEL ARTE LA RUTA CUMPLIDA
Contra Venecia, como contra toda ciudad excesivamente encomiada, se tiene siempre cierta prevención. Se va de mala gana, a rastras por su prestigio, refunfuñando, dispuesto uno en cada momento a sentirse defraudado. Pero, venciendo todos los prejuicios, Venecia no defrauda nunca. Es, sencillamente, maravillosa. Llegar a Venecia en avión es gozar de uno de los espectáculos más inefables que puede deparar el mundo. Antes de tomar tierra en el aeródromo del Lido, esa privilegiada lengua de tierra donde los ingleses han instalado sus balnearios, sus hoteles y sus campos de tenis —porque todo aquello es de los ingleses, los ingleses lo pagan y los ingleses lo gozan—, el avión da una vuelta por encima de Venecia, cuyo caserío es como una bandada de gaviotas posadas sobre el mar y prestas a levantar el vuelo en cualquier momento.
La vieja ciudad, tan hollada por los literatos, tan chupada por las cámaras fotográficas y tan lamida por los pinceles de todos los pintores, tiene, a pesar de todo contra toda prevención, un encanto indestructible. Verla emergiendo del mar como un nenúfar, con sus viejas piedras amarillas que le dan esa palidez enfermiza de los nenúfares, echa por tierra todo el odio que le teníamos por lo sobada, cantada, pintada y fotografiada que está.
Creo, además, que lo mejor de Venecia está aún inédito. Para mí, lo mejor de esta vieja ciudad es su contrafigura, su respaldo, el envés. No los canales y las faenadas de los palacios, sino los patios interiores, los callejoncitos y las plazoletas irregulares que han quedado en la trasera de las casas, esos ámbitos cuajados de rumores y recuerdos a los que se abren las ventanas de las alcobas llenas de misterio y penumbra de las venecianas y donde juegan tristes los niños de esta ciudad sin parques, que a veces se quedan quietos y callados mirando desde el fondo de estos pozos el cuadradito de cielo azul que allá en lo alto recortan las cornisas de estas paredes de piedra que los tienen aprisionados.
Esta Venecia interior, íntima, un poco triste y fracasada, es la que con más fuerza me atrae. Mirando estos patizuelos con sus emparrados, sus toldos y sus cortinillas discretísimas, acogido al remanso de estos ámbitos que son como cuajarones del espacio en donde vibran siempre las campanadas de estos innumerables relojes venecianos, pródigos de sus horas, sus medias horas y sus cuartos de hora, he dejado pasar mucho tiempo.
Tanto, que me he quedado sin ver muchos palacios, muchas estatuas y muchos cuadros famosos.
Si yo fuese veneciano, ya una mañana cualquiera que me hubiese levantado de la cama con mal humor, me habría ido a la plaza de San Marcos y, cogiendo por las solapas al primer imbécil de turista que me encontrase echándole de comer a las palomas, le hubiese hablado así:
—Caballero, esto que hace usted es indigno. ¿No le remuerde la conciencia? ¿No se avergüenza de estar aquí con ese aire estúpido extasiado ante la fachada de San Marcos o embobado con el Campanile? ¿Cree usted que esto es serio? ¡Venir aquí a repetir los mismos tópicos admirativos que han repetido ya todos los millones de turistas del mundo, a decir una vez y otra que todo es «interesante», «muy interesante», y a creerse de veras que su alma de cántaro se ha conmovido en presencia de las grandes obras de arte cuando hay en el mundo tantas cosas ciertas y serias que ver, que admirar y que sentir! ¿No comprende usted el daño que hace con su estúpida superstición?
»Mire usted, señor: yo soy veneciano, tengo esta desgracia. A mis antepasados se les ocurrió hacer esta ciudad insensata en una laguna. Pero, en fin, ellos sabrían por qué. Tal vez tuviesen sus razones. No; yo no les culpo a ellos. Después de todo, lo hicieron bien; ésta es la verdad. Lo intolerable, lo dramático, es que yo tenga que pagar las consecuencias. Es decir, que me las haga usted pagar a mí.