Estos amarillos, dondequiera que estén, dan siempre un triste espectáculo de senectud, son demasiado viejos. Pero este chinito que estaba hablando anoche en Luna Park con una muchachita como un junco estaba tan contento; se sentía tan a placer que, sin él advertirlo, se reía todo; se le reía la cara amarilla y fea, como se le reían los hombros y las piernas. El hombre había olvidado su pesadumbre de siglos agarrado a aquella jovencita blanca y fresca de Occidente.
—¡Eh, chino! —le grité—. ¡A tus chinoserías! ¡Occidente, para los occidentales!
Esta tarde, en una terraza de los bulevares, se sentó a mi lado una muchachita. Exhibía honestamente —es decir, sin recato— los graciosos dones que la Divinidad había tenido para ella, y yo, pobre celtíbero, privado habitualmente del espectáculo público de la gracia de Dios, estuve a punto de levantarme y felicitarla por su generosidad para con la humanidad fea y doliente.
Otra chica; ésta, fea, desgarbada, mal vestida, con unas gafas de concha y una capotita imposible, se me acercó a poco, y con una seriedad no exenta de gracia, me invitó a comprarle un periódico: el boletín de L’Armée au Salut. En la primera plana de este boletín hay una reproducción de unos angelitos de Murillo y debajo, en grandes titulares, una cita de San Pablo: «Que sólo aquello que sea puro sea el objeto de vuestros pensamientos». Y a continuación, con letras gordas también: «Si vous ne devenez comme de petits enfants, vous n’entrerez point dans le Royanme des Cieux… car il est pour qui leur ressemblent».
He agradecido efusivamente a esta muchachita fea y desgarbada de las gafas de concha su amoroso requerimiento. Y no menos efusivamente he sonreído también a la otra.
En París —no sólo en París, pero en París principalmente— la mujer va siempre al lado del hombre. No creo que aquí haya habido nunca problema feminista a la manera ininteligente que tuvieron de plantearlo las mujeres anglosajonas. Francia ha resuelto el problema feminista de esa manera tan humana, tan sencilla, y netamente biológica que tiene el espíritu francés para plantearse y resolverse los problemas.
Durante la guerra, y después de la guerra, la vida ha sido y sigue siendo dura. La mujer tiene que tomar parte en todos los trabajos. Es la necesidad, suprema ley. Y toma parte, como ella puede, en la medida que le permite su imperativo biológico. Hace todo aquello que le permite su fisiología y se remunera su cooperación a la obra social con todas las monedas en curso: bienestar material, consideración espiritual, derechos políticos, acceso a todas partes, libertad individual… El mundo moderno no puede dejar ya ningún servicio sin remuneración.
La mujer está hoy en todas partes. En un sitio, gobierna; en el otro, obedece; aquí, goza; allí, sufre; camarera o dueña, y señora de príncipes, cada cual según su temperamento. Vendedoras ambulantes, mecanógrafas, obreras, intelectuales, madres, esposas, amantes de una hora o amantes de toda la vida. ¡Qué grata para uno, español, esta omnipresencia de la mujer!
La cuestión está en salvar el problema sexual, en no concederle más que la importancia secundaria que tiene en realidad. Superado esto, no hay problema feminista. La mujer toma automáticamente la parte que le corresponde en el trabajo del mundo y automáticamente se redime de su esclavitud y aun de la prostitución. Por lo menos, de esa prostitución negra y triste de los países no civilizados o a medio civilizar. Yo comparo estas muchachas graciosas, gentiles, independientes, fieramente independientes, que desempeñan en París la función social de hacer el amor, con aquellas otras mujercitas tristes, dramáticas, de Andalucía, a las que los señoritos maltratan, y las encuentro absolutamente redimidas de toda cosa nefanda. Desempeñan la función para la que son más aptas, viven bien y un día cualquiera se convierten en adorables esposas y madres amantísimas. Para sus maridos no habrá problema. La paternidad —ya lo decía Goethe— es una cuestión de buena fe.
Lo único desagradable es que estas hormiguitas trabajan demasiado. Con ese espíritu agudo que tiene la mujer, parece que se da más cuenta que el hombre de que Francia necesita reponerse urgentemente, y trabajan con exceso.
—Con estas chicas que sonríen en las terrazas de los bulevares a los extranjeros —me dice un amigo comunista— cuenta Poincaré para saldar las deudas de la guerra.
Tengo la sospecha de que estas muchachas que van lentamente por las calles acompañadas de sus amantes, por los que se dejan besar de una manera litúrgica, no son espontáneas. Yo creo que estas señoritas están subvencionadas por el Municipio de París. Son, indudablemente, a la manera de funcionarios de un posible negociado de Encouragement de Vesprit français.
Por el qué dirán, a mi paso por París he entrado en el Louvre. En los vastos salones del formidable museo he tropezado con grandes manadas de ingleses. Son muy pintorescos. Esta superstición del arte, sobre todo en los anglosajones, es divertidísima.
Vienen desde todos los puntos de Inglaterra a París para ver la Venus de Milo o la Victoria de Samotracia. Hacen el viaje exactamente igual que como viajan nuestros ganados de Castilla a Extremadura. Traen ya desde Londres su pastor espiritual. Es un tipo medio cicerone, medio profesor, que los arrea de una sala para otra, los emplaza frente a las grandes obras de arte que ellos, como civilizados, se creen en el caso de conocer, y una vez en presencia del prodigio artístico, les lanza una explicación de él, que a los ingleses debe satisfacer sobremanera, pero que a un latino le producirá náuseas.
La interpretación oficial, la exégesis en circulación que de la obra de arte se echa a los ingleses tiene seguramente todas las garantías de autoridad y actualidad.
Les dirán esto es lo último que tenemos en calcetines.
Pero, a pesar de todas las garantías y de todas las autoridades, uno, celtíbero, siente que esta del arte es una de las grandes supersticiones que todavía no ha podido destruir la civilización y que sería de desear que la docena de hombres que en el mundo pueden tener un auténtico temperamento artístico le pegara fuego al Louvre, sólo porque no vinieran los ingleses en manada con sus Manuales de Estética y sus cicerones a disertar fríamente sobre algo que, si no es por lo que tiene de inaprehensible, no es nada.
Sentada en un rincón al lado de la Venus hay una muchachita de dieciocho años, fina como el humo del cigarrillo, que espera seguramente a alguien. Los ingleses, embobados con la Venus, han pasado junto a ella y no la han visto. Tan no la han visto, que algunos hasta la han empujado un poco al pasar. Y esta muchachita, ella misma, no su efigie en piedra, es la gran obra de arte de nuestro tiempo.
Esta mañana de domingo he caído en los alrededores de San Sulpicio. La gente viene a misa. Mucha gente. Toda esa humanidad un poco vencida y claudicante que en las grandes ciudades nutre las religiones, caballeros honorables, viejecitas, adolescentes de mirada perdida, gente desbaratada, que busca o cree haber encontrado su Camino de Damasco. Y negros, muchos negros. La obra de los misioneros —sobre todo de los misioneros españoles— ha sido grandiosa. El negro es católico, fundamentalmente católico. Uno se conmueve al verlos venir esta mañana de domingo a San Sulpicio, aun sabiendo que por la noche esta morenita cimbreante, vuelta a la selva en aras de la civilización, exhibirá su cintura desnuda, con el sucinto adorno de unos plátanos en un cabaret cualquiera.