»No, no se escandalice; usted tiene la culpa. Aquí no se puede vivir; esto es una verdadera porquería. Estos maravillosos canales que emocionan a las criaturas de temperamento poético son unas verdaderas letrinas. ¿Pero es que no tiene usted narices? Huela usted, hombre; huela usted. En esta maravillosa ciudad de Venecia que emociona hasta el desmayo a las damitas inglesas y a los tenderos alemanes, nos morimos de fiebre palúdica, de tifus, de disentería. ¡Y ni siquiera se nos otorga el consuelo de figurar en las estadísticas, porque como ésta es una ciudad de turismo, no se les puede espantar a ustedes! ¿No ha sentido usted por la noche los mosquitos, esos terribles mosquitos venecianos que nos tienen comidos, que nos alancean y nos inyectan todos los gérmenes patógenos conocidos y por conocer?
»Usted, señor turista, vive en una ciudad razonable que le permite a usted cruzarla de punta a punta en unos minutos gracias al metro, los autobuses o los tranvías. Esta ciudad donde usted vive tiene un crecimiento normal, está rodeada de campos que, merced a su industria, usted va ganando y transformando en riqueza urbana, de la cual se queda usted con una buena porción en el bolsillo. ¿No es eso? Pues bien, señor; nosotros no tenemos aquí campo alguno para el desarrollo de nuestra actividad, ni siquiera manera hábil de ser activos. ¿Cree usted que es posible ir a hacer negocios, a asistir a la oficina, luchar, ser hombre diligente y rápido en la acción cuando para moverse tiene uno que acompasar el ritmo de su vida al ritmo que lleva el remo de su gondolero?
»Se entusiasma usted con el brillo de los ojos de nuestras mujeres y no ve que ese brillo es el de la fiebre, el de las tercianas que suelen tener. Su esposa de usted, señor turista, sale de paseo por los bulevares para esparcirse y tonificar sus nervios en el Tiergarten, el Bosque de Bolonia o el Retiro; la mía, caballero, tiene que quedarse encerrada en casa luchando con los mosquitos y con el mal olor, con un humor de perros, neurasténica, más loca que una cabra. Usted tiene unos niños que corretean por los jardines y los parques municipales de su ciudad; yo tengo a mis hijos, amarillos y tristes encerrados en el pozo de piedra de un patio interior. Usted puede irse a las afueras de su ciudad, llamar a Le Corbusier y hacerse la casa que se le antoje y en el sitio que le plazca. Aquí, todas las casas que era posible hacer, están hechas. Yo tengo que vivir en las habitaciones de mi bisabuelo, asomarme a los huecos que le plugo hacer en su casa a mi bisabuelo y tener un salón decorado según el gusto de mi bisabuelo. Porque ¡qué crimen no sería derribar uno de esos palacios maravillosos e incómodos para levantar en su solar una casa, vulgar y confortable!
»No me interrumpa, no; ya sé lo que va usted a decir, que usted no tiene la culpa. Sí, señor; la tiene usted. Pues si no fuera por ustedes los turistas, ¿viviríamos nosotros aquí? No; si no fuese por la codicia que despierta vuestro dinero, esta poética y maravillosa ciudad estaría desierta. Los venecianos se hubieran ido a ganarse la vida honradamente por ahí, viviendo de una manera razonable. Son ustedes con sus propinas, con sus gastos de hotel y sus compras de reproducciones y de chucherías, los que nos amarran a esta vida miserable de mendigos disimulados, de cicerones, de camareros. ¿No cree usted que ese mozo veneciano que va empujando cansadamente el remo mientras usted aprisiona el talle de una madamita sentimental a lo largo de los canales podía ganarse la vida de una manera más fácil y más limpia?
»Váyase, señor turista, váyase. Dejemos esto convertido en un museo o en una especie de relicario aislado de la vida contemporánea por una especie de vitrina espiritual. Ni usted ni nosotros tenemos nada que hacer aquí. Nosotros, porque en el mundo moderno hay otras maneras más dignas y eficaces de ganarse la vida. Usted, porque —ahora en confianza— maldita la emoción estética que esto le produce. Seamos sinceros. A usted, señor fabricante de Chicago o comerciante de París, le traen completamente sin cuidado las preocupaciones espirituales. Usted tiene muchas cosas que hacer, está absorbido por muchas preocupaciones materiales. ¿Verdad que le traen completamente sin cuidado las maravillas arquitectónicas de la catedral y la colección de lienzos del palacio de los Dux? Dejemos eso del arte para unos cuantos insensatos que no tienen dinero para venir a Venecia, y hablemos claro. Viene usted aquí únicamente para poder algún día tomar la palabra en su club y decir: «Una noche en Venecia paseábamos por el gran canal…». ¿No es eso? Pues no sea usted tonto. Porque diga eso ya nadie le tendrá por más culto, ni por más espiritual, ni por más sensible. Ya no se engaña a nadie con esas cosas. Quédese, pues, en su casa, nos hará usted un gran favor.
Esto le diría, y después, si no se iba, le echaría una mano al pescuezo, le arrancaría a viva fuerza la cartera repleta de libras o dólares y le arrojaría al gran canal. A ver si así se curaba de su estupidez.
Para el viajero que ama el viaje, el regreso es siempre un poco precipitado. Se ha detenido demasiado en todas partes, se ha ido quedando enganchado en todos los requerimientos.
Todavía, unas jornadas en Milán entre saludos fascistas, desfiles fascistas, partidos de foot-ball fascistas, discusiones fascistas y hoteleros fascistas. Nada grato todo esto. Hay que irse. Unas horas en Génova, perdido en el laberinto de sus calles estrechas y altas hasta lo inverosímil, un rato de silenciosa y humorística contemplación de las artísticas ruinas que se titulan la casa de Cristóbal Colón (es indudable que si aquí no nació Colón, por lo menos aquí pudo haber nacido, dando por supuesto que Colón naciera alguna vez y en alguna parte) y, finalmente, la travesía deliciosa del Golfo de Génova a lo largo de la Costa Azul. Monaco, Montecarlo, San Remo, Niza, Cannes, Antibes, unas horas en el puerto de Marsella, un vermú en la Cannebiére y otra vez el lomo de los Pirineos.
La ruta cumplida.
MANUEL CHAVES NOGALES, (Sevilla, 1897 — Londres, mayo de 1944) fue un periodista y escritor español.
Se inició en el periodismo muy joven de la mano de su padre, Manuel Chaves Rey, y su tío, José Nogales, director de El Liberal en Sevilla. En 1920 publicó su primer libro, Narraciones Maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos.
En 1922 se trasladó con su mujer y su hija, Pilar, a Madrid, donde, como muchos otros jóvenes intelectuales, buscó salida a sus inquietudes. En el El Heraldo llegó a ser redactor jefe, y coincidió con César González Ruano. En 1927, año importante para las letras españolas, Chaves Nogales ganó el premio más prestigioso del periodismo español, el Mariano de Cavia, con el reportaje La llegada de Ruth Elder a Madrid, la primera mujer que cruzó en solitario el Océano Atlántico en un avión Junker y que se publicó en el diario ABC en 1928.
Entre 1927 y 1937, Chaves Nogales alcanzó su cenit profesional. En estos años Manuel Chaves Nogales colaboró en Estampa y en La Gaceta Literaria, y para el Heraldo viajó constantemente realizando audaces reportajes. Su entusiasmo por los reportajes sobre la naciente aviación le llevó a embarcarse en arriesgadas peripecias aéreas, incluido un accidentado viaje a la URSS que relata en La vuelta al mundo en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929). La bolchevique enamorada también se inspira en ese viaje. En 1930 vuelve a recorrer Europa, y el resultado son otros libros sobre la revolución soviética: Lo que ha quedado del imperio de los zares (1931) y la novela El maestro Juan Martínez, que estaba allí (1934).
En 1935 publicó su obra más famosa, una biografía sobre el mítico torero Belmonte: Juan Belmonte, matador de toros, su vida y sus hazañas, considerado como uno de los mejores libros taurinos que se han escrito. En 1931 se convirtió en director de Ahora, importante diario entonces, ideológicamente próximo a Manuel Azaña, de quien Chaves fue políticamente partidario. Trabajador incansable, organiza una nueva red de reporteros a escala mundial, él mismo viaja mucho cubriendo acontecimientos que empiezan a convulsionar el mundo. Entrevista a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, al que califica en un reportaje de «ridículo e impresentable», y advierte de los campos de trabajo del nuevo fascismo alemán.